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Del otro lado de la calle se alzaba la joya de la corona del Tour de las Mansiones: una mansión de comienzo de siglo primorosamente pintada en colores rojo, verde y dorado. Entre los altísimos robles y las azaleas en flor, caminaban las lugareñas ataviadas en trajes típicos de Southern Belle que habían pasado de madres a hijas, de hermanas a amigas, desde que el Tour de las Mansiones había comenzado hacía más de cincuenta años. Los peatones hacían fila, abanicándose con los folletos de la visita guiada a pie, mientras esperaban que les llegara el turno para entrar.

Una sonrisa irónica plegó la comisura de sus labios. Durante la mayor parte de su infancia se había sentido exactamente igual que esos turistas: como alguien que estaba afuera, esperando su turno para ser admitido por el umbral. Salvo que el umbral que había querido cruzar era un anillo invisible que rodeaba todo el maldito pueblo. Como hijo ilegítimo, criado por una abuela alcohólica y dos tíos pendencieros en las afueras del pueblo, no había sido aceptado por la sociedad de Beason’s Ferry. ¿Por qué habrían de hacerlo, cuando ni siquiera su propia madre lo había querido lo suficiente como para quedarse con él?

– ¡Oh, miren! ¡Es él! -una de las beldades del Sur lo señaló.

Haciendo girar los quitasoles, ella y sus dos compañeras saludaron con la mano:

– Hola, señor Michaels. -Acercándose al cerco que les llegaba a la cintura y rodeaba el jardín delantero, una de ellas lo llamó desde el otro lado de la calle-. Soy Susie Kirckendall. Apuesto a que no lo recuerda, pero mi mamá, Carol Sawyer, fue al colegio con usted.

Sí, lo recordaba. Carol había sido una de las más audaces, que disfrutaba flirtear con el muchacho que había sido prohibido para las niñas respetables; aunque imaginó que habría vuelto a casa gritando si él alguna vez hubiera aceptado su invitación. Apartando el recuerdo desagradable, saludó con la mano a las tres adolescentes y las observó riendo a carcajadas. Qué irónico, pensó mientras caminaba por la calle, que ahora, que ya no importaba, la flor y nata de Beason’s Ferry le diera la bienvenida con los brazos abiertos. Hasta habían colgado un estandarte que cruzaba la calle principal del pueblo que decía: “Bienvenido a casa, Brent Michaels” en grandes letras color rojo.

Sí, era cierto que no decía Brent Zartlich, pero se rehusaba a dejar que eso le molestara.

No debía molestarle.

Era él quien había cambiado su apellido por una modificación de su segundo nombre. Aun así, se percibía la sutil connotación: le daban la bienvenida sólo porque ya no lo consideraban miembro de aquellos Zartlichs, escoria de la población blanca.

Pero cambiar su nombre no rompió los vínculos con sus parientes. Se debatió si iría a la casa en algún momento del fin de semana para saludar a “la familia”. No es que los dos tíos que quedaban constituyeran cabalmente una. Sea lo que decidiera, estaba contento que no debía preocuparse por toparse con ellos en el pueblo. Un sábado por la tarde estarían recuperándose de una borrachera o esforzándose por sumirse en una. Su abuela se había muerto de cáncer de pulmón hacía muchos años. Brent había estado haciendo las prácticas en un noticiario, en Nuevo México, en ese momento.

Sintió una puntada de remordimiento por no regresar a casa para el entierro, pero en ese momento el dinero era escaso.

Decidió dejar de lamentarse al llegar a la esquina. El conocido aroma a carne asada en el jardín del juzgado despertó un antiguo apetito que no tenía nada que ver con comida. Las notas alegres de la música del violín acrecentaban el zumbido del tránsito humano. Se dio cuenta de que habían levantado un estrado para la banda en la parte sur del jardín. La gente llenó las mesas alrededor de la pista de baile, como una taberna al aire libre. Era evidente que el Tour de las Mansiones había cobrado gran popularidad en los últimos catorce años.

