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Está casado, por lo tanto no puede convertirse en sacerdote católico, como le hubiera correspondido por tradición, y optó por hacerse metodista, ante el desconcierto inicial de mi madre, quien poco sabía de esa iglesia e imaginó al genio de la familia reducido a cantar himnos al son de una guitarra en alguna plaza pública. Estas conversiones súbitas no son raras en mi tribu materna, tengo muchos parientes místicos. No imagino a mi hermano predicando en un púlpito porque nadie entendería sus doctos sermones, mucho menos en inglés, pero será un notable profesor de teología. Cuando supo que estabas enferma dejó todo, tomó el primer avión y se vino a Madrid a darme apoyo. Debemos tener esperanza de que Paula sanará, me repite hasta el cansancio.

¿Sanarás, hija? Te veo en esa cama, conectada a media docena de tubos y sondas, incapaz siquiera de respirar sin ayuda. Apenas te reconozco, tu cuerpo ha cambiado y tu cerebro está en sombra. ¿Qué pasa por tu mente? Háblame de tu soledad y tu miedo, de las visiones distorsionadas, del dolor de tus huesos que pesan como piedras, de esas siluetas amenazantes que se inclinan sobre tu cama, voces, murmullos, luces, nada debe tener sentido para ti; sé que oyes porque te sobresaltas con el sonido de un instrumento metálico, pero no sé si entiendes. ¿Quieres vivir, Paula? Pasaste la vida tratando de reunirte con Dios. ¿Quieres morir? Tal vez ya comenzaste a morir. ¿Qué sentido tienen tus días ahora? Has regresado al lugar de la inocencia total, has vuelto a las aguas de mi vientre, como el pez que eras antes de nacer. Cuento los días y ya son demasiados. Despierta, hija, por favor despierta…

Me pongo una mano sobre el corazón, cierro los ojos y me concentro. Adentro hay algo oscuro. Al principio es como el aire en la noche, tinieblas transparentes, pero pronto se transforma en plomo impenetrable. Procuro calmarme y aceptar aquella negrura que me ocupa por entero, mientras me asaltan imágenes del pasado. Me veo ante un espejo grande, doy un paso atrás, otro más y en cada paso se borran décadas y me achico hasta que el cristal me devuelve la figura de una niña de unos siete años, yo misma.

Ha llovido durante varios días, vengo saltando charcos, envuelta en un abrigo azul demasiado grande, con un bolsón de cuero a la espalda, un sombrero de fieltro metido hasta las orejas y los zapatos empapados. El portón de madera, hinchado por el agua, está trancado, necesito el peso de todo el cuerpo para moverlo. En el jardín de la casa de mi abuelo hay un álamo gigantesco con las raíces al aire, un macilento centinela vigilando la propiedad que parece abandonada, persianas zafadas de las bisagras, muros descascarados. Afuera apenas comienza a oscurecer, pero adentro ya es noche profunda, todas las luces están apagadas, menos la de la cocina. Hacia allá me dirijo pasando por el garaje, es una pieza grande, con las paredes manchadas de grasa, donde cuelgan de unos garfios cacerolas y cucharones renegridos. Un par de bombillos salpicados de moscas alumbran la escena; una olla hierve y silba la tetera, el cuarto huele a cebolla y un enorme refrigerador ronronea sin cesar. Margara, una mujerona de sólidos rasgos indígenas con una trenza flaca enrollada en la cabeza, escucha la novela de la radio. Mis hermanos están sentados a la mesa con sus tazas de cocoa caliente y sus panes con mantequilla. La mujer no levanta los ojos. Anda a ver a tu madre, está en cama otra vez, rezonga. Me quito el sombrero y el abrigo.

No dejes tus cosas tiradas, no soy tu sirvienta, no tengo por qué recogerlas, me ordena subiendo el volumen de la radio. Salgo de la cocina y enfrento la oscuridad del resto de la casa, tanteo buscando el interruptor y enciendo una pálida luz que ilumina apenas un recibidor amplio al cual dan varias puertas. Un mueble con patas de león sostiene el busto de mármol de una muchacha pensativa; hay un espejo con grueso marco de madera, pero no lo miro porque puede aparecer el Diablo reflejado en el cristal. Subo la escalera a tiritones, se cuelan corrientes de aire por un hueco incomprensible en esa extraña arquitectura, llego al segundo piso aferrada al pasamano, el ascenso me parece interminable, percibo el silencio y las sombras, me acerco a la puerta cerrada del fondo y entro suavemente, sin golpear, en la punta de los pies. La única claridad proviene de una estufa, los techos están cubiertos del polvillo de pesadumbre de la parafina quemada, acumulado por años.

