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– Me gustaría saberlo yo misma -su sonrisa reveló dos hileras de dientes demasiado blancos para ser verdaderos-. Uno creería que esta gente debería haber aprendido a cuidar de sí misma luego de todos estos años.

Brent entró en el vestíbulo y tuvo la extraña sensación de atravesar una pared invisible. Jamás había franqueado la puerta de esta casa. Se dejó permear por la atmósfera de la entrada, con sus relucientes antigüedades, los tablones de madera de sus pisos, y la escalera principal que ascendía trazando una curva elegante hasta el segundo piso.

– Mmm, mmm, mmm -Clarice le hizo un gesto, sacudiendo la cabeza-. Te deben de estar alimentando muy bien en esa ciudad de dónde vienes.

– Bastante bien -echó un vistazo disimuladamente al espejo tallado rococó encima de la mesa de entrada estilo Chippendale. Jamás se le hubiera ocurrido combinar ambos estilos, pero por algún motivo creaba la sensación de fortuna heredada. Lo tendría en cuenta para su propia casa en Houston.

– ¿Quién está allí? -una voz grave interrogó desde más allá de la sala formal. Brent se esforzó por ver el interior de la habitación suavemente iluminada, en donde la luz del sol de la tarde se colaba a través de las cortinas de encaje y relumbraba una mesa de centro cargada con cachivaches de porcelana.

– Es el señor Brent que vino a recoger a la señorita Laura Beth -gritó a su vez Clarice, y luego bajó la voz-. Como si no pudiera darse cuenta él mismo.

La sonrisa que había comenzado a asomar en el rostro de Brent se congeló cuando el doctor Walter Morgan apareció en la entrada en el lado opuesto del salón.

– Así veo -el rostro angular del doctor no delató ninguna emoción mientras evaluaba el atuendo de Brent-. Bueno, has recorrido un largo camino desde tus días como jardinero.

Con el rostro impasible, Brent adoptó el tono de voz de reportero de noticias:

– Buenas tardes, doctor Morgan. Espero que se encuentre bien.

– Pasablemente bien -el hombre se acercó con la ayuda de un bastón y se paró delante de Brent. Su elevada estatura se rehusaba a doblegarse a pesar de la evidente artritis en sus manos. Su fino cabello blanco había sido peinado hacia atrás, y realzaba sus angulosos pómulos y fríos ojos grises-. Si no fuera porque te veo en el noticiario, jamás te habría reconocido… entrando por la puerta de mi casa.

Brent ignoró el comentario que le recordaba que jamás habría tenido el privilegio de usar la puerta de entrada y no la de servicio, si no fuera reportero de noticias.

– La gente en el pueblo dice que usted vendió su negocio médico para unirse a las filas de los jubilados. Espero que esté disfrutando de su jubilación.

El doctor Morgan echó un vistazo a la empleada.

– Clarice, infórmele a mi hija que la vienen a buscar para… salir.

– Sí, señor -Clarice subió las escaleras, y ninguno de los dos hombres habló hasta que se apagaron sus pasos a la distancia.

– Me dijeron que diste un gran espectáculo hoy en el pueblo -dijo el doctor.

– Sólo intenté que la gente sintiera que había valido la pena ir -le respondió Brent sin ofuscarse.

– Por lo que me cuentan, Janet hizo el ridículo como siempre. Pero Stacey suele ser una chica sensata. Si el Banco no hubiera insistido en que participara por un sentido equivocado de deber cívico, estoy seguro de que habría evitado todo ese disparate.

– Sin duda -Brent resistió la tentación de mirar el reloj-. Por otro lado, estaba destinado a recaudar fondos para la obra de beneficencia favorita de su hija.

– Es el único motivo por el cual participó Laura Beth -un brillo áspero iluminó los ojos del doctor Morgan-. De todas maneras, todo el mundo sabe que tiene debilidad por las obras de beneficencia. Sin duda quería evitarle al comité de recaudación de fondos el bochorno de un asiento vacío sobre el escenario cuando no pudieron convencer a nadie más de participar.

