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Avergonzada, se apuró por acomodarse la ropa. Las manos le temblaban mientras se abrochaba la blusa. Sabía muy poco de sexo, pero era evidente que algo había hecho mal. Sólo que no advertía lo que había sido. Si hubiera sido Greg, jamás se hubiera detenido tan bruscamente, al menos no antes de quedar satisfecho. No es que fuera un amante egoísta, pero era, bueno, inepto. O al menos eso había pensado. Tal vez la inepta era ella. Debía de ser ella. ¿Por qué otro motivo se había prácticamente escapado Brent del auto para alejarse de ella?

Enderezó el asiento y arriesgó una mirada hacia atrás. Estaba parado a pocos metros, y su silueta se recortaba contra el cielo nocturno; tenía la espalda rígida y los puños cerrados a sus lados. Sus hombros se estremecían mientras daba grandes bocanadas de aire. Levantó una mano para limpiarse el rostro, pero se detuvo en seco para tomar la mano delante de él como si estuviera horrorizado.

Sintió otra oleada de humillación al advertir que ésa era la mano que la había estado tocando unos minutos atrás. Él cerró el puño con fuerza y lo dejó caer a su lado. Sin decir una palabra ni dirigirle una mirada, se apartó del auto, se detuvo y dio la vuelta.

Estaba regresando. Ella se apuró para acomodarse la falda debajo de las piernas, e intentó adoptar una actitud indiferente. El corazón le latía con fuerza cuando él entró y cerró la puerta. Del rabillo del ojo, advirtió que tenía la mirada clavada frente a él, y se negaba incluso a mirarla.

– Yo… este… -carraspeó-. No fue mi intención que eso sucediera.

– ¿No? -preguntó, y luego se estremeció por lo absurdo de su propio comentario. ¿Debía disculparse? ¿Pero por qué? Ni siquiera sabía qué había hecho mal… más que excitarse como nunca antes en su vida. Ni siquiera sabía que podía ser así. Como una explosión que estallaba dentro de ella y se propagaba hacia fuera en una serie de ondas vibrantes. Había pensado que las mujeres que hablaban de orgasmos estaban exagerando.

No estaban exagerando. En todo caso, se quedaban terriblemente cortas. ¿Cómo podía disculparse por sentirse así, cuando quería desesperadamente agradecerle?

Él abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar. Luego de un momento, suspiró y echó a andar el motor.

Regresaron de vuelta a casa sumidos en un atroz silencio. Cuando se detuvieron frente a su casa, ni siquiera podía mirarlo. Quería precipitarse fuera del auto y correr adentro, pero Brent había vuelto a jugar el rol de caballero. Tomó su saco del asiento trasero, y luego dio la vuelta para abrirle la puerta. Después de acompañarla a subir los escalones de la entrada, se volvió hacia ella.

– Laura… yo… -hubo otro silencio incómodo mientras ella esperaba. Sintió que las piernas le temblaban, y cuanto más tiempo estaba de pie, menos fuerza tenían. Si sólo le diera el saco, podía correr adentro y esconderse.

En cambio, hizo un esfuerzo por sonreír y encoger los hombros con una actitud despreocupada.

– Oye, no fue para tanto, ¿sí? -con una rápida ojeada, vio que él contraía las facciones como si estuviera confundido u… ¿ofendido? Suspiró, derrotada-. Tal vez lo mejor sea hacer de cuenta que lo de esta noche nunca ocurrió.

Él lanzó una risa triste:

– ¿Qué te parece si hacemos de cuenta que el día entero nunca ocurrió?

Ella sintió una puntada de dolor al pensar que su regreso había sido tan desagradable, y que había sido ella quien lo había persuadido de volver.

– Lo siento… -dijo-, por todo.

– No, Laura, no te sientas así… -exhaló bruscamente-. La verdad es que no estuvo tan mal.

Ella encontró el valor para mirarlo, para intentar determinar qué partes lamentaba y cuáles, no.

Una sonrisa tibia asomó en las comisuras de sus labios. Era la sonrisa que recordaba de la juventud compartida. Su sonrisa especial de amigo.

– Aunque más no sea, me encantó volver a verte.

