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O al menos era lo que pensaba.

No podía dejar de imaginar las largas y esbeltas piernas que había observado descender la escalera a los saltos. Eran las medias con ligas. Esas malditas medias con ligas.

Se movió intranquilo en su silla y echó un vistazo a su alrededor para ubicar al camarero. La entrada de sopa y ensaladas había sido servida y retirada. El plato principal debía haber aparecido hace rato.

– Entonces, cuéntame de Denver -dijo Laura, inclinándose hacia delante para acunar el mentón en sus dedos entrelazados-. ¿Te fue mejor que en Alburquerque?

– ¿Qué? -se volvió para mirarla, frunciendo la frente al advertir el efecto de la suave luz sobre su piel. Los tenues acordes de Mozart sonaban en el fondo. A través de la pared de vidrio contigua, el sol de la tarde le daba un resplandor dorado a su cabello.

– ¿Denver? -volvió a preguntar. Sin los gruesos lentes de su juventud, sus ojos brillaban como diamantes azules.

– Sí, por supuesto, Denver -arrugó la frente e intentó recordar dónde estaban en la conversación. Había estado contándole sobre sus años de periodista entre la universidad y el momento en que consiguió el codiciado empleo de reportero de noticias en Houston-. Aunque no lo creas, Denver fue peor…

Contó la historia de memoria, como lo había hecho cientos de veces… exagerando los hechos, pasando por alto las partes aburridas, y concentrándose en los detalles absurdos y poco convencionales que le daban al mundo del periodismo televisivo su carácter excitante, desafiante, la savia de su vida.

– Por lo que dices parece que extrañas el trabajo de campo -inclinó la cabeza, y sus labios se curvaron en una dulce sonrisa. Tanta atención exclusiva lo incomodaba.

No sabía por qué. Y no deseaba saberlo. El motivo se confundía con su inesperada atracción por ella, y la desagradable idea de que la atracción que ella sentía por él no era sólo en broma. Y por qué lo ponía nervioso, realmente prefería no saberlo.

Algunas emociones -por lo que había aprendido- eran como el monstruo que vivía en su armario de niño. Un hombre sabio, y un niño inteligente, sabían por instinto qué puertas dejar siempre bien cerradas.

El camarero llegó con sus bifes y una botella de merlot. Brent se concentró en probar el vino, y luego intentó focalizarse en la comida.

– Supongo que sí extraño el periodismo.

– ¿Entonces por qué lo dejaste? -preguntó, tomando su cuchillo y tenedor.

– ¿Estás bromeando? -se rió-. Me ofrecieron el puesto de reportero de noticias en el horario de mayor audiencia en un mercado muy importante. Nadie rechaza un ascenso profesional como ése.

– Sí, pero si disfrutabas más como periodista de investigación que como reportero…

– Laura -sacudió la cabeza-. ¿Tienes idea de cuánto más dinero gana un reportero que un periodista?

Ella lo observó un momento:

– ¿Y si pagaran lo mismo?

– Volvería al periodismo en un instante. No es que -añadió rápidamente- no me guste ser reportero. Tiene sus desafíos… un ritmo durísimo, horarios mortales, y tengo la posibilidad de discutir con mi productor sobre las historias principales y el tiempo asignado.

– ¿Qué más puede pedir un hombre? -recapituló ella con una sonrisa.

Tenía la sonrisa más increíble, dulce pero sexy, pura pero atrevida. Por un instante, perdió la concentración. Luego levantó la copa de vino, y brindó por su comprensión:

– Exacto…

– Así que -dijo ella enderezándose-, cuéntame sobre Houston.

Después de beber un buen sorbo de merlot, se lanzó a contarle algunas historias sobre KSET, creyendo que tarde o temprano terminaría hablando de un tema que lo distraería de las piernas de Laura y aquellas medias de seda color carne. Al menos no estaba llevando medias negras. O blancas. Aquello sería definitivamente peor. Las medias blancas evocaban imágenes de sábanas arrugadas, lencería de encaje, y una larga sarta de perlas contra una piel suave como la seda.

