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– Hasta el año cincuenta se llamó de los Cazadores, joder. Así es como lo olvidáis todo.

– Yo nací el cincuenta y dos. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Este tiene razón. Se llamaba bar de los Cazadores y tenía dos ganchos junto a la puerta. En uno se colgaban los macutos y en el otro las escopetas. Vaya si me acuerdo -precisó otro de los parroquianos.

De tal manera que, posiblemente, estaba en el mismo lugar en el que mi abuelo se echaba al coleto unas copas de fino.

Una vez aclarado lo del nombre del bar, los hombres me observaron con indisimulada curiosidad y les conté por qué estaba allí. Les hablé de mi abuelo y de mi largo viaje hasta llegar a Martos. Mientras hablaba, algunos usaron el teléfono para avisar a sus casas que no irían a comer, y otros se valieron de unos chicos que entraron a comprar helados para el mismo propósito. El mesonero, dispuesto a no perderse ni un detalle, colocó botellas de todo cuanto se bebía encima de la barra. Cuando terminé, se miraron entre ellos.

– Vaya historia, chileno. Vaya historia. Hay uno que lleva tu apellido. No vive lejos de aquí. Es un veterano y creo que se llama Angel -informó el de los tomates.

– Sí, señor. Se llama Angel y vive con su mujer. Pero creo que ése no es de Martos. Creo que es de Segovia -apuntó un tercero.

– Hombre. Don Angel vive aquí desde que tengo uso de razón -afirmó el de los tomates. -¿Sabes cuándo nació tu abuelo? -Sí, conozco la fecha.

– Lo que debemos hacer es preguntarle al cura. Ese conoce la vida de Martos mejor que nadie. -Claro. Como se mete en todo.

– Es su oficio. Pastelero a tus pasteles, y el cura a chismorrear con las viejas.

– Pero a esta hora debe de estar comiendo y no atiende ni a Cristo.

– Podemos esperar. Manolo, ¿qué tal si pones unas tapas?

A las cuatro de la tarde habíamos dado cuenta de casi medio jamón y agotado la existencia de tortilla. Otros hombres se unieron al grupo, rápidamente informados por los que ya conocían la historia.

Comandados por el de los tomates nos dispusimos a visitar al cura, pero antes quise pagar el consumo.

– Qué cuenta. Con tu historia lo hemos pasado mejor que con la tele. Esperad, que también voy a ver al cura -declaró el mesonero.

El cura era por lo menos septuagenario, de los de sotana. Con muestras de sobresalto salió a enfrentar al grupo que irrumpía en la paz de su iglesia. -¿Qué se os ha perdido por aquí?

– Tranquilo, señor cura, que venimos con buenas intenciones.

– Pregunto, porque nunca os veo en la misa. El de los tomates, ya aceptado como vocero del grupo, expuso al cura mi historia y los motivos de la visita. Entonces nos invitó a pasar a una habitación de techos altos con los muros cubiertos de libros de antigua empastadura. No le llevó mucho tiempo dar con la fe de bautizo de mi abuelo. -Acércate -me llamó el cura.

Más de un siglo había pasado por aquel folio. Ahí estaba el nombre de mi abuelo y los de mis bisabuelos. Gerardo del Carmen, hijo de Carlos Ismael y de Virginia del Pilar. Ese documento daba testimonio del primer acto público de un hombre al que le sentaban perfectamente los versos de César Vallejo: "Nació muy niñín mirando al cielo, luego creció, se puso rojo, luchó con sus células, sus hambres, sus pedazos, sus no, sus todavía…", y que a lo largo de su vida conocería la cárcel, la persecución y el exilio por sus ideas libertarias.

– Estos tienen razón. Toma por esa calle que se llama de la Virgen hasta el número doce. Allí vive Angel, el hermano menor de tu abuelo, el único de sus cinco hermanos que todavía vive. Tienes que gritarle, porque está sordo como una tapia. Que Dios te bendiga por haberlo encontrado. Es un milagro -dijo el cura acompañándome hasta la puerta.

Al salir de la iglesia había corrido la voz del milagro y algunas ancianitas se persignaban a mi paso. Seguido por una numerosa comitiva subí la calle de la Virgen y me detuve frente al número indicado.