Brent mantuvo su rostro totalmente inexpresivo, mientras que por dentro se tensaban todos sus músculos. No importaba todo lo que había alcanzado, lo que había logrado, para alguna gente seguiría siendo el hijo bastardo, criado en las afueras del pueblo.

– Espero -dijo el doctor- que cuando salgas con Laura Beth esta noche, recuerdes que ésta es una comunidad pequeña. Odiaría ver el nombre de mi hija vinculado con algún tipo de chisme desagradable como resultado de su trabajo solidario.

– Intentaré recordarlo -dijo Brent con una sonrisa forzada-; por otra parte, nosotros los pobres tenemos dificultad para recordar cómo debemos comportarnos cuando estamos con gente de clase alta.

– ¡Hola, Brent! -la voz de Laura resonó desde el rellano del segundo piso, tan clara y alegre como campanadas-. Perdón por hacerte esperar.

Lo inundó una sensación de alivio. Ahora todo estaría bien. Se alejaría del pueblo y pasaría una noche tranquila y agradable con una amiga. Porque él y Laura eran sólo eso: amigos.

O al menos eso pensaba hasta que ella apareció en la primera balaustrada y se le cortó el aliento. A la altura de sus ojos se le presentaron un par de piernas increíblemente largas y bien contorneadas. Intentó no quedar mirando boquiabierto mientras ella descendía las escaleras dando saltitos, con una mezcla de juventud y gracia. En contraste con sus piernas descubiertas, el resto de su atuendo era correcto y formal. La chaqueta sin solapas color azul oscuro ondeaba hasta llegar casi al ruedo de la breve falda azul. Llevaba prendido un prendedor camafeo al cuello de la blusa blanca de seda. Se había recogido el cabello en un impecable rodete a la francesa.

– Cielos -dijo ella, observando su traje-. Qué bien nos vemos.

Brent sintió un absurdo arrebato de orgullo. Con los años, había aprendido a considerar su aspecto con imparcial objetividad, sencillamente como un valor agregado de su profesión. Pero en ese momento, frente a una Laura sonriente, sintió como si ella le hubiera hecho un cumplido a él.

Luego sus ojos se iluminaron al posarse sobre la caja con el ramillete de flores, y la risa se coló por entre la mano que apretó contra sus labios.

– Oh, cielos -hizo un esfuerzo valiente por recuperar la compostura-, el ramillete de Janet.

Él echó un vistazo al enorme crisantemo blanco y deseó fervientemente haberlo arrojado en la basura. Debió haber sabido que Janet lo había encargado al anticipar que saldría con él. El artefacto era tan grande como los ramilletes de las fiestas de graduación de secundaria, sin las cintas, campanillas y la purpurina.

– Si prefieres no usarlo, no me ofendo.

– No seas ridículo -miró hacia arriba, sonriéndole, mientras su padre los observaba frunciendo el entrecejo-. Jamás recibí un solo crisantemo cuando iba a la escuela. No me voy a privar de usar uno ahora. Además, el verde guisante le sienta tan bien a Janet, ¿no crees?

Rezongó mientras se acercaba a prenderle el ramillete a la chaqueta… y descubrió que su blusa no era tan formal como le había parecido. Podía ver el encaje de su corpiño a través de la fina seda. Se apartó bruscamente cuando la aguja le pinchó el dedo.

– Oh, y ¿papá? -dijo Laura por encima del hombro-. Clarice tendrá la cena lista en cualquier momento. Te agradecería si la dejaras regresar a su casa cuando termine.

– No veo por qué no pudiste hacer tú misma la cena y dejarla en la mesa -se quejó su padre-. Esa mujer lo quema todo.

– Estoy segura de que es capaz de calentar las sobras y hacer una ensalada -dijo Laura, acomodándose el ramillete.

El doctor Morgan resopló, manifestando sus dudas respecto de las habilidades de Clarice en la cocina. Luego su mirada se posó en los pies de su hija, y sus cejas se crisparon furiosas:

– Te arruinarás los pies con esos tacos.

– Papá -le advirtió Laura con los ojos entornados-, seguramente llegue tarde, así que no me esperes despierto.

– Lo que sí espero es que me despiertes cuando llegues -dijo hosco.