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– ¿Cómo se llega a Trapananda? -pregunto a un camionero.

– No tengo la menor idea. Tal vez lo sepa el capitán -responde sin dejar de afeitarse. No. Este no es un patagón.

– ¿Cómo se llega a Trapananda? -insisto ahora con uno de los que toman mate.

– Con paciencia, paisano. Con mucha paciencia -contesta, y me observa con expresión de complicidad. Sí. Sin duda éste es un patagón.

Trapananda. En 1570, el gobernador de Chile, don García Hurtado de Mendoza, concluyó, muy a pesar suyo, que los rumores que hablaban de grandes yacimientos de oro y plata al sur de La Frontera, en el territorio dominado por el cerro ¿¿Ñielol y desde el cual los mapuches, pehuenches y tehuelches habían empezado una guerra de resistencia que se prolongaría por más de cuatro siglos -fueron los primeros guerrilleros de América-, no eran más que eso: rumores sustentados en supercherías.

A don García Hurtado de Mendoza no le interesaban mayormente los metales nobles. El era un agricultor y, al igual que muchos otros conquistadores castellanos -Pedro de Valdivia entre ellos-, había comprobado con satisfacción que el potencial agrícola de las tierras situadas al norte del río Bío Bío era infinito. Allí crecía de todo. Bastaba con lanzar las semillas y la fértil tierra hacía el resto.

Hasta el vino se daba bien. En 1562, en las tierras entregadas al encomendero Jerónimo de Urmeneta, a veinte leguas al sur de Santiago del Nuevo Extremo, se produjeron las primeras cincuenta barricas de vino chileno. Era un caldo espeso, fuerte, seco y oscuro como la noche. Un buen vino para consagrar, pero mejor para beber. Los descendientes del encomendero continuaron con su producción, y en nuestros días el Urmeneta del Valle del Maipo está considerado como uno de los mejores vinos del planeta.

Se daba de todo en esas tierras, pero desde España reclamaban oro y plata, de tal manera que una vez más don García decidió conceder credibilidad a los rumores acerca de la riqueza dorada o plateada.

Esta vez los rumores de la soldadesca hablaban de un misterioso reino de Tralalanda, Trapalanda o Trapananda, donde las ciudades estaban adoquinadas con lingotes de oro y las puertas de las casas se abrían gracias a grandes bisagras de plata de la más alta ley. Algunos llegaron a aseverar que Trapalanda, Tralalanda o Trapanandá no era otra que la mítica Ciudad Perdida de los Césares, una suerte de El Dorado austral. Y los rumores aseguraban que tal prodigioso reino se extendía al sur de Reloncaví, a unos mil doscientos kilómetros de la joven capital chilena.

Don García Hurtado de Mendoza armó entonces una expedición al mando del adelantado Arias Pardo Maldonado y la despidió con la orden de conquistar para España el reino de Tralalanda, Trapalanda, Trapananda, o como diablos se llamase.

Ningún historiador ha podido comprobar si Arias Pardo Maldonado llegó a pisar las tierras al sur del Reloncaví, las tierras de la Patagonia continental, pero en el Archivo de Indias, en Sevilla, pueden leerse algunas de las actas escritas por el adelantado:

"Los habitantes de Trapananda son altos, monstruosos y peludos. Tienen los pies tan grandes y descomunales que su andar es lento y torpe, siendo por ello fácil presa de los arcabuceros.

"Los de Trapananda tienen las orejas tan grandes que para dormir no precisan de mantas ni otras prendas de cobijo, pues se tapan los cuerpos con ellas.

"Son los de Trapananda gentes de tal hedor y pestilencia que no se soportan entre ellos, y por eso no se acercan, ni aparean, ni tienen descendencia".

Qué importa si Arias Pardo Maldonado estuvo o no en Trapananda, si pisó o no la Patagonia. Con él nace la literatura fantástica escrita en el continente americano, nuestra desproporcionada imaginación, y eso legitima su condición de personaje histórico.

