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La miraba como si estuviera delante de una extraña criatura que no hubiera visto antes. Phoebe se tocó una mejilla con el dorso de la mano, esperando que las sombras del árbol escondieran su rubor. Indudablemente debía de encontrarla sosa y aburrida.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó él bruscamente-. Hay una cafetería aquí cerca. Pensé que podríamos comer algo.

El corazón le dio un vuelco en el pecho, su vergüenza desapareció y fue como si el sol brillara todavía un poco más. Mazin le tendió la mano, a modo de invitación. Phoebe vaciló solamente un segundo antes de aceptarla.

Tres

La cafetería se levantaba al borde del mar. Phoebe tenía la sensación de que si estiraba un pie, podía tocar el agua azul. Una suave brisa transportaba el aroma de la sal y de las flores de la isla, perfumando el aire. Hacía mucho sol, pero bajo la gran sombrilla la temperatura era fresca.

De repente sintió el abrumador impulso de ponerse a dar saltos de alegría. No podía creer que estuviera en ese momento allí, en aquella isla, comiendo con un hombre tan guapo… Si aquello era un sueño, no quería despertarse.

Mazin estaba siendo tan amable con ella… Todavía sentía un cosquilleo en los dedos de cuando la tomó de la mano mientras la llevaba de vuelta al coche. Era consciente de que él no había dado significado alguno a aquel gesto. No podía haber imaginado, por tanto, hasta qué punto el calor de su contacto le había quemado la piel, acelerándole deliciosamente el pulso.

– ¿Ya has decidido? -le preguntó él.

Phoebe miró la carta que tenía en las manos y sólo entonces se dio cuenta de que no había leído nada. Había estado demasiado ocupada admirando la vista.

– Quizá podrás recomendarme algún plato típico.

– El pescado fresco. El cocinero tiene fama de prepararlo de maravilla. No te decepcionará.

Apareció el camarero para tomarles la orden. Phoebe bebió un sorbo de té helado.

– Este es un lugar precioso -dijo mientras bajaba su vaso-. Me sorprende que no esté lleno de gente a estas horas.

Mazin pareció bacilar.

– A veces se llena, pero la verdad es que es demasiado temprano.

Phoebe miró su reloj. Era casi mediodía, pero no pensaba contradecir a su anfitrión. Además de que era posible que en la isla se comiera tarde.

El patio en el que estaban sentados tendría una docena de mesas, cada una con sombrilla. A lo lejos podía distinguir un bosquecillo de árboles llenos de loros. Pequeñas lagartijas se asoleaban en la pared de piedra del fondo.

– ¿Qué te parece mi isla? -le preguntó Mazin.

– Es preciosa -sonrió, feliz.

Ayanna siempre le había dicho que Lucia-Serrat era un paraíso, pero entonces Phoebe no había podido imaginar lo acertado de sus palabras. La vegetación crecía por doquier.

– ¿Realmente vive más gente en esta isla? -le preguntó, bromeando.

Mazin se sonrió.

– Te aseguro, paloma mía, que no estamos solos. Ha habido mucho debate sobre el futuro de la isla. Si bien necesitamos ciertos recursos para sobrevivir, lo que no queremos es destruir la belleza que florece en nuestro mundo.

– En Florida se habla mucho de eso -dijo Phoebe, inclinándose ligeramente hacia él-. Los promotores quieren construir hoteles y edificios de apartamentos. El desarrollo es bueno para la economía, pero un crecimiento irresponsable puede ser negativo para la isla. Se trata de un delicado equilibrio. A mí me preocupa, por ejemplo, el futuro del bosque tropical. Por un lado defiendo firmemente a cualquier animal o árbol en peligro de extinción, pero por otra parte sé que la gente necesita comer y calentar sus hogares…

– Y yo que había imaginado que eras una rabiosa ecologista…

– Rabiosa no, ecologista sí -sonrió-. Me preocupa el medioambiente y hago lo que puedo por conservarlo. Pero no creo que haya respuestas fáciles.

