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La mujer le miró a la cara, y después de titubear todavía un ratito, decidióse a concederle su confianza:

—Verá usted, ésta no es una buena casa.

La afirmación me sorprendió desagradablemente. En cambio, a Poirot le pareció sencillísima.

—¿Quiere usted decir que la casa es vieja?

—Sí, señor..., y no es buena...

—¿Hace mucho que está usted aquí?

—Seis años. Pero también venía de pequeña... En tiempo del viejo míster Nicolás ayudaba yo en la cocina... Entonces era lo mismo.

Poirot la miraba atentamente.

—A veces —dijo sin quitarle de encima los ojos— en las casas viejas hay una atmósfera maligna.

—Eso es precisamente, señor —repuso con viveza la mujer—; maligna... Pensamientos... Hechos feos... Es como la corrupción de lo viejo, que, por más que se haga, nunca se consigue destruir en las casas. Algo que está en el aire. Siempre he tenido el presentimiento de que tarde o temprano ocurriría en esta casa una desgracia.

—Y ha acertado usted.

—Sí, señor.

En el tono de la respuesta se podía advertir la satisfacción de haber visto cumplirse sus siniestras previsiones.

—Pero nunca hubiese creído que pudiera ocurrir una desgracia a la bondadosa miss Maggie.

—¡Oh! No, señor, eso no. Nadie la quería mal; de eso estoy segurísima.

Me parecía que aquellas palabras pudieran dar motivo a una explicación más amplia y más clara. Pero, con gran asombro mío, Poirot pasó inmediatamente a otro asunto.

—¿No oyó usted el ruido de los disparos?

—No podría decirlo... Hacían tanto estruendo los fuegos... Ensordecían.

—¿No estaba usted en el jardín viéndolos?

—No; no había acabado de fregar.

—¿No la ayudaba el camarero interino?

—No, señor. Él estaba en el jardín viendo los fuegos.

—Y usted no.

—Yo, no.

—¿Por qué?

—Porque quería dejarlo todo en orden.

—¿No le gustan los fuegos artificiales?

—Sí, señor; me divierten mucho. Pero los hacen dos veces... Y William y yo tendremos mañana la noche libre. Por consiguiente, iremos a verlos al pueblo.

—Comprendido... ¿Oyó usted a miss Maggie pedir el abrigo y decir que no lo encontraba?

—Oí a miss Esa correr por arriba y oí a miss Maggie decirle desde abajo que no encontraba no sé qué... Y poco después añadió: «Me pondré el mantón: ¿te parece?...»

—Permítame —insistió Poirot—. ¿No se le ocurrió a usted ayudarla a buscar el abrigo, es decir, ir por él al automóvil donde se había quedado?

—Yo tenía mi trabajo, señor.

—Es verdad. Y probablemente ninguna de las dos señoritas pensaría en pedir su ayuda porque la creían a usted fuera mirando los fuegos.

—Eso es.

—Porque los años anteriores siempre iba usted a verlos.

La mujer se sonrojó instantáneamente.

—No sé lo que quiere usted decir, señor... Siempre paseamos por el jardín a nuestro antojo. Si anoche no quise ir a ver los fuegos y en cambio preferí terminar mi trabajo para poder acostarme pronto, es cosa que no le importa a nadie más que a mí, me parece.

—Indudablemente. No ha sido mi intención ofenderla... ¿Por qué no ha de hacer usted lo que más le guste? De cuando en cuando conviene variar...

Se detuvo un momento y luego añadió:

—Por cierto que usted podría darme un dato muy útil... Esta casa es vieja. ¿Tiene, que usted sepa, algún cuarto secreto?

—Sí. En este mismo piso, detrás de una tabla corrediza, en una pared, hay un escondrijo... Me lo enseñaron una vez cuando era pequeña. Pero no puedo acordarme del sitio en que está... Tal vez se halle en la biblioteca. No podría asegurarlo...

—¿Se podría esconder en ese sitio una persona?

—¡Oh, no! Es un armario chiquito, un nicho. Tendrá unos treinta centímetros de alto por otros tantos de ancho...

