Выбрать главу

Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con ei crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos….

Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino.

Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. .¡Viva Chile!

¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Los bombarderos volaron como pájaros fatídicos sobre el palacio de La Moneda lanzando su carga con tal precisión, que los explosivos entraron por las ventanas y en menos de diez minutos ardía toda un ala del edificio, mientras desde la calle los tanques disparaban gas lacrimógeno. Simultáneamente otros aviones y tanques atacaban la residencia presidencial en el barrio alto. El fuego y el humo envolvieron el primer piso del palacio y comenzaron a invadir los salones del segundo, donde Salvador Allende y unos cuantos de sus seguidores aún se mantenían atrincherados. Había cuerpos tirados por todas partes, algunos heridos desangrándose rápidamente. Los sobrevivientes, ahogados por el humo y los gases, no lograban hacerse oír por encima del ruido de la balacera, los aviones y las bombas. La tropa de asalto del Ejército entró por los boquetes del incendio, ocupó la planta baja en llamas y ordenó con altavoces a los ocupantes que bajaran por una escalera exterior de piedra que daba a la calle. Allende comprendió que toda resistencia acabaría en una masacre y ordenó a su gente que se rindiera, porque serían más útiles al pueblo vivos que muertos. Se despidió de cada uno con un firme apretón de manos, mirándolos a los ojos. Salieron en fila india con los brazos en alto. Los soldados los recibieron a culatazos y patadas, los lanzaron rodando y abajo terminaron de aturdirlos a golpes antes de arrastrarlos a la calle, donde quedaron tendidos de boca en el pavimento, mientras la voz de un oficial enloquecido amenazaba con pasarles por encima con los tanques. El Presidente permaneció con el fusil en la mano junto a la bandera chilena rota y ensangrentada del Salón Rojo en ruinas.

Los soldados irrumpieron con las armas listas. La versión oficial es que se puso el cañón del arma en la barbilla, disparó y el tiro le destrozó la cabeza.

Ese martes inolvidable salí de mi casa rumbo a la oficina como cada mañana, Michael partió también y supongo que poco más tarde los niños se fueron caminando al colegio con sus bolsones a la espalda, sin saber que las clases estaban suspendidas. A las pocas cuadras me llamó la atención que las calles estaban casi desiertas, se veían algunas dueñas de casa desconcertadas frente a las panaderías cerradas y unos cuantos trabajadores a pie con el paquete de su almuerzo bajo el brazo porque no pasaban buses, sólo circulaban vehículos militares, entre los cuales mi coche pintado con flores y angelotes parecía una burla. Nadie me detuvo. No disponía de radio para oír noticias, pero aunque la hubiera tenido, toda información ya estaba censurada. Pensé pasar a saludar al Tata, tal vez él sabía qué diablos estaba ocurriendo, pero no quise molestarlo tan temprano. Seguí hacia la oficina con la sensación de haberme perdido entre las páginas de unos de esos libros de ciencia ficción que tanto me gustaban en la adolescencia, la ciudad parecía congelada en un cataclismo de otro mundo. Encontré la puerta de la editorial cerrada con cadena y candado; a través de un vidrio el conserje me hizo señas

de que me fuera, era un hombre detestable que espiaba al personal para dar cuenta de la menor falta. Así es que esto es un Golpe Militar, pensé, y di media vuelta para ir a tomar una taza de café con la Abuela Hilda y comentar los acontecimientos. En eso escuché los helicópteros y poco después los primeros aviones que pasaban rugiendo a baja altura.

La Abuela Hilda estaba en la puerta de su casa mirando la calle con aire desolado y apenas vio acercarse el auto pintarrajeado que tan bien conocía, corrió a mi encuentro con las malas noticias.

