Выбрать главу

Michael conocía mis actividades y nunca se opuso, aunque se tratara de ocultar a alguien en la casa. Serenamente me advertía los riesgos, algo extrañado porque a mí me caían tantos casos en las manos, mientras que él rara vez se enteraba de algo. No lo sé, supongo que mi condición de periodista tuvo que ver con eso, andaba en la calle hablando con la gente, en cambio él circulaba entre empresarios, la casta que más se benefició durante la dictadura. Me presenté una vez al restaurante donde él almorzaba a diario con los socios de la compañía constructora, a explicarles que gastaban en una sola comida lo suficiente para alimentar veinte niños del comedor de los curas durante un mes, y les pedí que un día a la semana comieran un sandwich en la oficina y me dieran el dinero ahorrado. Un asombro glacial acogió mis palabras hasta el mozo se detuvo petrificado con la bandeja en la mano, y todos los ojos se volvieron hacia Michael, supongo que se preguntaban qué clase de hombre era ése, incapaz de controlar la insolencia de su mujer. El director de la empresa se quitó los lentes, los limpió lentamente con su pañuelo y luego me escribió un cheque por diez veces la cantidad que le había pedido. Michael no volvió a almorzar con ellos y con ese gesto dejó clara su posición. Para él, criado en la rigidez de los sentimientos más nobles, resultaba difícil creer las historias de espanto que yo le contaba o imaginar que podíamos perecer todos, incluso los niños, si cualquiera de esos infelices que pasaban por nuestras vidas era detenido y confesaba en la tortura haber estado bajo nuestro techo. Nos llegaban rumores espeluznantes, pero mediante un misterioso mecanismo de la mente, que a veces se niega a ver lo obvio los descartábamos como exageraciones, hasta que ya no fue posible seguir negándolos. Por las noches solíamos despertar sudando por que un carro se detenía en la calle durante el

toque de queda, o porque sonaba el teléfono y nadie replicaba, pero a la mañana siguiente salía el sol, venían los niños y el perro a nuestra cama, preparábamos café y la vida empezaba de nuevo como si todo fuera normal. Pasaron meses antes que las evidencias fueran irrefutables y el miedo terminara por paralizarnos. ¿Cómo pudo cambiar todo tan súbita y totalmente? ¿Cómo se distorsionó la realidad de esa manera? Todos fuimos cómplices, la sociedad entera enloqueció. El Diablo en el espejo… A veces, cuando estaba sola en algún lugar secreto del Cerro San Cristóbal con algo de tiempo para pensar, volvía a ver el agua negra de los espejos de mi niñez donde Satanás aparecía de noche, y al inclinarme sobre el cristal comprobaba aterrada que el Mal tenía mi propio rostro.

No estaba limpia, nadie lo estaba, dentro de cada uno de nosotros había un monstruo agazapado, todos teníamos un lado oscuro malvado. Dadas las condiciones ¿podría yo también torturar y matar? Digamos, por ejemplo, que alguien le hiciera daño a mis hijos… ¿de cuánta crueldad sería capaz en ese caso? Los demonios habían escapado de los espejos y andaban sueltos por el mundo.

A finales del año siguiente, cuando el país estaba completamente sometido, se puso en práctica un sistema de capitalismo puro que principalmente favorecía a los empresarios, porque los trabajadores habían perdido sus derechos, y que sólo pudo implantarse mediante el empleo de la fuerza. No se trataba de la ley de oferta y demanda, como decían los jóvenes ideólogos de derecha, puesto que la fuerza laboral estaba reprimida y a merced de los patrones. Se terminaron las previsiones sociales que el pueblo había conseguido décadas antes, se abolió el derecho a reunión y a huelga, los dirigentes obreros desaparecían o eran asesinados. Las empresas, lanzadas en una carrera de competencia despiadada, exigían de sus trabajadores el máximo rendimiento por el mínimo de sueldo. Había tanta gente cesante haciendo cola frente a las puertas de las industrias para solicitar empleo, que se conseguía mano de obra a niveles de esclavitud. Nadie se atrevía a protestar porque en el mejor de los casos perdía el puesto, pero también podía ser acusado de comunista o de subversivo y terminar en una celda de tortura de la policía política. Se creó un aparente milagro económico a un gran costo social, no se había visto en Chile tanta exhibición desvergonzada de riqueza, ni tanta gente sobreviviendo en extrema pobreza.

