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—Sí, de acuerdo.

—Ésa es la única explicación plausible de la desaparición del arma. Pero ahora ya no puede haber medio de hacerme creer en una muerte voluntaria. El culpable sabe que no puede inducirnos a error. Sabe, en resumen, que nosotros lo sabemos.

Bien pensado, la lógica de semejantes deducciones parecía irrebatible.

—¿Y qué cree usted que haya hecho del revólver? —pregunté.

Hércules se encogió de hombros y repuso:

—Es difícil decirlo. Pero el mar está allí muy cerca. Un movimiento resuelto del brazo basta para que el arma vaya al fondo, sin que nadie pueda volver a encontrarla. Claro está que no tengo una certeza absoluta, pero es lo que yo hubiera hecho en su lugar.

—¿Y cree usted que advirtiera que equivocó el blanco?

—No, no —me contestó tristemente Poirot—. Y ésa ha debido de ser para él una sorpresa muy desagradable... Conservar el dominio de sí mismo, después de haberse enterado de la verdad... No descubrirse... Todo eso no ha debido de ser cosa fácil.

En aquel momento recordé la singular actitud de la criada y referí a Poirot todo cuanto me había chocado en su modo de proceder. Poirot escuchó con sumo interés mi relato y me preguntó al punto:

—¿Pareció asombrarse mucho de que la muerta no fuese miss Buckleys en vez de la prima?

—Sí, mucho.

—Es extraño... Porque, evidentemente, no se asombró del hecho trágico en sí. Y es un punto que hay que tener presente. ¿Quién es esa Helen tan cariñosa, de aspecto tan... británicamente respetable? ¿Podría darse el caso de que hubiera sido ella...?

La frase quedó interrumpida.

Yo creí deber objetar.

—No olvidemos los casos fortuitos. Cierto es que hacía falta la fuerza de un hombre para mover la piedra que rodó por la pendiente.

—¿Cierto dice usted? No, querido. Bastaba sacarla de su equilibrio. Y... sí... Precisamente... podía bastar eso.

Sin dejar sus inquietas idas y venidas, prosiguió Poirot después de un breve silencio:

—Se puede sospechar de cualquiera de los que estaban presentes esta noche en La Escollera. Pero aquellos huéspedes... No, no puede haber sido ninguno de ellos. Según me ha parecido, eran a lo sumo simples conocidos de la dueña de la casa; no había intimidad entre ellos y miss Buckleys.

—También estaba Vyse...

—Sí; no me olvido de Vyse. Lógicamente debiera ser el más indicado.

Al llegar a este punto, hizo Poirot un mohín de desaliento. Luego tomó asiento junto a la mesa, frente a mí.

—Sí; hay que volver siempre al punto esencial, al móvil del crimen... Para comprender el delito debemos averiguar ante todo la causa, y ésta sigue siendo para mí un misterio. ¿Quién puede tener interés en suprimir a miss Buckleys? Me he entregado a las hipótesis más extravagantes. He querido yo, Hércules Poirot, proponerme hasta las más viejas, las más soñadas, las más dignas de las novelas policíacas. El abuelo..., ese hombre que hizo vida de jugador empedernido..., ¿volvió a perder en el juego todo lo que había ganado? ¿No habría escondido acaso en algún sitio una fortuna? ¿No podría darse el caso de que hubiera enterrado un tesoro en el terreno de La Escollera? Aunque me avergüenzo de decirlo, fue con esa idea en la cabeza con lo que pregunté a miss Buckleys si nunca le habían propuesto comprarle su casa.

—¡Hombre! —exclamé—. La idea es ingeniosa y podría darnos una pista.

Poirot respondió:

—Sabía que la atribuiría usted a ingenio. Es digna de su romántica... y mediocre fantasía: el tesoro escondido... Es natural que aceptase usted inmediatamente esa idea.

—No comprendo por qué debe ser descartada, sin más ni más, una hipótesis de ese género.

