Выбрать главу

—Estoy de acuerdo con usted, señorita. Ha hecho bien en callar en público. Pero hablando claramente con una persona amiga...

—Sólo he hablado a una persona amiga, porque... me parecía tener que hacerlo. Pero no sé si esa persona lo ha comprendido...

Poirot aprobó y luego dejó decaer la conversación. Después, preguntó variando de tema:

—¿Está usted en buenas relaciones con su primo el abogado?

—¿Con Charles? ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en él?

—Para saber...

—Charles es un muchacho bonísimo. Muy recto, se entiende. Creo que me desaprueba mucho.

—Me han dicho que le tenía a usted gran cariño.

—Se puede desaprobar a una persona sin dejar de tener por ella cierta debilidad... A Charles le parece incorrecto mi modo de vivir. Censura mis reuniones, mis bebidas, mis amigos, lo atrevido de mis conversaciones, y, a pesar de todo, sufre mi fascinación... Creo que aún no ha perdido la esperanza de corregirme.

Se detuvo y luego añadió medio sonriente:

—¿A quién ha sabido usted arrancar tan preciosos datos acerca de las ideas de Charles?

—No me descubra, señorita. He hablado dos veces con la inquilina australiana, con mistress Croft.

—Es una buena mujer, pero hace falta tener mucho tiempo que perder para escucharla... Es tan terriblemente sentimental... El amor, la casa..., los hijos... Toda la vieja retahíla.

—Yo también soy del tiempo antiguo, y sentimental también, señorita.

—¿Usted?... Yo hubiera creído que de ustedes dos el sentimental era el capitán Hastings.

Noté que me sonrojaba de indignación.

—Es furibundo —dijo Poirot, que se entretenía mirándome de reojo—. Pero tiene usted razón, señorita, ha acertado.

—No lo ha acertado en modo alguno —repliqué yo ofendido.

—Hastings tiene una naturaleza muy buena, lo cual me pone a veces en serios aprietos.

—¡No diga tonterías, Poirot!

—Ante todo le repugna ver el mal, y cuando se ve obligado a ello, es tal su virtuosa indignación que no sabe disimularla. Una rara y bella naturaleza. No, querido; no le permito que me contradiga. Es tal como acabo de decir.

—Ustedes dos han sido muy buenos conmigo —replicó gentilmente Esa.

—¡Oh! Eso no es nada, señorita. Aún tenemos que hacer mucho más... Pero, ante todo, usted debe permanecer aquí y dejarse guiar por los que la quieren bien. Ha de seguir mis órdenes, hacer cuanto yo le aconseje; en el estado actual de las indagaciones no hay que poner obstáculos a mi trabajo.

Esa exhaló un suspiro:

—Haré cuanto usted me ordene. Ya nada me importa.

—Por ahora no debe usted recibir aquí a ninguno de sus amigos.

—Ni me importa ni me preocupa en absoluto no verlos.

—A usted, la parte pasiva; a nosotros, la activa. Ahora, señorita, la dejo. No quiero molestarla más.

Se fue hacia la puerta, y ya con el picaporte en la mano, volvióse para preguntar:

—Usted hizo una vez testamento. Quisiera verlo. ¿Quiere decirme dónde está?

—No lo sé..., en cualquier sitio.

—¿En La Escollera?

—Sí.

—¿En una caja de caudales o encerrado en el escritorio?

—No lo recuerdo exactamente. Por allí supongo que estará...

Frunció el ceño y añadió:

—Soy terriblemente desordenada... Los papeles y las cosas parecidas suelen estar en un cajoncito del escritorio o en la biblioteca. También pongo allí las facturas en general... Probablemente el testamento estará entre las facturas o tal vez en mi dormitorio.

—¿Nos permite usted registrarlo todo?

—Sí, si quieren... Revuelvan y registren todo lo que deseen.

—Gracias, señorita. Aprovecharé su permiso.

Capítulo XII

Helen

Poirot no abrió la boca mientras salíamos del sanatorio. Pero en cuanto dimos unos pasos por la calle, me detuvo, y apretándome el brazo para llamarme más la atención me dijo:

—¿Ha visto usted?... ¡Razón tenía yo! Desde un principio noté que faltaba uno de los datos del endemoniado rompecabezas. Sin ese dato esencial el conjunto era incomprensible.

