Llegó Juan que venía por dos semanas a participar en un Seminario Teológico. Anduvo muy ocupado analizando los motivos de Dios, pero se dio maña para pasar muchas horas conmigo y con Paula. Desde que abandonó sus condiciones marxistas para dedicarse a los estudios divinos, algo que no logro precisar ha cambiado en su aspecto, la cabeza ligeramente inclinada, los gestos más lentos, la mirada más compasiva, el vocabulario más cuidado, ya no termina cada frase con una palabrota, como antes. En estos días pienso espantarle ese aire de solemnidad, sería el colmo que la religión matara su sentido del humor. Mi hermano se describe en su papel de pastor como gerente del sufrimiento, se le van las horas consolando y tratando de ayudar a los sin esperanza, administrando los escasos recursos disponibles para agonizantes, drogados, prostitutas, niños abandonados y otros infelices de la inmensa Corte de los Milagros que es la humanidad, no le alcanza el corazón para tantas penas. Como vive en la región más conservadora de los Estados Unidos, California le parece tierra de lunáticos. Le tocó presenciar un desfile de homosexuales, un exuberante carnaval dionisíaco, y en Berkeley asistió a marchas frenéticas en pro y en contra del aborto, peloteras políticas en el campus de la universidad y una convención de predicadores callejeros vociferando sus doctrinas entre mendigos y viejos hippies, últimos despojos de los años sesenta, todavía con collares de abalorios y flores pintadas en las mejillas. Horrorizado, Juan comprobó que en el seminario ofrecen cursos de Teología del Huia–Hup y Cómo ganarse la vida burlándose de La Biblia. Cada vez que viene este hermano tan querido lamentamos la suerte de Paula, ocultos en el último rincón de la casa para que nadie nos vea, pero también nos reímos como en la juventud, cuando estábamos descubriendo el mundo y nos creíamos invencibles. Con él puedo hablar hasta lo más secreto. Recibo sus consejos mientras revuelvo ollas en la cocina para ofrecerle nuevos guisos vegetarianos, labor inútil, porque él apenas picotea unas migajas, se alimenta de ideas y de libros.
Pasa largos ratos a solas con Paula, creo que reza a su lado. Ya no apuesta a que sanará, dice que su espíritu es una presencia muy fuerte en la casa, que nos abre caminos espirituales y va barriendo las pequeñeces de nuestras vidas, dejando sólo lo esencial. En su silla de ruedas, con los ojos vacíos, inmóvil y pálida, ella es un ángel que nos entreabre las puertas divinas para que nos asomemos a su inmensidad.
— Paula se está despidiendo del mundo. Está extenuada, Juan.
— ¿Qué piensas hacer?
— La ayudaría a morir, si supiera cómo hacerlo.
— ¡Ni se te ocurra! Cargarías con un fardo de culpa para el resto de tus días.
— Más culpable me siento por dejarla en este martirio… ¿Qué pasa si me muero antes que
ella? Imagínate que yo falte ¿quién se haría cargo de ella?
— Ese momento no ha llegado, no sacas nada con adelantarte. La vida y la muerte tienen su tranco. Dios no nos manda sufrimientos sin la fortaleza para soportarlos.
— Me estás sermoneando como un cura, Juan…
— Paula no te pertenece. No debes prolongar su vida artificialmente, pero tampoco puedes acortarla.
— ¿Cuál es el límite del artificio? ¿Has visto el hospital que tengo instalado abajo? Controlo cada función de su cuerpo, mido con gotario hasta el agua que ingiere, hay una docena de frascos y jeringas sobre su mesa. Si no la alimento por ese tubo que tiene en el estómago, se muere de hambre en una semana porque ni siquiera puede tragar.
— ¿Te sientes capaz de suprimirle la comida?
— No, jamás. Pero si supiera cómo acelerar su muerte sin dolor, creo que lo haría. Si no lo hago yo, tarde o temprano le tocará a Nicolás y no es justo que él se eche encima esa responsabilidad.
Tengo un puñado de pastillas para dormir que estoy guardando desde hace meses, pero no sé si eso es suficiente.
— Ay, ay, hermana… ¿cómo se puede sufrir tanto?
— No lo sé. ¡Si pudiera entregarle mi vida y morir en su lugar!
Estoy perdida, no sé quién soy, trato de recordar quién era yo antes, pero sólo encuentro disfraces, máscaras, proyecciones, imágenes confusas de una mujer que no reconozco. ¿Soy la feminista que creía ser, o soy esa joven frívola que aparecía en televisión con plumas de avestruz en el trasero? ¿La madre obsesiva, la esposa infiel, la aventurera temeraria o la mujer cobarde? ¿Soy la que asilaba perseguidos políticos o la que escapó porque no pudo soportar el miedo? Demasiadas contradicciones…
— Eres todo eso y también el samurai que ahora pelea contra la muerte.