Hay dos camas, una litera, un diván, sillas y mesas, apenas se puede circular entre tantos muebles. Mi madre, con la perra Pelvina López–Pun dormida a los pies, yace bajo una montaña de cobijas, media cara se vislumbra sobre la almohada: cejas bien dibujadas enmarcan sus ojos cerrados, la nariz recta, los pómulos altos, la piel muy pálida.

— ¿Eres tú? — y saca una mano pequeña y fría buscando la mía.

— ¿Te duele mucho, mamá?

— Me va a explotar la cabeza.

— Voy a buscarte un vaso de leche caliente y a decirles a mis hermanos que no metan

ruido.

— No te vayas, quédate conmigo, ponme la mano en la frente, eso me ayuda.

Me siento sobre la cama y hago lo que me pide, temblando de compasión, sin saber cómo librarla de ese dolor maldito, Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Si ella se muere mis hermanos y yo estamos perdidos, nos mandarán donde mi padre, esa idea me aterroriza. Margara me dice a menudo que si no me porto bien tendré que ir a vivir con él. ¿Será cierto? Necesito averiguarlo pero no me atrevo a preguntarle a mi madre, empeoraría su jaqueca, no debo darle más preocupaciones porque el dolor crecerá hasta reventarle la cabeza, tampoco puedo tocar ese tema con el Tata, no hay que pronunciar el nombre de mi padre en su presencia, papá es una palabra prohibida, quien la pronuncia suelta a todos los demonios. Siento hambre, deseo ir a la cocina a tomar mi cocoa, pero no debo dejar a mi madre y tampoco me alcanza el valor para enfrentar a Margara. Tengo los zapatos mojados y los pies helados.

Acaricio la frente de la enferma y me concentro, ahora todo depende de mí, si no me muevo y rezo sin distraerme podré vencer el dolor.

Tengo cuarenta y nueve años, me pongo una mano sobre el corazón y con voz de niña digo: no quiero ser como mi madre, seré como mi abuelo, fuerte, independiente, sana y poderosa, no aceptaré que nadie me mande ni deberé nada a nadie; quiero ser como mi abuelo y proteger a mi madre.

Creo que el Tata lamentó a menudo que yo no fuera hombre, porque en ese caso me habría enseñado a jugar pelota vasca, usar sus herramientas y cazar, me habría convertido en su compañero en esos viajes que hacía cada año a la Patagonia durante la esquila de las ovejas. En aquellos tiempos se iba al sur en tren o en automóvil por unos caminos torcidos y terrosos que solían convertirse en charcos de lodo, donde las ruedas quedaban pegadas y se necesitaban dos bueyes para rescatar la máquina. Se cruzaban lagos en lanchones tirados con cordeles y la cordillera en mula; eran expediciones de esfuerzo. Mi abuelo dormía bajo las estrellas forrado en una pesada manta de Castilla, se bañaba en aguas furiosas de ríos alimentados por la nieve derretida de las cumbres y comía garbanzos y sardinas en lata, hasta llegar al lado argentino, donde lo esperaba una cuadrilla de hombres toscos con una camioneta y un cordero asándose a fuego lento. Se instalaban alrededor de la hoguera en silencio, no eran personas comunicativas, vivían en una naturaleza inmensa y desamparada, allí el viento arrastra las palabras sin dejar huella. Con sus cuchillos de gauchos partían grandes trozos de carne y los devoraban con la vista fija en las brasas, sin mirarse. A veces uno tocaba canciones tristes en una guitarra mientras circulaba de mano en mano el mate cebado, esa aromática infusión de yerba verde y amarga que por esos lados se bebe como té. Guardo imágenes imborrables del único viaje al sur que hice con mi abuelo, a pesar de que el mareo en el automóvil casi me mata, la mula me lanzó al suelo un par de veces y después, cuando vi la forma en que trasquilaban las ovejas, me quedé sin habla y no volví a pronunciar palabra hasta que regresamos a la civilización. Los esquiladores, que ganaban por animal rapado, eran capaces de afeitar una oveja en menos de un minuto, pero a pesar de su pericia solían rebanar pedazos de piel y me tocó ver a más de un infeliz cordero abierto en canal, al cual le metían las tripas de cualquier modo dentro de la barriga, lo cosían con una aguja de colchonero y lo soltaban con el resto del rebaño para que en caso de sobrevivir siguiera