– Estoy de acuerdo contigo. Aquí, en Lucia-Serrat, intentamos buscar ese equilibrio del que hablas. Vivimos en armonía con la naturaleza. Sí, debemos hacer prospecciones petrolíferas, pero todas las precauciones son pocas a la hora de proteger el mar y sus criaturas. Y eso encarece los costes. Siempre hay gente que protesta, que quiere sacar más petróleo y preocuparse menos de las aves y los peces -Mazin frunció el ceño-. Hay gente a la que le gustaría un cambio de política, pero hasta ahora estoy satisfecho… -se interrumpió a mitad de frase, encogiéndose de hombros- de las decisiones que ha tomado el príncipe.

Phoebe apoyó los codos sobre la mesa.

– ¿Tú conoces al príncipe?

– Conozco a la familia real.

Se quedó pensativa. Le resultaba difícil de imaginar.

– Yo ni siquiera conozco al alcalde de la ciudad donde vivo -dijo, más para sí misma que para él-. ¿No te cae bien?

Mazin arqueó las cejas, sorprendido.

– ¿Por qué me preguntas eso?

– No lo sé. Por la manera en que has dicho que estás satisfecho de sus decisiones. Había algo en tu tono… Me dio la impresión de que no te cae bien.

– Te aseguro que no es ése el caso.

Phoebe bebió otro sorbo de té helado.

– ¿Existe un parlamento o algo que contrarreste el poder del príncipe? Quiero decir… ¿y si se dedica a promulgar leyes injustas? ¿Podría alguien detenerlo?

– El príncipe Nasri es un gobernante sabio y honesto. Para responder a tu pregunta, hay una especie de parlamento, pero el príncipe es el verdadero líder del pueblo.

– ¿Está bien considerado?

– Sí. Se le considera un hombre justo. Dos días al mes, cualquiera puede solicitar audiencia con él y plantearle sus quejas.

– ¿Qué me dices de ti? ¿A qué te dedicas? -le preguntó. Mazin se recostó en su silla.

– Estoy en el gobierno. Coordino la producción de petróleo.

Phoebe no tenía idea de lo que eso podía significar. Pero si estaba en el gobierno y trabajaba para la familia real, entonces debía de ser un hombre muy importante…

– ¿Es correcto que estés conmigo ahora? -le preguntó-. Quiero decir… no me gustaría que te buscases problemas por haberte tomado el día libre.

– No te preocupes por eso -le aseguró con una lenta sonrisa-. Tengo suficientes días de vacaciones.

Después de comer, pasearon por la playa. Mazin no podía recordar la última vez que había salido simplemente a caminar por la costa. Aunque podía ver el mar casi desde cada ventana de su casa, la vista había dejado de atraerle. Ya no llamaba su atención. Pero, con Phoebe, todo era nuevo.

Phoebe reía de alegría cada vez que las olas le mojaban los pies. Se había arremangado el pantalón, descubriendo sus finos tobillos. Mazin contempló su piel dorada, sorprendido de que le excitara tanto. Estaba completamente vestida, a excepción de los pies, y sin embargo la deseaba. «Tiene veintitrés años», se recordó.

– ¿Hay arrecifes de coral? -preguntó Phoebe.

– No a este lado de la isla, sino en la punta norte. La isla está más protegida por esa parte. ¿Buceas?

Phoebe arrugó la nariz.

– No, nunca he buceado. No sé si podría. Sólo de pensar en verme atrapada bajo el agua me pongo nerviosa.

Mientras hablaba, se echó la trenza rubia hacia delante, de modo que quedó reposando sobre su pecho. Luego se soltó la cinta del extremo y empezó a destrenzarse la melena con los dedos.

El sol le iluminaba un lado de la cara, destacando la perfecta estructura de sus rasgos. Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, Mazin habría sospechado inmediatamente que se trataba de una pose deliberada, pero con Phoebe no podía seguro. Aunque seguía pensando que podía tratarse de una actuación, las horas pasadas en su compañía lo habían convencido de la sinceridad de su inocencia. Y si era tan inexperta como sospechaba, entonces corría el peligro de que alguien se aprovechara de ella…

«Alguien como yo mismo», pensó, sombrío. Alguien que podía fácilmente arrancarle la flor de su feminidad, saborear su dulzura, y luego desentenderse de ella.