—Pues porque la explicación verdadera es casi siempre la más prosaica de todas. ¿Y el padre de miss Buckleys? También he hecho sobre él hipótesis indignas de un hombre de mi talla... El padre de Esa se hallaba siempre de viaje. Me he dicho que si, eventualmente, hubiese robado él alguna piedra de valor inmenso, un ojo de algún dios indio, por ejemplo, tal vez algunos sacerdotes no sospechosos podrían haberse ensañado en seguir sus huellas y las de su heredera... ¿Comprende usted en qué abismos de romanticismo me he metido, por no descuidar ningún indicio posible? También se me han ocurrido respecto de ese padre ideas menos grotescas y más probables... Por ejemplo, que podría haberse vuelto a casar en el extranjero sin que lo supieran los suyos. Supongamos que exista un heredero más cercano que míster Charles Vyse... Pero la hipótesis es estéril desde el momento en que no existe una verdadera herencia... No he querido omitir ningún pretexto. He indagado hasta acerca de una proposición de Lazarus, que nos indicó de paso miss Buckleys. ¿No se acuerda usted? Míster Lazarus parece ser que le ofreció comprarle el retrato del abuelo. Telegrafié el sábado a un perito para que viniese a examinar el cuadro y precisamente se refería a su visita la carta que he escrito esta mañana a Esa... ¿Y si aquel retrato valiese, por ejemplo, algunos millares de libras esterlinas?

—¡Ca! ¡Cómo quiere usted que un ricacho como Lazarus...?

—¿Es realmente muy rico? ¿Qué sabemos de él nosotros? No siempre corresponden las apariencias a la exactitud de las cosas. A veces se da el caso de que una empresa que tiene fama de muy sólida y que posee magníficas salas llenas de objetos muy raros esté reducida a apoyarse en débiles bases. En semejantes casos, los propietarios de la casa no van a contar a todo el mundo los apuros que pasan. Al contrario, siguen una política muy distinta. Se compran un automóvil nuevo, de gran lujo; multiplican los gastos, ostentan cada vez más boato... En una palabra, buscan todos los medios de mantener intacto el crédito... Y muchas veces se ha ido a pique una enorme hacienda por no tener a mano unos pocos miles de libras. Lo sé por mí mismo —añadió Hércules, para impedirme que protestara—. Sé por mí mismo que la hipótesis es un tanto inverosímil; pero no lo es tanto como la de los brahmanes en acecho o la otra de los tesoros enterrados en un jardín. Tiene cierta conexión con los hechos acaecidos. Y no debemos despreciar nada de cuanto pueda conducirnos al descubrimiento de la verdad.

Calló y empezó a alinear con movimientos precisos los objetos que tenía ante sí sobre la mesa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono grave y ya sereno:

—El móvil. Mantengámonos firmes en las direcciones trazadas desde el punto de partida. Examinémoslas todas detenida y metódicamente. Preguntémonos, ante todo, cuántos son los posibles móviles de un asesinato; cuáles los motivos que pueden inducir a un ser humano a suprimir a otro. Excluyamos, por ahora, la manía homicida. Estoy plenamente convencido de que no se halla por ese camino la solución del problema. Desechemos también el hecho ocasional, cometido por un desconsiderado impulsivo. Este es un asesinato premeditado. ¿Qué motivos pueden impulsar a un delito de esta clase? Ante todo: una ventaja material. ¿Quién llegaría a beneficiarse directa o indirectamente con la desaparición de miss Buckleys? Supongamos que sea Vyse. La muerte de su prima la haría entrar en posesión de La Escollera, pero, económicamente, la propiedad no es apetecible; Tal vez tenga éste pensado deshacer la hipoteca, construir algunas casitas en el terreno que rodea la casa... Es posible... También podría apetecer el sitio por cualquier razón sentimental, por alguna relación eventual con recuerdos de familia. Los afectos de ese género están, sin duda alguna, arraigados profundamente en ciertos seres humanos y hasta pueden... lo sé con seguridad..., llegar a ser funestos y fuentes de actos delictivos. Pero no consigo descubrir ningún indicio de esto en el caso de Charles Vyse. La otra persona que podría lucrarse algo con la muerte de Esa sería mistress Rice, la amiga del alma... Pero ganaría muy poco de veras, y fuera de esas dos personas, no veo ninguna otra a quien esa muerte pudiera aportar algún beneficio material. ¿Qué otro puede ser el móvil? ¿El odio? ¿Un amor agriado por los celos? ¿El clásico crimen pasional? Sobre esto tenemos los juicios de la observadora mistress Croft: Charles Vyse y el comandante Challenger están ambos enamorados de miss Esa.