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—Seguramente querría aludir a esto... Ya no tenemos nada que examinar aquí. Vamos a registrar el cuarto de miss Buckleys.

También en esa habitación había un escritorio, pero casi vacío. Allí vimos el recibo de matrícula del automóvil, y una cédula vencida hacía un mes. Nada importante... Ni la menor sombra de testamento.

Poirot dejó ver un mohín de impaciencia.

—Las muchachas de hoy día no están educadas como se debe. Se descuida de enseñarles el orden, el método. Miss Esa es una joven muy atractiva, pero tiene menos seso que un pájaro... Sí, es una pilluela.

Estaba examinando el contenido de un cajoncito.

Aquel movimiento me sublevó:

—¡Poirot! ¡Son prendas íntimas!...

Hércules me miró asombrado y me dijo:

—¿Y qué importa?

—Me parece..., no se puede..., en realidad...

Prorrumpió en una carcajada.

—Querido Hastings, me parece que ha nacido usted en el año uno. Y se lo repetiría miss Esa si estuviese aquí presente. Y tal vez añadiera que debe usted de tener muy malos pensamientos... ¿Acaso son hoy algún misterio las prendas íntimas de las señoras? ¡Si se quitan hasta la camisa en la playa, a pocos metros de los transeúntes!...

—No veo la necesidad de llevar nuestras investigaciones hasta la indiscreción.

—Mire, evidentemente, miss Esa no cierra con llave sus tesoros. Si tuviera alguno que esconder, ¿dónde cree usted que lo guardaría? Pues precisamente entre los pantalones y las enaguas... ¡Ah! ¿Qué es esto que encontramos? —tenía en la mano un paquete de cartas atado con una cintita de color rosa—. Las cartas amorosas de Michael Seton, si no me engaño.

Con perfecta calma deshizo el paquete y empezó a abrir los pliegos. Yo exclamé, escandalizado:

—¡Eso no, Hércules! ¡Eso sí que no! ¡No se puede! ¡Si en vez de usted fuese otro, me precipitaría para detenerlo, gritándole en su jerga nativa: «Ça n'est pas de jeu!»

Con tono áspero y severo, Poirot respondió:

—Aquí no estamos en ninguna partida de juego. Se trata de encontrar a un asesino...

—Sin embargo, una correspondencia íntima...

—Puede no darnos ninguna indicación... Pero puede también; suministrarnos alguna muy esencial. Yo no quiero descuidar nada amigo mío; venga aquí y lea conmigo. Más ven cuatro ojos que dos. Consuélese pensando que la fiel Helen sabrá probablemente de memoria todas estas cartas.

Me repugnaba obedecer, pero al mismo tiempo comprendía que en la situación en que se hallaba Poirot no podía echárselas de escrupuloso. También me tranquilicé al recordar las últimas palabras pronunciadas por Esa: «Miren y revuelvan cuanto quieran, a su gusto.»

Las cartas tenían fechas muy diferentes y comenzaban en el invierno del año último.

Fin de año.

«Tesoro mío: Hoy es fin de año. Y estoy tomando buenas resoluciones. Que tú me ames, me parece cosa demasiado bella para ser verdad. Por ti, por tu mérito, la existencia se ha transformado para mí en un paraíso. Creo que... los dos nos hemos entendido desde nuestro primer encuentro. Feliz año, amor mío.

«Tuyo para siempre,

Michael.»

8 de febrero.

«Mi dulce amor: ¡Cómo me gustaría verte más a menudo! ¡Necias contrariedades! Aborrezco los subterfugios, mas ya te he explicado cómo están las cosas. Sé que no te gustan las ficciones. También yo las detesto. Pero, realmente, arriesgaré todo lo esencial. El tío Mateo es terriblemente contrario al matrimonio de los jóvenes. Dice que una mujer arruina la carrera del hombre, como si tú pudieras perjudicar mi carrera, tú, ángel querido.

»No te entristezcas, tesoro, que todo se arreglará.

Michael.»