La casa era blanca como todas y tenía un portón de madera verde. No me atrevía a llamar y, ninguno de mis acompañantes tomaba la iniciativa. Todos permanecían silenciosos y, al mirar aquellos rostros curtidos por el sol, me pareció que la situación tenía mucho de tragedia, y no me explicaba la razón.

Años más tarde, cuando supe todo lo que debía saber de Martos, entendí que en esa región, la más empobrecida -que no pobre- de Andalucía, los hombres, tarde o temprano, emprendían el camino de bajada hacia la costa y no regresaban jamás. Y si alguno lo hacía, era siempre un derrotado.

– ¿Pero qué os pasa, chismosos? ¿Es que no tenéis nada que hacer? -preguntó el de los tomates, y la comitiva empezó a retroceder.

– Vamos, volved a vuestros asuntos que aquí el sol os resecará todavía más las cabezotas -indicó otro.

– Luego te pasas por el bar, ¿eh? -se despidió el mesonero.

Me dejaron solo frente al portón. Antes de llamar pasé la mano por la áspera superficie. Estaba muy caliente. El tono verde oscuro con que estaba pintado atraía y conservaba el calor solar. Dejé la mano allí, esperando que esa energía me llenara el cuerpo y me diera el valor necesario para llamar. Pero no necesité hacerlo, pues el portón cedió a la presión de mi mano. Empujé, y entonces vi al anciano.

Dormía apaciblemente recostado en una silla de playa a la sombra de un limonero. El portón daba directamente a un patio embaldosado. Al fondo estaba la casa, invariablemente blanca, y por todas partes se veían macetas con geranios. Junto al anciano había una mesa, y sobre ella un vaso de agua y unos terrones de azúcar. Busqué en las baldosas un testimonio de mi infancia, y allí estaba, en dos o tres moscas aplastadas, secas por el sol.

Mi abuelo practicaba la misma diversión: se echaba un poco de azúcar a la boca, la humedecía con un buche de agua y enseguida escupía la mezcla. Entonces ponía un pie levemente alzado sobre la dulce trampa y esperaba a que llegaran las moscas. Luego, ¡platsch! -¡Ay, Gerardo! ¿Cómo puede ser tan malvado? -lo reprendía la abuela.

– Favor que le hago a la humanidad. Si estos bichos evolucionan se transforman en curas o militares -respondía el abuelo.

Me acuclillé frente al anciano cuidando de no importunar su paz. Dormía con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro. A ratos movía los labios y las cejas. ¿Qué imágenes poblarían sus sueños? Tal vez entre ellas estuviera la de su hermano Gerardo, mozo aún, recogiendo aceitunas, o caminando juntos loma abajo, hacia Jaén, algún domingo de toros, o asomados al vacío en la Peña de Martos, desde donde antaño arrojaban a los condenados.

El rostro surcado por infinitas arrugas y con una rala barba blanca se veía saludable. El cuerpo era delgado, las manos grandes, los dedos gruesos delataban al campesino. Y las piernas eran largas, como las de mi abuelo. Buenas piernas para caminar.

De pronto abrió los ojos. Me vi reflejado en sus pupilas grises, de brillo inteligente. Ordenaba mi imagen entre sus recuerdos. -Tú eres Paquito, el hijo de la lechera. -No, no soy Paquito. -No te oigo, hijo. ¿Qué dices?

– No, don Angel, no soy Paquito -dije subiendo el tono.

– Entonces eres Miguelillo. Ya era hora de que vinieras, chaval.

– Don Angel, ¿se acuerda de su hermano Gerardo?

Entonces la mirada del anciano traspasó mi piel, recorrió cada uno de mis huesos, salió al portón, a la calle, subió y bajó lomas, visitó cada árbol, cada gota de aceite, cada sombra de vino, cada huella borrada, cada ronda cantada, cada toro sacrificado a la hora fatídica, cada puesta de sol, cada tricornio que se plantó insolente frente a la heredad, cada noticia venida de tan lejos, cada carta que dejó de llegar porque así es la vida carajo, cada silencio que se fue prolongando hasta hacer certidumbre el absoluto de la lejanía.

– Gerardo… ¿uno al que le decían el Culebra? Huidizo mi abuelo. Temido y buscado. Cambiaba de piel y de nombres para abrigar el mismo amor insurrecto. -Sí, don Angel. Así le decían.