Temía por su marido, un abnegado profesor de francés, que había salido muy temprano a su trabajo y ella no había vuelto a saber de él. Tomamos café con tostadas tratando de comunicarnos con él por teléfono, pero nadie contestaba. Hablé con la Granny que nada sospechaba y con los niños que jugaban tranquilos, la situación no me pareció alarmante y se me ocurrió que podía pasar la mañana cosiendo con la Abuela Hilda, pero ella estaba inquieta. El colegio donde enseñaba su marido quedaba en pleno centro, a pocas cuadras del palacio de La Moneda, y por la única radio que aún daba noticias ella se había enterado que ese sector estaba tomado por los golpistas. Hay disparos, están matando gente, dicen que no hay que salir a la calle por las balas perdidas, me llamó una amiga que vive en el centro y dice que se ven muertos, heridos y camiones repletos de detenidos, parece que hay toque de queda ¿sabes lo que es eso? balbuceaba la Abuela Hilda. No, no lo sabía.

Aunque su angustia me pareció exagerada, mal que mal yo había circulado sin que nadie me molestara, me ofrecí para ir a buscar a su esposo. Cuarenta minutos más tarde estacioné frente al colegio, entré por la puerta entreabierta y tampoco allí vi a nadie, patios y aulas estaban silenciosos. Salió un viejo portero arrastrando los pies y me indicó con un gesto dónde estaba mi amigo. ¡No puede ser, se alzaron los milicos! repetía incrédulo. En una sala de clases encontré al profesor sentado frente al pizarrón, con una ruma de papeles sobre la mesa, una radio encendida y la cara entre las manos, sollozando. Escucha, dijo. Así es como oí las últimas palabras del Presidente Allende. Después subimos al piso más alto del edificio, desde donde se vislumbraban los techos de La Moneda, y esperamos sin saber qué, porque ya no había noticias, todas las emisoras transmitían himnos marciales. Cuando vimos pasar los aviones volando muy bajo, oímos el estruendo de las bombas y se elevó una gruesa columna de humo hacia el cielo, nos pareció que estábamos atrapados en un mal sueño. No podíamos creer que se atrevieran a atacar La Moneda, corazón de la democracia chilena.

¿Qué será del compañero Allende? preguntó mi amigo con la voz quebrada. No se rendirá jamás, dije. Entonces comprendimos por fin el alcance de la tragedia y el peligro que corríamos, nos despedimos del portero, quien se negó a abandonar su puesto, nos subimos a mi automóvil y partimos en dirección al barrio alto por calles laterales, evitando a los soldados. No me explico cómo llegamos sin inconvenientes hasta su casa ni cómo hice todo el trayecto hasta la mía, donde me esperaba Michael muy inquieto y los niños felices por esas vacaciones inesperadas.

A media tarde supe por una llamada confidencial que Salvador Allende había muerto.

Las líneas estaban sobrecargadas y las comunicaciones internacionales prácticamente interrumpidas, pero logré llamar a mis padres a Buenos Aires para darles la terrible noticia. Ya lo sabían, la censura que teníamos en Chile no corría para el resto del mundo.

El tío Ramón puso la bandera a media asta en señal de duelo y de inmediato presentó a la Junta Militar su renuncia indeclinable. Con mi madre hicieron un inventario riguroso de cuantos bienes públicos contenía la residencia y dos días después entregaron la Embajada. Así terminaron para ellos treinta y nueve años de carrera diplomática; no estaban dispuestos a colaborar con la Junta, prefirieron la incertidumbre y el anonimato. El tío Ramón tenía cincuenta y siete años y mi madre cinco menos, ambos sentían el corazón roto, su país había sucumbido a la insensatez de la violencia, su familia estaba dispersa, sus hijos lejos, los amigos muertos o en exilio, se encontraban sin trabajo y con pocos recursos en una ciudad extranjera, donde ya se presentía también el horror de la dictadura y el comienzo de lo que después se llamó la Guerra Sucia. Se despidieron del personal, que les demostró cariño y respeto hasta el último momento, y cogidos de la mano salieron con la cabeza en alto. En los jardines había una multitud gritando las consignas de la Unidad Popular, miles de jóvenes y viejos, de hombres, mujeres y niños llorando la muerte de Salvador Allende y sus sueños de justicia y libertad. Chile se había convertido en un símbolo.