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– De repente falleció -dijo-, y quedé tan angustiado, que… me olvidé de cuidarte. Sólo podía quedarme sentado, compadeciéndome de mí mismo, dejando que tú me cuidaras. Antes de que me pudiera dar cuenta, habías crecido y querías marcharte de casa, y no pude entender cómo había sucedido. Todos esos años que desperdicié… y los quería recuperar, Laura Beth. Aún los quiero recuperar.

– Oh, papá, lo siento -lo abrazó otra vez, inhalando el aroma a almidón y agua de Colonia masculina-. ¿Me podrás perdonar alguna vez?

– Cariño, no tengo nada que perdonar. Soy yo quien…

– No -se recostó hacia atrás, y se cubrió la boca con las puntas de los dedos-. Por favor, escúchame. No eres el único que estaba confundido. Durante todos esos años que te cuidé, me mantenía ocupada para no tener que sufrir. Pero me olvidé de darte aquello que más precisabas: sentir que te necesitaban. Debí haber dejado que me cuidaras, también. De hecho, debí obligarte a hacerlo. En cambio, te dejé solo, porque era más fácil para mí. No te puedo devolver todos los años que perdimos, pero si estás dispuesto, podemos intentarlo de aquí en más.

Él sacudió la cabeza:

– Si sólo pudiera retractarme de todo lo que te dije ese día…

– No te arrepientas -lo miró con los ojos entornados-. Avancemos de aquí en adelante, y veamos qué sucede. ¿Estás de acuerdo?

Cuando sus gestos se suavizaron, ella pudo ver con mayor claridad al hombre que habitaba detrás de la máscara orgullosa. Parecía solo, humillado y más vulnerable que lo que incluso ella había pensado.

– Está bien -dijo por fin.

Ella resistió el impulso de echar sus brazos alrededor de él, sabiendo que necesitaba tiempo para recuperarse.

– Entonces -dijo con alegría forzada-, ¿qué te parece si le llevo este pastel a la cocina y le pido a la señorita Miller que le ponga la salsa que corresponda? Después de todo, si va a frecuentar esta casa, necesita saber que a mi papá le gusta el helado sobre el pastel de pecanas y no la crema batida.

Él le dirigió una mirada de enojo fingida:

– ¿Estás intentando cuidarme, jovencita?

– Lo siento -Laura se mordió el labio, pero la risa brilló en sus ojos-. ¿Tal vez podamos llevarlo a la cocina juntos?

– Con una condición. Que le digas Ellie a mi chica -su voz bajó a un susurro-. Dice que cuando le dicen señorita Miller, se siente como una solterona.

– Oh. -Laura se abstuvo de señalar que la señorita Miller era una solterona. Aunque al ver el entusiasmo en la mirada de su padre, se preguntó cuánto tiempo más seguiría siéndolo-. Entonces la llamaremos Ellie -aceptó, y se levantó con la mano extendida.

En el instante en que su mano se deslizó dentro de la suya, sintió que volvía el orden. No importa cuánto tiempo habían perdido, siempre sería su papá, y una parte de ella seguiría siendo su niñita.

Brent maldijo cuando reconoció el sonido de un segundo cilindro que fallaba, seguido por una tercera y una cuarta explosión. El primero había comenzado a estallar poco después de la última vez que había llenado el tanque, en las afueras de Memphis, donde aparentemente había comprado nafta adulterada. Toda esperanza de que los inyectores se destaparan mágicamente desapareció cuando el vehículo se detuvo como si se hubiera chocado contra una pared de agua. Sacó el pie del acelerador y dejó que el Porsche rodara a la banquina.

Salió del auto, cerró la puerta con fuerza y dio la vuelta para revisar el motor. No parecía haber ninguna falla; todos los niveles de líquidos parecían estar en orden. Miró fijo el motor, sabiendo que tenían que ser los inyectores. Y eso significaba que todo el sistema de inyección debía ser limpiado por un mecánico competente.

