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Mazin no se consideraba una mala persona. Quizá el destino había enviado a Phoebe a su vida para someter a prueba esa hipótesis. O quizá se estuviera tomando todo aquel asunto con demasiada seriedad. Debería sencillamente disfrutar de su compañía durante ese día, llevarla de vuelta al hotel por la tarde y olvidarse luego de que la había conocido. Sí, tal vez ése fuera el curso de acción más inteligente.

– El mar de aquí es distinto -comentó Phoebe mientras seguían paseando por la playa-. Yo no tengo mucha experiencia, pero sé que el color del agua es diferente en Florida. Por supuesto, el color suele estar relacionado con la profundidad del agua. En la costa del golfo de Florida, hay playas en las que puedes caminar por el agua hasta cansarte. ¿Es más profunda la costa de aquí?

– Tres lados de la isla son profundos. Pero el norte está lleno de bajíos.

Phoebe exhaló un leve suspiro, descontenta consigo misma. ¿Por qué no podía hablar de algo más interesante? Allí estaba, paseando por una preciosa playa al lado de un hombre encantador… y se ponía a parlotear sobre el fondo marino. «Sé un poco brillante», se ordenó. Por desgracia, no tenía mucha experiencia en ese aspecto.

– ¿Te apetece sentarte? -le preguntó él cuando llegaron a un grupo de rocas que asomaban en la arena.

Phoebe asintió y lo siguió a una gran roca plana, calentada por el sol. Dejó los zapatos y el bolso en la arena antes de sentarse a su lado, cuidadosa de no tocarlo. Una ligera brisa jugueteaba con su pelo.

– Háblame de tu tía abuela -le pidió Mazin-. ¿Cómo era su vida aquí, en la isla?

Phoebe se llevó una rodilla al pecho, sujetándose la pierna con las dos manos.

– Su madre poseía un salón de belleza en la ciudad, y Ayanna estudió para peluquera. Con dieciocho años entró a trabajar en el Parrot Bay Inn. Al parecer, en aquel entonces era un lugar de fama internacional.

Mazin se sonrió.

– Sí, he escuchado muchas historias sobre «los viejos y gloriosos tiempos», como solía llamarlos mi padre. Cuando la gente venía de todo el mundo para pasar una semana o dos disfrutando del sol de Lucia-Serrat.

– Ayanna decía lo mismo. Era joven y bonita, y soñaba con tener una romántica aventura.

– ¿La encontró?

Phoebe vaciló.

– Bueno, en parte sí. Tuvo varios pretendientes. Llegó a comprometerse con un par de ellos, pero al final siempre rompía. Uno de sus novios insistió en que conservara el anillo. Era un precioso anillo de rubíes. Solía llevarlo casi siempre -sonrió al recordarlo.

– Pero si rompió todos sus compromisos, entonces no fueron aventuras tan románticas -dijo él.

– Tienes razón. Yo sé que el gran amor de su vida fue el príncipe. Al parecer estuvieron enamorados, aunque él por aquel entonces ya estaba casado. Pero luego la gente se enteró y se montó un gran escándalo. Al final, Ayanna tuvo que marcharse.

Mazin se quedó contemplando el mar, pensativo.

– Recuerdo haber oído algo sobre eso. Soy viejo, pero no tanto como para haberlo vivido.

– Tú no eres tan viejo.

– Me encanta que me digas eso -asintió, solemne.

Phoebe no sabía si se estaba burlando.

– Dudo que Ayanna volviera a saber del príncipe. Ella nunca me lo dijo, pero yo siempre sospeché que, en el fondo de su corazón, tenía la esperanza de que algún día el príncipe volviera con ella. Así que su aventura romántica tuvo un final muy triste.

– Vivió muchos años en tu país, ¿no? ¿Nunca se casó?

Phoebe negó con la cabeza.

– También tuvo pretendientes en Florida, casi hasta que murió. Pero aunque disfrutaba de su compañía, nunca amó a ninguno.

– ¿La amaban ellos?

– Absolutamente. Era una mujer maravillosa. Encantadora, inteligente, divertida y adorable en todos los aspectos.

Mazin se volvió hacia ella y le alzó la barbilla con un dedo.