Observando toda la plaza, vio que también habían cambiado otras cosas. La ferretería de Fischer era ahora un anticuario, como lo era la vieja tienda de pienso. La tienda de Todo por Dos Pesos tenía un colorido escaparate con artesanías, y la farmacia había agregado un bar de café exprés. ¡Un bar de café exprés en Beason’s Ferry!

– Allí estás -una voz escueta y directa se oyó detrás de él. Se volvió para hallar a la señorita Miller, su antigua profesora de inglés de la escuela secundaria. Su cuerpo se tensó, como si lo acabaran de descubrir faltando a clase. Lo fulminó con una mirada de reproche-. Y yo que acabo de recorrer todo el camino hasta la posada para buscarte.

– Le ruego me disculpe, señorita Miller -intentó una de las sonrisas ganadoras de índices de medición que le había procurado un sueldo importante-. No se me ocurriría molestarla. Aunque es un día hermoso para caminar.

Ella resopló dando a entender que no toleraría sus palabras zalameras; que estaba metido en un lío y no había nada más que hacer. Habían pasado catorce años, y la mujer no había cambiado ni un ápice. Aún llevaba el cabello recogido en un prolijo rodete de rulos fijados con laca que rodeaba su rostro anguloso, aunque el color estaba ahora más cerca del gris que del rubio. Anteojos bifocales oscurecían sus penetrantes ojos azules, que parecían poder atravesar las paredes y leer las mentes de los niños. Por deferencia al clima cálido, llevaba un vestido chemisier de algodón que acentuaba su figura de extrema delgadez.

Por encima de la parte superior de sus anteojos, miró sus pantalones caqui, la remera de cuello volcado, el cinturón de cuero italiano y los mocasines. Sabía que tenía todo el aspecto de un ejecutivo de negocios exitoso que descansaba en el club. Se había esmerado en conseguir el look y lo había practicado hasta llevarlo con naturalidad. Pero se había olvidado de que en los pueblos pequeños la moda llevaba un retraso de cincuenta años. En Beason’s Ferry, los granjeros mayores usaban caqui, y cuando lo hacían era sólo para trabajar en sus campos.

– Supongo que tendrás que ir así -la señorita Miller apretó sus delgados labios en señal de desaprobación-. No has tenido tiempo de cambiarte. Tengo que llevarte detrás del escenario del teatro de la ópera antes de que comience el show.

Echó un vistazo a su Rolex:

– Tengo diecisiete minutos todavía. El tiempo suficiente.

Resoplando, ella se volvió y lo condujo por la vereda llena de turistas.

Él empezó a andar a su lado.

– Veo que hay bastantes cosas que han cambiado por aquí.

Ella siguió la dirección de su mirada al frente recién pintado de las tiendas.

– Sí, yo diría que muchas cosas han cambiado, al menos en apariencia, desde que Laura Beth formó el Comité de Embellecimiento.

– ¿Oh? -enarcó una ceja. Que Laura formara un comité no lo sorprendía. Pero sí que se llevara los laureles. Cuando estaban en la escuela, había pertenecido a una docena de clubes diferentes. Sólo que mientras ella hacía el trabajo pesado, las muchachas como Janet y Tracy se llevaban toda la gloria.

– Hablando de Laura -dijo al pasar-, ella es una de las solteras entre las cuales tendré que elegir, ¿no es así?

La señorita Miller le clavó la mirada cuando llegaron a la esquina:

– Sabes perfectamente bien que no puedo revelar el nombre de las concursantes.

– Tiene razón -concedió él mientras comenzaban a cruzar la calle. Jamás había logrado conseguir algo de la señorita Miller por medio de la seducción o persuasión. Su férrea voluntad para no ser doblegada era lo que siempre había admirado de ella. Si no lo hubiera presionado para estudiar más y apuntar más alto, probablemente estaría manejando un camión volcador como sus tíos.