Michael, como gerente administrativo, tuvo que despedir a cientos de obreros, los llamaba a su oficina por lista para anunciarles que a partir del día siguiente no se presentaran al trabajo y explicarles que, de acuerdo a los nuevos reglamentos, habían perdido el derecho de cobrar desahucio. Sabía que cada uno de esos hombres tenía familia y le sería imposible conseguir otro empleo, ese despido equivalía a una sentencia irrevocable de miseria.

Volvía a casa desmoralizado y triste, en pocos meses se encogió de hombros y se le llenó la cabeza de canas. Un día reunió a los socios de la empresa para decirles que las cosas estaban llegando a límites obscenos, que sus capataces ganaban el equivalente a tres litros de leche al día. Le contestaron con una risotada que no importaba porque «de todos modos esa gente no toma leche». Para entonces yo había perdido mi puesto en las dos revistas y grababa mi programa vigilada por un guardia con ametralladora en el estudio. No sólo la censura me impedía trabajar, pronto caí en cuenta que a la dictadura le convenía que alguien de la familia Allende hiciera humor por televisión, qué mejor prueba de normalidad en el país. Renuncié. Me sentía observada, el miedo me hacía pasar las

noches en blanco, se me cubrió la piel de ronchas que rascaba hasta sangrar. Muchos de mis amigos partieron al extranjero, algunos desaparecieron y nadie volvió a mencionarlos, como si nunca hubieran existido. Una tarde me visitó un dibujante, a quien no había visto en meses, y a solas conmigo se quitó la camisa para mostrarme las cicatrices aún frescas. Le habían tallado a cuchillo en la espalda la A de Allende. Desde Argentina mi madre me imploraba que tuviera cuidado y no hiciera bulla para no provocar una desgracia. No podía olvidar las profecías de María Teresa Juárez, la vidente, y pensaba que tal como había ocurrido el baño de sangre anunciado por ella, también podía cumplirse esa condena de inmovilidad o parálisis que me había pronosticado. ¿No se trataría de años en prisión? Empecé a contemplar la posibilidad de irme de Chile, pero no me atreví a manifestarla en alta voz, porque me parecía que al ponerla en palabras podía echar a andar los engranajes de una máquina implacable de muerte y destrucción.

Iba a menudo a vagar por los senderos del Cerro San Cristóbal, los mismos que muchos años antes recorría en los picnics familiares, me escondía entre los árboles para gritar con un dolor de lanzazo en el pecho; otras veces ponía una merienda y una botella de vino en un canasto y partía cerro arriba con Francisco, quien trataba inútilmente de ayudarme con sus conocimientos de psicólogo. Sólo con él podía hablar de mis actividades clandestinas, mis temores y los deseos inconfesables de escapar. Estás loca, replicaba, cualquier cosa es mejor que el exilio ¿cómo vas a dejar tu casa, tus amigos, tu patria?

Mis hijos y la Granny fueron los primeros en darse cuenta de mi estado de ánimo. Paula, quien entonces era una niña sabia de once años, y Nicolás, que tenía tres menos, comprendieron que a su alrededor cundía el miedo y la pobreza como un reguero incontenible. Se tornaron silenciosos y prudentes. Se enteraron que el marido de una maestra del colegio, un escultor que antes del Golpe Militar hizo un busto de Salvador Allende, fue detenido por tres hombres sin identificación que entraron a su taller a rompe y raja y se lo llevaron. Se desconocía su paradero y su mujer no se atrevía a mencionar aquella desgracia para no perder su empleo, era la época en que todavía se pensaba que si una persona desaparecía seguro era culpable. No sé cómo lo supieron mis hijos y esa noche hablaron conmigo. Habían ido a visitar a la maestra, que vivía a pocas cuadras de nuestra casa, y la encontraron arropada en chales y a oscuras, porque no podía pagar las cuentas de electricidad ni comprar parafina para las estufas, apenas le alcanzaba el sueldo para alimentar a sus tres hijos y había tenido que retirarlos de la escuela. Queremos darles nuestras bicicletas porque no tienen plata para el bus, me notificó Paula. Así lo hicieron y desde ese día sus tráficos misteriosos aumentaron, ya no sólo escondía botellas de su abuela y llevaba regalos a los ancianos de la residencia geriátrica, también acarreaba en su bolsón tarros de conserva y paquetes de arroz para la maestra. Meses más tarde, cuando el escultor regresó a su casa después de sobrevivir tortura y prisión, fabricó en hierro y bronce un Cristo en la Cruz y se lo regaló a los niños.