– Ya me imaginaba que te parecerías mucho a ella.

Phoebe abrió mucho los ojos, sorprendida.

– Oh, no. En absoluto. Ayanna era toda una belleza. Yo no me parezco a ella -se preguntó cómo se le habría ocurrido compararla con su tía.

– Tienes una cara preciosa -murmuró, más para sí mismo que para ella-. Tus ojos tienen el color del mar en un día sin nubes, tu piel es tan suave como la seda…

A Phoebe le ardían las mejillas. Intentó recordarse que no podía estar hablando en serio, pero no por ello dejaba de sentirse avergonzada. Se sentía como si fuera una pueblerina recién llegada del pueblo, con briznas de heno en el cabello.

Se apartó ligeramente para evitar su contacto.

– Ya, bueno, eres muy amable, pero resulta difícil ignorar los hechos. Soy demasiado alta y demasiado delgada. A veces parezco un chico, más que una mujer adulta. Es sencillamente deprimente.

Mazin la miraba con una extraña fijeza. Sus ojos oscuros parecían leerle directamente el alma.

– Yo nunca te confundiría con un chico, te lo aseguro.

Phoebe no podía desviar la mirada. Sentía un extraño cosquilleo en la piel, como si hubiera tomado demasiado sol. Quizá tenía una insolación. O quizá fuera la isla, que la había hechizado con su magia.

– Los hombres no me encuentran atractiva -le espetó bruscamente, porque no se le ocurría otra cosa que decir-. Ni interesante.

– No todos los hombres.

¿Eran imaginaciones suyas, o se había acercado un poco más? ¿Hacía de pronto tanto calor?

– Hay hombres que te encuentran muy atractiva.

Phoebe habría jurado que en realidad no había pronunciado aquella última frase, porque sus labios estaban demasiado cerca de los suyos… Pero no podía preguntárselo, porque se encontraba en estado de shock. Un shock tremendo. Incluso dejó de respirar, porque en aquel instante… él la besó.

Phoebe no supo ni qué pensar ni qué hacer. Hacía un par de minutos había estado tranquilamente sentada en aquella roca, intentando no parlotear como una tonta, cuando de repente aquel hombre mayor, guapo y sofisticado la estaba besando. En los labios. Que, se suponía, era el lugar donde solía besarse la gente, que no ella. Nunca. De hecho…

«¡Deja de pensar!», se ordenó.

Su mente obedeció, quedándose en blanco. Sólo entonces se dio cuenta de que su boca aún seguía sobre la suya, lo cual significaba que se estaban besando. Y que además la dejaba en la incómoda posición de no tener ni la más remota idea de lo que se esperaba de ella.

Fue un beso seductor, tentador, que la impulsaba a apoyarse en él, a abrazarlo. Le gustaba sentir sus labios contra los suyos, así como el contacto de su mano en un hombro. Podía sentir el calor de sus dedos y la caricia de su aliento en la mejilla. Y también el roce de su incipiente barba… Olía a sol, a un aroma profundamente masculino.

Estaba experimentando una especial sensibilidad en todo el cuerpo. Le temblaban ligeramente los labios.

– No quieres que haga esto -le dijo él con tono suave. Phoebe parpadeó varias veces. ¿Que no quería recibir su primer beso? ¿Cómo podía dudarlo?

– No, ha sido estupendo.

– Pero no has respondido.

Una ola de humillación la barrió por dentro. Se agachó para recoger sus zapatos, pero antes de que pudiera hacerlo, Mazin le tomó las manos y la obligó a mirarlo.

– ¿Por qué no me lo cuentas?

– No es nada -«lo es todo», pensó.

– Phoebe…

Pronunció su nombre con un tono de advertencia que la hizo estremecerse. Tragó saliva y le soltó la verdad de golpe, o al menos todo lo que estaba dispuesto a confesarle:

– No tengo mucha experiencia con los hombres. Nunca salí con nadie en el instituto. Luego Ayanna cayó enferma y me pasé cuatro años cuidándola. Eso no me dejó tiempo para tener vida social… aunque tampoco la quería. Durante este último año he estado muy triste. Los besos no se me dan muy bien…