Cambió de posición para acomodar su creciente erección. Esto era ridículo. Aquí estaba en un restaurante formal, rodeado de gente… todos observándolo con ávida curiosidad… mientras desnudaba mentalmente a Laura Beth Morgan hasta que quedaba en portaligas y medias.

– ¿Sucede algo? -Laura se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de él.

Su cuerpo se tensó. Observando sus delgados dedos, con sus uñas prolijamente recortadas contra su propio puño duro y bronceado, sintió que el pánico se disparaba dentro de él. Con cuidado, retiró la mano de su lado y cortó un pedazo de carne.

– No, por supuesto que no.

Laura se apoyó hacia atrás, frunciendo la frente mientras lo observaba. Estaba mintiendo, y lo sabía. Definitivamente había algo que no funcionaba. Aun mientras relataba sus interesantes historias sobre el periodismo televisivo, había percibido un trasfondo de tensión. Se preguntó otra vez qué le había dicho su padre. ¿O era tan sólo volver a Beason’s Ferry lo que lo ponía nervioso?

Volver a su pueblo natal podía haber resultado más duro de lo que ella imaginaba. La función en el teatro habría avergonzado a cualquiera. Ciertamente, a ella la había avergonzado. Y ahora, desde su llegada al restaurante, la gente del pueblo lo miraba todo el tiempo como si fuera un bicho raro. Algunas personas, incluso, se habían acercado para pedirle un autógrafo. Se rió la primera vez que sucedió, al pensar en lo ridículo que era. Esta gente había conocido a Brent toda su vida, ¿y ahora le pedían un autógrafo?

La quinta vez ya había tenido menos gracia, y ahora, ante su asombro, vio a Karl Adderson dirigiéndose hacia su mesa con una servilleta de papel y un bolígrafo.

– Oye, Brent, ¿eres tú? -preguntó Karl, como si acabara de pasar por allí y advirtiera a Brent de casualidad-. Tal vez no te acuerdes de mí…

– Por supuesto que sí, señor Adderson -Brent se paró para estrecharle la mano y aceptar una palmada en la espalda.

Irritada por la interrupción, Laura apartó la mirada hacia la pared de vidrio al lado de su mesa. Del otro lado, se veía el tee de salida para llegar al primer hoyo. Ciervos traídos de África pastaban en el fairway que atravesaba el bosque. Contra esa plácida escena se recortaba el reflejo de Brent que hablaba con el dueño del supermercado Adderson. Brent había trabajado para el hombre tres veranos seguidos. El señor Adderson mantuvo aferrada la mano de Brent en la propia mientras transmitía historias de Brent, como si estuviera hablándole a un absoluto desconocido acerca de un viejo amigo. Durante todo ese tiempo, la sonrisa de Brent permaneció empastada en su rostro, aunque tensa. ¿Qué le había sucedido al muchacho callado y melancólico de hace tanto tiempo? ¿El que guardaba distancia con la mirada hosca?

¿Existía aún el Brent que ella había conocido hace tantos años debajo de la lustrosa fachada nueva? ¿O simplemente había reemplazado un escudo por otro? Se sintió apenada por la idea, pero temió que fuera por motivos más egoístas que empáticos, pues tenía la gran sospecha de que llevaba este escudo para dejarla afuera también a ella.

El señor Adderson se marchó finalmente, y Brent volvió a sentarse.

– ¿Me gustaría saber cuántas conversaciones más tendremos que soportar esta noche, en las que me recuerden cómo me conocían de niño?

– Te hace sentir incómodo, ¿no es cierto? -señaló ella.

– ¿Qué?

– La adoración de la gente.

– Oh, eso -intentó minimizarlo riendo. Cuando ella no se lo tragó, él suspiró derrotado-. Sí, si quieres saber la verdad, me pone muy incómodo.