— Peleaba, Juan. Ya estoy vencida.
Tiempos muy duros, han pasado semanas de tanta zozobra que no quiero ver a nadie, apenas puedo hablar, comer o dormir, escribo durante horas interminables. Sigo perdiendo peso. Hasta ahora estaba tan ocupada luchando contra la enfermedad que logré engañarme e imaginar que podía ganar esta batalla de titanes, pero ahora sé que Paula se va, mis afanes son absurdos, está agotada, así me lo repite en sueños por la noche y cuando despierto al amanecer, cuando voy a caminar al bosque y la brisa me trae sus palabras. En apariencia todo sigue más o menos igual, salvo estos mensajes urgentes, su voz cada vez más débil pidiendo ayuda. No soy la única que la escucha, también las mujeres que la cuidan empiezan a despedirse de ella. La masajista decidió que no valía la pena continuar con las sesiones porque de todos modos la niña no responde, como dijo; el fisioterapeuta llamó por teléfono, tartamudeando, enredado en disculpas hasta que
acabó por confesar que esta enfermedad sin cura afecta su energía. Vino la dentista, una muchacha de la edad de Paula, con el mismo pelo largo y cejas gruesas, tan parecidas en verdad que pasarían por hermanas. Cada quince días le limpia los dientes con gran delicadeza para no hacerla sufrir, luego parte de prisa sin darme la cara, tratando de ocultar su expresión conmovida. Se niega a cobrar, hasta ahora no ha habido forma de que me pase la cuenta. Trabajamos juntas, porque Paula se pone rígida cuando intentan tocarle la cara, sólo yo puedo abrirle la boca y cepillarla. Esta vez la note preocupada, por mucho que me esmero en el aseo diario hay problemas con las encías. El doctor Shima pasa por aquí a menudo de vuelta de su trabajo y me trae recados de sus palitos del I Ching. Nos quedamos junto a la cama conversando del alma y de la aceptación de la muerte. Cuando ella se nos vaya sentiré un gran vacío, me he acostumbrado a Paula, es muy importante en mi vida, dice. También la doctora Forrester parece inquieta, después del último examen guardó silencio por largo rato mientras meditaba su diagnóstico y al fin dijo que desde el punto de vista clínico poco ha cambiado, sin embargo Paula parece cada vez más ausente, duerme demasiado, tiene la mirada vidriosa, ya no se sobresalta con los ruidos, sus funciones cerebrales han disminuido. A pesar de todo ha embellecido, las manos y tobillos más finos, el cuello más largo, las mejillas pálidas donde resaltan dramáticas sus largas pestañas negras, su rostro tiene una expresión angélica, como si por fin hubiera expiado las dudas y encontrado la fuente divina que tanto buscó. ¡Qué distinta es a mí! No reconozco nada mío en ella. Tampoco hay algo de mi madre o de mi abuela, excepto los grandes ojos oscuros un poco melancólicos. ¿Quién es esta hija mía? ¿qué azar de cromosomas navegando de una generación a otra en los espacios más recónditos de la sangre y la esperanza determinaron a esta mujer?
Nicolás y Celia nos acompañan, pasamos juntos buena parte del día en la habitación de Paula, ahora cerrada. En el verano bañábamos a los niños en la terraza en una piscina de plástico donde flotaban zancudos muertos y pedazos de galleta ensopados, mientras la enferma descansaba bajo una sombrilla, pero ahora que pasó el otoño y comienza el invierno, la casa se ha recogido y nos instalamos en su pieza. Celia es una aliada incondicional, generosa y firme, me sirve de secretaria desde hace meses; no tengo ánimo para hacer mi trabajo y sin ella perecería aplastada bajo una montaña de papeles. Lleva siempre a los niños en brazos o colgados de sus caderas, con la blusa desabotonada, lista para amamantar a Andrea. Esta nieta mía siempre está contenta, juega sola y duerme tirada por el suelo chupando la punta de un pañal, tan callada que se nos olvida dónde la hemos puesto y en un descuido podríamos pisarla. Apenas me acostumbre a la tristeza iniciaré mis oficios de abuela, inventaré cuentos para los niños, cocinaré galletas, fabricaré títeres y vistosos disfraces para llenar el baúl del teatro. Me hace falta la Granny, si estuviera viva tendría como ochenta años y sería una anciana estrafalaria con cuatro pelos en el cráneo y medio chiflada, pero con su talento para criar bisnietos intacto.