Ella se sonrojó, más de vergüenza que de placer, pues definitivamente la había visto.

– Gracias.

– De nada -su sonrisa se tornó divertida. Sólo que ella no quería divertirse, jamás lo había querido, a decir verdad. Las bromas entre ellos siempre habían sido un escudo, y se sintió demasiado agotada como para ceñírselo ahora.

– ¿Entonces podemos seguir siendo amigos? -preguntó, con dolor en la garganta.

– Por supuesto -le extendió el saco.

Hubo algo en su gesto que le estrujó el corazón. Tomó el saco con el crisantemo marchito y sintió un hormigueo en los ojos.

– ¿Estarás en el festival de recreación histórica, mañana?

– No, yo… -apartó la mirada, fijándola en dirección a la autopista-. Me marcho a primera hora mañana.

– Oh, pues, entonces supongo que ésta es la última vez que nos vemos.

– Sí.

Ella se volvió hacia la puerta pero se detuvo con la mano en el picaporte. En todos sus sueños de la infancia, sus citas con Brent siempre terminaban de la misma manera: aquí, en los escalones de entrada, él la tomaba en sus brazos y la besaba con ternura. Luego le sonreía y le decía:

– Que tengas dulces sueños, amor mío.

Ella se sonrojaba de placer y decía:

– Siempre es así… cuando sueño contigo.

– Entonces, hasta mañana -decía él-. Te veré en tus sueños.

Sólo que ahora, en el mundo real de los adultos, no lo volvería a ver mañana. Tal vez no lo vería nunca más. Tragó saliva y con una sonrisa forzada dijo:

– Buenas noches, Brent. Cuídate.

– También tú.

Ella se apuró por entrar, antes de que se le saltaran las lágrimas. Por un largo instante, se quedó parada con la espalda apoyada contra la puerta, mordiéndose el labio mientras oía sus pisadas. Finalmente las oyó, seguidas por el sonido de la puerta de su auto que se cerraba con fuerza. Y luego el auto se alejó.

Anteriormente, había dicho que toda mujer necesitaba una noche en la vida de la cual arrepentirse. Y sin embargo, a pesar de todo, a pesar del dolor en el estómago y las lágrimas que se derramaban por sus mejillas, sabía que jamás se arrepentiría de su única noche con Brent.

* * *

Capítulo 9

El timbre de un teléfono sonó repetitivamente en sus oídos. Aturdido por el sueño, buscó a tientas en la mesa de luz para apagar el reloj despertador. En lugar del reloj, su mano chocó contra el teléfono. Tomó el aparato y lo acercó a su oreja.

– Hola -masculló.

– ¿Brent?

– ¿Hmmm?

– Cielos, Michaels, son las diez de la mañana. Levántate ya mismo, huevón.

– ¿Connie? -parpadeó un par de veces, intentando quitarse el sueño de encima, y enfocó la mirada en los números digitales de su reloj despertador. Sólo que su despertador no estaba en la mesa donde debía estar. Nada estaba donde debía estar.

Con la voz de su productora que le martillaba en el oído, echó un vistazo a la habitación. Las cortinas con volados y los pintorescos adornos campestres le trajeron a la memoria la noche anterior con todos sus detalles escabrosos.

Se hallaba en Beason’s Ferry. Anoche había llevado a Laura Beth Morgan a Snake’s Pool Palace, la había emborrachado con whisky, y había intentado tirársela en el asiento delantero de su auto.

Rezongando, se cubrió la cara. Imágenes eróticas de ella retorciéndose bajo sus suaves caricias excitaron su memoria. Antes de que las imágenes pudieran excitar también su cuerpo, bajó la mano. Pero nada podía acallar el eco de sus palabras de despedida: Tal vez lo mejor es hacer de cuenta que lo de esta noche nunca ocurrió.

No es que se lo reprochara. Se había comportado como un adolescente dominado por sus hormonas, olvidando el significado de palabras como moderación y respeto, al momento de sentirse excitado. Sólo el haberse comportado así era humillante. Que se hubiera comportado así con Laura, lo más cercano que tenía a una amiga de la infancia, era inconcebible.