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– Mi hermano… ¿uno que se fue a América? Sí. Uno que se fue a América. Uno entre tantos que subieron a los barcos llenos de esperanza. Españoles que, cuatro siglos después de la invasión armada de América partieron en busca de la paz, y fueron bienvenidos y encontraron madera para levantar sus casas, noble cera de laboriosas abejas para pulir sus mesas, vinos secos para modelar los nuevos sueños y una tierra que les dijo: uno es de donde mejor se siente.

Mi abuelo. Uno que se fue a América. Uno que cruzó el mar y al otro lado encontró oídos receptivos que esperaban su voz: "El contrato social es una infamia de los enemigos del hombre. La naturaleza nos orienta para que arreglemos nuestras cuitas dialogando de manera fraterna. No se puede reglamentar lo que la vida ya ha reglamentado", decía mi abuelo cuando yo era un niño y lo acompañaba a las veladas del Socorro Obrero. -Sí, don Angel. Uno que se fue a América. -¿Tú eres mi hermano?

Desde muy dentro, mi abuelo me impulsaba a responderle: "Sí, dile que sí y abrázalo. Todos los hombres somos hermanos y en la indefensión de la vejez es cuando afloran las eternas y frágiles verdades".

– No, don Angel, su hermano Gerardo era mi abuelo.

El semblante del anciano se tornó serio. Se acomodó en la silla, puso las nervudas manos sobre las rodillas y me examinó de pies a cabeza, de hombro a hombro. ¿Me pediría tal vez un papel? ¿O que me abriera el pecho y le enseñara el corazón?

– María -llamó.

De la casa salió una anciana vestida de riguroso luto. Llevaba el cabello plateado anudado en un moño y se quedó mirándome con expresión cariñosa. Entonces, luego de carraspear, don Angel dijo el mas hermoso poema con que me ha premiado la vida, y yo supe que por fin se había cerrado el círculo, pues me encontraba en el punto de partida del viaje empezado por mi abuelo. Don Angel dijo:

– Mujer, trae vino, que ha llegado un pariente de América.