—Yo me figuraba otra cosa.

De nuevo se ruborizó Helen y repuso:

—Si cree usted que yo estaba escondida en cualquier sitio, se equivoca. Oí a miss Esa bajar a todo correr la escalera y la oí también gritar. Y vine al vestíbulo para ver... si había ocurrido una desgracia. Ésa es la verdad, señor, la pura verdad.

Capítulo XIII

Cartas

Al dejar a Helen, Poirot, con el rostro nublado otra vez, se volvió hacia mí, diciéndome:

—Yo me pregunto si ha oído los disparos. Creo que sí. Y precisamente después de oírlos debió de salir de la cocina... Oyó a miss Esa correr por la escalera y luego salir por una de las puertas-vidrieras. Ella misma salió a su vez al vestíbulo para ver qué había pasado. Todo eso es muy natural. Pero no comprendo por qué estaba en casa a la hora de los fuegos. Y ese porqué, quiero llegar a saberlo.

—¿Cómo se le ha ocurrido a usted pensar en un escondrijo?

—Pues porque no renuncio a la hipótesis de algún bandido de fuera, desconocido aún; el anónimo J. de mi lista.

—¿El J.?

—Sí; la última letra de la lista extendida anoche. Si por cualquier motivo llegó aquí anoche J., puede haberse ocultado..., supongo es un hombre, en algún escondite practicado detrás de una de las paredes de algún aposento. Pasa una joven a la que él toma por Esa. La sigue por la galería, dispara. No; esa hipótesis no vale. Además sabemos que no hay en La Escollera ningún cuarto secreto. Puede ser mera coincidencia el hecho de que esa criada se quede en la cocina. Vamos por el testamento de miss Buckleys.

No había papeles en el salón. Pasamos de éste a la biblioteca, su ambiente era más bien oscuro, pues su única ventana daba al jardín. Vimos allí una gran mesa de viejo estilo, repleta de papeles mezclados en desorden: cuentas no pagadas revueltas con recibos, cartas apremiando pagos atrasados y de correspondencia particular.

—Todo este párrafo hay que examinarlo y ordenarlo metódicamente — me dijo Poirot.

Siguió puntualmente su programa, y cuando Hércules ya llevaba bastante tiempo trabajando, pudo dirigir una mirada de satisfacción a los diversos montoncitos en que había dividido y ordenado todo lo que contenía la mesa.

—Bien. Ahora tenemos cuando menos la seguridad de saber todo lo que estaba encerrado aquí dentro, sin equivocación posible.

—Desde luego; pero, a pesar de lo mucho que hemos revisado, no hemos sacado nada en limpio.

—Tal vez esto sea algo.

Y me presentó unas líneas escritas con letra muy grande, desordenada, casi ilegible.

«Querida amiga: Después de una noche espléndida, hoy estoy hecha un guiñapo. Has hecho bien en no querer probar la droga. No lo hagas nunca, querida, que luego es muy difícil dejarla. Escribo al solterón para que me mande más. ¡Qué infierno es la vida!

»Tuya,

Frica.»

—La carta es de febrero —dijo pensativamente Poirot—. Al momento comprendí que era cocainómana.

—¿De veras? Yo no lo había notado.

—Pues la cosa está muy clara. Basta mirarle los ojos. Además, sus extraordinarias variaciones de humor, a veces excitadísima, otras muerta..., inerte...

—Dicen que los estupefacientes actúan en el sentido moral...

—Lo trastornan fatalmente... Pero mistress Rice no me hace el electo de una verdadera morfinómana. Debe de estar en sus comienzos, no en el fin.

—¿Y Esa?

—No presenta ningún síntoma. Puede haber presenciado una reunión de morfinómanos por divertirse y por curiosidad, ya que es una chicuela impulsiva; pero no la creo en modo alguno propensa al uso de los narcóticos.

—Más vale así.

Entonces me acordé de que Esa me había dicho que no siempre estaba mistress Rice con todo su conocimiento. Se lo referí a Poirot, que, golpeando con los nudillos la carta, me contestó: