— Desde hace tiempo te noto distante. Supongo que ya no me quieres y debemos pensar en una separación–balbuceó él.
— No hay mucho que pensar, Michael. Una vez dicho, lo mejor es hacerlo hoy mismo.
Así fue. Reunimos a los hijos, les explicamos que habíamos dejado de amarnos como pareja, aunque la amistad permanecía intacta, y les pedimos ayuda en los detalles prácticos de deshacer el hogar común. Nicolás se puso rojo, como siempre le ocurre cuando intenta controlar una emoción muy fuerte, y Paula se echó a llorar de compasión por su padre, a quien siempre protegía. Después supe que no fue una sorpresa para ellos, desde hacía mucho lo esperaban.
Michael parecía paralizado, pero a mí me bajó una fiebre de actividad, empecé a sacar tazas y platos de la cocina, ropa de los armarios, libros de las estanterías y después salí a comprar ollas, cafetera, cortinas para la ducha, lámparas, alimentos y hasta plantas para instalarlo en otra parte; con la energía sobrante me puse a pegar parches de trapo en el taller de costura para hacer un cubrecama, que hasta hoy tengo en mi poder como recordatorio de esas horas frenéticas que decidieron la segunda parte de mi vida. Los hijos dividieron nuestros bienes, redactaron un acuerdo sencillo en una hoja de papel y los cuatro firmamos sin ceremonias ni testigos, luego Paula consiguió un apartamento para su padre y Nicolás un camión para trasladar la mitad de nuestras pertenencias. En pocas horas deshicimos veintinueve años de amor y veinticinco de casados, sin portazos, recriminaciones ni abogados, sólo con algunas lágrimas inevitables, porque a pesar de todo nos teníamos cariño y creo que todavía en cierta forma lo tenemos. Por la noche cayó la tormenta que durante el día se había ido gestando, una de esas escandalosas lluvias tropicales con truenos y relámpagos que suelen convertir a Caracas en zona de cataclismo, se tapan los alcantarillados, se inundan las calles, el tráfico se convierte en gigantescas serpientes de automóviles detenidos y el barro arrasa los barrios de los pobres en los cerros. Cuando finalmente se alejó el camión del divorcio, seguido por el coche de mis hijos que iban a instalar a su padre en su nuevo hogar, y quedé sola en la casa, abrí puertas y ventanas para que entraran el viento y el agua y barrieran y lavaran el pasado, y me puse a bailar y a girar como un derviche enloquecido llorando de tristeza por todo lo perdido y riendo de alivio por todo lo ganado, mientras afuera cantaban grillos y sapos y adentro corría el torrente de lluvia por el suelo y el vendaval arrastraba hojas muertas y plumas de pájaros en un torbellino de despedidas y de libertad.
Tenía cuarenta y cuatro años, supuse que en adelante mi destino era envejecer sola y esperaba hacerlo con dignidad. Llamé al tío Ramón para pedirle que tramitara la nulidad
matrimonial en Chile, procedimiento sencillo si la pareja está de acuerdo, si se paga un abogado y se cuenta con un par de amigos dispuestos a cometer perjurio. Escapando de explicaciones y para engañar mi sentido de culpa, acepté una serie de conferencias que me llevaron de Islandia a Puerto Rico, pasando por una docena de ciudades norteamericanas. En esa variedad de climas necesitaba toda mi ropa, pero decidí llevar sólo lo indispensable, la coquetería andaba lejos de mi ánimo, me sentía instalada sin apelación en una madurez desapasionada, así es que fue una grata sorpresa comprobar que no faltan galanes cuando una mujer está disponible. Escribí un documento con tres copias retractándome del otro que firmé en Bolivia, en el cual acusaba al tío Ramón de que por su culpa no conocería hombres, y se lo mandé a Chile por correo certificado. A veces es justo dar el brazo a torcer… En esos dos meses disfruté el abrazo de oso polar de un poeta en Reykjavik, la compañía de un joven mulato en las tórridas noches de San Juan y otros encuentros memorables. Me tienta inventar rituales salvajes de erotismo para adornar mis recuerdos, como supongo que otros hacen, pero en estas páginas trato de ser honesta. En algunos instantes creí tocar el alma del amante y alcancé a soñar con la posibilidad de una relación más profunda, pero al día siguiente tomaba otro avión y la exaltación se diluía en las nubes. Cansada de besos fugaces, la última semana decidí concentrarme en mi trabajo, total hay mucha gente que vive en castidad. No imaginaba que al final de ese atolondrado viaje me esperaba Willie y mi vida cambiaría de rumbo, me fallaron drásticamente las premoniciones.
En una ciudad del norte de California, donde fui a parar con mi penúltima conferencia, me tocó vivir uno de esos romances cursilones que constituyen el material de las novelas rosa que traducía en mi juventud. Willie había leído De amor y de sombra, los personajes le penaban y creía haber descubierto en ese libro la clase de amor que deseaba, pero hasta entonces no se le había presentado. Sospecho que no sabía dónde buscarlo, en esa época colocaba avisos personales en los periódicos para encontrar pareja, como me contó candorosamente en nuestra primera cita.
Todavía dan vuelta por los cajones algunas cartas de respuesta, entre ellas el alucinante retrato de una dama desnuda envuelta por una boa constrictor, sin más comentario que un número de teléfono al pie de la foto. A pesar de la culebra–o tal vez debido a ella–a Willie no le importó manejar dos horas para conocerme. Una de las profesoras de la universidad que me invitaba me lo presentó como el último heterosexual soltero de San Francisco. Al final cené con un grupo en torno a una mesa redonda en un restaurante italiano; él estaba frente a mí, con un vaso de vino blanco en la mano, callado. Admito que también sentí curiosidad por ese abogado norteamericano con aspecto aristocrático y corbata de seda que hablaba español como un bandolero mexicano y lucía un tatuaje en la mano izquierda. Era una noche de luna llena y la voz aterciopelada de Frank Sinatra cantaba Strangers in the Night mientras nos servían ravioles; ésta es la clase de detalle vedado en la literatura, nadie se atrevería a juntar la luna llena con Frank Sinatra en un libro. El problema con la ficción es que debe ser creíble, en cambio la realidad rara vez lo es. No me explico qué atrajo a Willie, que tiene un pasado de mujeres altas y rubias, a mí me atrajo su historia. Y también, por qué no decirlo, su mezcla de refinamiento y rudeza, su fuerza de carácter y una íntima suavidad que intuí gracias a mi manía de observar a la gente para utilizarla más tarde en la escritura. Al principio no habló mucho, se limitó a mirarme a través de la mesa con una expresión indescifrable. Después de la ensalada le pedí que me contara su vida, truco que me ahorra el esfuerzo de una conversación, el interlocutor se explaya mientras mi mente vaga por otros mundos. En este caso, sin embargo, no tuve que fingir interés, apenas comenzó a hablar me di cuenta que había
tropezado con una de esas raras gemas tan apreciadas por los narradores: la vida de ese hombre era una novela. Las muestras que me dio durante ese par de horas despertaron mi codicia, esa noche en el hotel no pude dormir, necesitaba saber más. Me acompañó la suerte y al día siguiente Willie me ubicó en San Francisco, última etapa de mi gira, para invitarme a ver la bahía desde de una montaña y comer en su casa. Imaginé una cita romántica en un apartamento moderno con vista del puente Golden Gate, un cactus en la puerta, champaña y salmón ahumado, pero no hubo nada de eso, su casa y su vida parecían restos de un naufragio. Me recogió en uno de esos automóviles deportivos donde escasamente caben dos personas y se viaja con las rodillas pegadas a las orejas y el trasero rozando el asfalto, sucio de pelos de animal, tarros aplastados de gaseosas, papas fritas fosilizadas y armas de juguete. El paseo a la cima de la montaña y el majestuoso espectáculo de la bahía me impresionaron, pero pensé que dentro de poco nada recordaría, he visto demasiados paisajes y no tenía intención de regresar al oeste de los Estados Unidos. Descendimos por un camino de curvas y grandes árboles oyendo un concierto en la radio y tuve la sensación de haber vivido ese momento antes, de haber estado en ese lugar muchas veces, de pertenecer allí. Después supe por qué: el norte de California se parece a Chile, las mismas costas abruptas, los cerros, la vegetación, los pájaros, la disposición de las nubes en el cielo.