2 de marzo.

«No debería escribirte dos días seguidos, lo sé. Pero no puedo por menos. Ayer, en un vuelo, pasé sobre Scarborough: ¡el más bello país del mundo! No sabes, amor mío, lo mucho que te quiero.

«Tuyo,

Michael.»

18 de abril.

«Amor mío: Ya está todo arreglado, dispuesto todo. Si salgo bien..., y saldré, seguramente..., podré hacer frente al tío Mateo. Esperemos que no siga obstinándose; pero, si acaso... En fin, nos dejará en paz. Eres deliciosamente amable al interesarte en mis descripciones del Albatros. ¡Cuándo llegará el día feliz en que pueda llevarte a volar conmigo!... No estés intranquila, por favor. El peligro es mucho menor de lo que te imaginas. Además, no puede ocurrirme desgracia alguna, pues tu cariño es mi mascota. Todo acabará bien, amor mío. Ten confianza en tu

Michael»

20 de abril.

«Ángel mío: Toda palabra tuya es verdadera y nunca me desharé de la última. No te merezco, eres mucho mejor que yo. ¡Y qué distinta de todas las demás mujeres! Te adora tu

Michael»

Una última carta sin fecha.

«Amada mía: Parto mañana. Me siento seguro de mí, seguro del éxito. El Albatros está admirablemente construido. No me traicionará. No pierdas el ánimo, querida. No te atormentes. Expongo la vida, es verdad; pero todo en este mundo es peligroso.

»A propósito. Se me ha ocurrido escribir mi testamento..., graciosa prisa, pero en ello no he puesto malicia..., lo he escrito en medio pliego de papel de cartas y se lo he enviado al viejo Whitfield. No tenía tiempo de buscar un notario aquí. Oí decir una vez que uno había hecho un testamento compuesto de tres palabras solamente: «Todo para mamá»..., y el documento fue considerado válido. El mío es muy parecido. Por fortuna me he acordado a tiempo de que tu verdadero nombre es Magdalena. Dos compañeros míos han firmado como testigos.

»No te dejes impresionar por estas lúgubres palabras. Saldré sin un solo rasguño, ya lo verás. Te iré telefoneando por el camino desde la India, desde Australia, etc., etc., etc.. No te preocupes, todo debe salir bien. ¿Comprendido? Buenas noches. Dios te bendiga.

Michael.»

Poirot volvió a arreglar el paquete.

—¿Lo ve usted, Hastings? Necesitaba leer estas cartas para estar aún más seguro. Las cosas están como yo lo había dicho.

—¡Si hubiéramos podido encontrar otro medio de cerciorarnos!...

—No, querido, no podíamos, habíamos de hacerlo así. Ahora tenemos algunos puntos muy claros.

—¿Cuáles son?

—Sabemos que existe un testamento de Seton a favor de miss Buckleys. No lo puede dudar nadie que haya leído estas cartas. Y estaban tan poco escondidas, que cualquiera puede haberlas leído.

—¿Helen?

—Sí, es seguro o casi seguro. Al marcharnos haremos un experimento.

—Pero... ¿y el testamento de miss Buckleys?

—Ya; no lo hemos encontrado. ¡Es extraño! Pero tal vez lo hay dejado entre los libros de la biblioteca o lo haya guardado en fondo de alguna mayólica... Habrá que ir a refrescar la memoria miss Buckleys..., tanto más cuanto que aquí no tenemos nada que hacer.

Helen estaba quitando el polvo de los pocos muebles del vestíbulo cuando bajamos. Al pasar, Poirot le dio amablemente los buenos días. Y en el momento de trasponer el umbral de la puerta se volvió a preguntarle:

—¿Sabía usted algo de las relaciones de su señorita con Michael Seton?

Una viva sorpresa asomó al rostro de la mujer.

—¿Cómo dice? ¿El aviador de que hablan tanto los periódicos?

—El mismo.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¡Qué cosa tan extraña! ¡Novio de la señorita! ¡Quién iba a figurárselo!