Tal vez estuviera en la Patagonia y, seducido por sus paisajes, inventara aquellas historias de seres monstruosos para alejar a otros posibles expedicionarios. Si ésa fue su intención, entonces podemos asegurar que lo consiguió, porque la Patagonia, en territorio chileno, se mantuvo virgen hasta comienzos de nuestro siglo, que es cuando empezó su colonización.

Hemos navegado unas cinco millas continente adentro cuando El Colono aminora una vez más la velocidad. Junto a otros pasajeros me asomo a la baranda de estribor para ver qué pasa. Con algo de suerte es todavía posible presenciar el desplazamiento de alguna ballena o de una formación de delfines australes. Pero esta vez no se trata de cetáceos, sino de una embarcación que, a medida que se acerca, va ganando nitidez.

Es una lancha chilota. Una pequeña embarcación de unos ocho metros de eslora por tres de manga, que se desplaza impulsada por la brisa que hincha su única vela. La miro acercarse y sé que aquella frágil embarcación es parte de lo que me llamaba desde el sur del mundo.

"El que se atreve, come", dicen los chilotes. Este que veo pasar, sentado en la popa de su lancha, con el timón de paleta firmemente sujeto a sus manos, como si fuera una prolongación de su cuerpo que baja por la amura de popa hasta perderse en el agua, es un chilote que se "atrevió" a educar los robles, los alerces, los álamos, los eucaliptos, las tecas, a los que durante largos años guió en su crecimiento colgándoles piedras de diferentes pesos hasta que los troncos alcanzaran la madurez y las curvaturas requeridas para obtener una arboladura firme y elástica. Lo veo navegar y agradecer con una mano que el capitán haya dado la orden de reducir la velocidad para no desestabilizar su embarcación con las olas que levanta El Colono. Ahora navega por el gran fiordo y sé que también lo hace por Corcovado, por el terrible golfo de Penas, por los canales de Messier, del Indio, por el estrecho de Magallanes, por el mar abierto, sin radar, sin radio, sin instrumentos de navegación,

sin motor auxiliar, sin nada más sin nada menos, que sus conocimientos del mar y de los vientos.

Este vagabundo del mar es mi hermano, y me da la primera bienvenida a la Patagonia.

3

Ladislao Eznaola y sus hermanos menores, Iñaqui y Agustín, levantaron la casa principal de su estancia en la costa norte de un lago que en Chile se llama General Carrera y Buenos Aires en el territorio argentino. Unas mil cabezas de ganado vacuno y otras cinco mil de bovino pastan en las seis mil hectáreas de su propiedad. Viven de la ganadería y de comerciar otros productos llegados por mar desde el norte chileno y que transportan en las vigorosas "chatas", camionetas de gran capacidad de carga, hasta las dos balsas que tienen en el lago.

Los habitantes de Perito Moreno y otros poblados de la Patagonia argentina reciben con alivio las balsas de los Eznaola, sobre todo en los largos meses de invierno, cuando los caminos se tornan intransitables y dejan de recibir suministros de Puerto Deseado o Comodoro Rivadavia, ciudades de la costa atlántica.

Ladislao me saluda con un efusivo abrazo, y le pregunto por su padre, el legendario Viejo Eznaola.

– Sigue en lo suyo. No cambia el viejo. Nunca va a cambiar. Y ya cumplió ochenta y dos años -indica con un tono entre divertido y preocupado. "Lo suyo" es la navegación. El Viejo Eznaola es otro vagabundo del mar, pero diferente de los chilotes. Navega por los canales buscando un barco fantasma, que puede ser el Caleuche, versión austral del Holandés Errante, o el Cacafuego, una nave de corsarios ingleses condenada a vagar eternamente por los canales, sin poder salir jamás al mar abierto, presa de una maldición porque sus tripulantes se amotinaron y asesinaron a dos capitanes. Esta maldición se prolonga durante más de cuatrocientos años, y el Viejo Eznaola considera que los infelices ya han padecido demasiado. Por eso recorre los canales en su cúter adornado con gallardetes de amnistía. Los busca para guiarlos, como un práctico, hasta la gran libertad del mar.