Cerró el capó con violencia y echó una mirada a ambos lados de la autopista desierta. De acuerdo con una señal que había pasado unos kilómetros atrás, aún faltaban varias horas para llegar a Little Rock. Las líneas de teléfono se extendían a lo largo de la carretera, y desaparecían en la distancia; y sólo algunos árboles y colinas rompían el horizonte. Por encima, un buitre volaba en círculos en el cielo sin nubes.

Regresando al auto, tomó el teléfono celular y un mapa. El pueblo más cercano era poco más que un punto sobre la carretera nacional 70, que corría paralela a la carretera interestatal donde estaba él. Un instante después, una operadora lo conectó con el taller mecánico Earl.

– Hola -respondió un hombre del otro lado de la línea. De fondo se podían oír niños que gritaban. Una mujer vociferaba:

– Carter, si le pegas a tu hermana con esa espada Ninja una vez más, te voy a moler a golpes, ¿entendiste?

– Disculpe -dijo Brent malhumorado-, ¿hablo con el taller mecánico de Earl?

– No, pero yo soy Earl. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

– Estoy varado en la autopista interestatal y necesito un remolque.

– Pues, gracias Jesús, ¡hay un Dios! -anunció el hombre emocionado.

– ¿Cariño? -la mujer en el fondo lo llamó-. ¿Entró una llamada?

Cuando Earl respondió, su voz sonaba distante, como si se hubiera puesto el auricular sobre el pecho.

– Sí, mi amor, lo siento, pero vamos a tener que marcharnos enseguida de casa de tu madre.

– Pero Earl… -gimoteó la mujer por encima de los gritos de los niños y los ladridos de un perro-. Prometiste que este año nos podíamos quedar todo el Día de Acción de Gracias.

– Lo siento, mi amor -dijo Earl, poco convincentemente-, pero tengo un vehículo en la ruta que necesita un remolque. Diles a los niños que se despidan de todos sus primos ahora y haz que se suban al camión. Estaré allí en un minuto.

– ¿Ves, Marlene? -se oyó la voz de otra mujer-. Te dije que no te casaras con un conductor de remolques. Cada vez que vienes de visita, te obliga a marcharte en seguida.

– Lo siento -dijo Earl a Brent-. ¿Me puede decir dónde está?

Brent echó un vistazo a su alrededor.

– En el medio de la nada.

– Sí, por acá es muy común. ¿Cuál fue la última salida que vio?

Luego de unos minutos, Earl le aseguró a Brent que sabía dónde estaba.

– No se mueva. Estaré allí antes de que se dé cuenta.

Luego de colgar, Brent se derrumbó contra el auto, agotado. Había conducido toda la noche, deteniéndose cada tanto a la vera del camino para descansar los ojos. Pero cada vez que se dormía, se le aparecían imágenes de Laura: la manera en que lucía cuando se reía, se sonreía, y se le encendían las mejillas con pasión… o el día que se había despedido, con lágrimas en los ojos. Pero la imagen que no dejaba de sacudirlo era la de ella de pie frente al altar vestida de blanco, mirando a Greg Smith con ojos de adoración mientras el pastor los declaraba marido y mujer. Se imaginaba corriendo hacia el altar… y llegando demasiado tarde. Siempre demasiado tarde. Sacudiendo la cabeza, se pasó una mano por el rostro para que desapareciera la visión. La aspereza de sus bigotes le recordó que no se había bañado o afeitado desde ayer por la mañana. Incluso llevaba el traje, sin el abrigo, del cual se había despojado después de dejar atrás las montañas de Tennessee.

Miró de arriba abajo la carretera desierta, y luego echó una ojeada a su reloj. Las cuatro y veintiocho. Tenía cuarenta y siete horas y treinta y dos minutos para interrumpir el casamiento de Laura y convencerla en cambio de que se casara con él. Tiempo de sobra. Inclinando la cabeza hacia atrás, le sonrió a los buitres que giraban en círculos perezosos arriba de él.

– ¡Lárguense, amigos! ¡Aún no estoy muerto!

* * *

Capítulo 27

Para el viernes al mediodía, Brent había decidido que el panorama no podía ser peor.

Parado en la entrada del taller de Earl, observó incrédulo al mecánico.

– ¿Qué significa que no puede arreglar mi auto hasta el martes?