Esa mezcla de complacencia y de lamentación era para mí doblemente oscura. No me parecía que hubiese sucedido nada muy extraordinario.

—Estaba ahí desde el principio y yo no lo veía. ¿Cómo había de verlo? Tener la intuición de que había una incógnita, sí; pero adivinar su naturaleza...

—¿Ve usted alguna relación entre lo que hoy nos ha dicho Esa y el delito de anoche?

—¿Y usted no la ve?

—Confieso que no.

—¿Será posible?... Tenemos ahora en la mano lo que buscábamos, el recóndito móvil del crimen.

—Seré muy tonto; pero, la verdad, no acierto a verlo. Así, según usted, ¿se trata de un drama de celos?

—¿Celos? ¡No, no y no! Se trata del móvil ordinario, del único, el inevitable: el dinero, querido, el dinero.

Le miré consternado. Él prosiguió, más tranquilo:

—Escúcheme: sir Mateo muere la semana pasada. Y sir Mateo era riquísimo. Uno de los ingleses más ricos de hoy día.

—Sí, pero...

—Espere, cada cosa a su tiempo... sir Mateo tiene un sobrino de quien está orgulloso y al cual, según razonables probabilidades, habrá dejado su enorme fortuna...

—Pero...

—Querrá usted decirme que habrá hecho diversos... legados... Habrá distribuido tesoros para el sostenimiento de sus extravagantes iniciativas, desde luego; pero la mayor parte de la fortuna ha ido a parar a Michael Seton. El martes pasado los periódicos anunciaban el probable fin del aviador, y los atentados contra miss Esa empezaron el martes... Ahora supóngase que Michael Seton, antes de emprender tan peligroso viaje, hubiera hecho testamento a favor de su prometida...

—Es una hipótesis.

—Sí, una simple suposición, la cual, por lo demás, ha de corresponder a los hechos. Porque, si no fuera así, no tendrían ningún significado los incidentes acaecidos. No se trata de una pequeña herencia, sino de una fortuna enorme.

Recordé atentamente las cosas oídas. Parecíame que Poirot saltaba de una premisa hipotética a una conclusión con excesiva desenvoltura. Y, no obstante, en el fondo de mi alma me sentía movido a darle la razón. Tal vez contribuyeran a convencerme las mil pruebas que tenía yo de la extraordinaria perspicacia de Hércules. Sin embargo, esta vez seguían siendo inexplicables para mí muchos puntos y objeté:

—Desde el momento que el noviazgo era secreto...

—¡Tonterías!... Seguramente lo sabría alguien. En semejantes casos nunca falta alguien que esté muy bien enterado. Y el que no sabe procura adivinar. Mistress Rice sospechaba algo, nos lo ha dicho miss Esa. Y puede haber pasado de la sospecha a la certidumbre.

—¿Cómo?

—Ante todo debe haber cartas escritas por Seton a miss Esa. Eran prometidos desde hace algunos meses y mistress Rice no puede ignorar que Esa es una desordenada, que deja las cosas en cualquier sitio sin el menor cuidado. Probablemente no habrá cerrado nada con llave en toda su vida. Sí, Frica debía de contar con una certeza.

—¿Y cree usted que la Rice sabía algo del testamento de Esa?

—Indudablemente. Y aquí empieza a hacerse la luz. La lista de anoche, en la que he incluido los invitados con las letras desde la A hasta la J, puede reducirse ahora a dos nombres solamente... Pueden eliminarse las personas de la servidumbre... Puede ser también eliminado el comandante..., aunque haya empleado hora y media en venir de Plymouth a Saint Loo, es decir, en recorrer unos cuarenta kilómetros... Se puede eliminar al narigudo Lazarus, a pesar de su oferta de cincuenta libras esterlinas por un cuadro que apenas vale veinte... (Y eso es muy extraño... ¡Es muy extraño que un judío sufra un error de ese calibre!) Se pueden eliminar también los australianos, tan cordiales y tan cariñosos. Sólo quedan dos en la lista.