Выбрать главу

—Es difícil decirlo —repuso lentamente Frica—. Nuestra vida era sincera. En un tiempo me quería mucho.

—Y dígame usted, míster Lazarus... Comprenderá que éste no es momento para falsas modestias: ¿ha habido alguna vez cierta ternura entre usted y miss Esa?

Lazarus negó moviendo la cabeza y comentando luego:

—Durante cierto tiempo me pareció atractiva; luego, no sé por qué, ya no me gustaba.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Su trágica suerte ha dependido precisamente de eso: de que atraía a la gente y luego ya no gustaba. Usted, en vez de encontrarla cada vez más simpática, se enamoró de su amiga. Y Esa, al verse apartada, empezó a detestar a la señora... que tenía a su lado un amigo rico. Aún la quería el invierno pasado, en la época en que hizo el testamento; pero después variaron sus sentimientos.

Se acordó de aquel testamento. No sabía que los Croft lo habían retenido y que, por tanto, nunca había llegado a su destino. Mistress Rice, así hubiera razonado la gente, tenía ahora un motivo para desear la muerte de Esa. Así, pues, decidió pedir por teléfono a esta señora la caja de bombones... Esta noche tenía que leerse el testamento que la nombraba su segunda heredera. Luego hubieran encontrado un revólver en el bolsillo de su abrigo, precisamente el revólver que dio muerte a Maggie Buckleys. La señora, al notar que llevaba un arma encima, se hubiera traicionado por el acto mismo con que hubiese intentado librarse de ella.

—Debe de haberme odiado —murmuró Frica.

—Sí, señora. Porque usted posee lo que ha sido negado a su supuesta amiga: el arte de hacerse amar y de mantener constante el amor.

—Seré muy estúpido —dijo, al llegar a esto, el comandante—; pero aún no he comprendido con certeza lo del testamento.

—No, pues eso es una cosa distinta. Distinta y muy sencilla. Los Croft están aquí, retirados, para eludir las investigaciones de la Policía. Esa ha de sufrir una operación... Nunca ha pensado en hacer testamento. Los Croft, comprendiendo inmediatamente la posibilidad de un buen golpe, la convencen para que redacte uno y se encargan ellos de echarlo al correo. Meditan que si sucede una desgracia, es decir, si muere miss Esa, pueden presentar un testamento apócrifo que, después de una alusión a Philip Buckleys y a Australia, instituya heredera universal a mistress Croft. Pero como la testadora repone su salud, la falsificación ya no tenía razón de ser..., al menos de momento. De pronto, empiezan los atentados contra la vida de Esa. Los Croft vuelven a cobrar esperanzas, y finalmente, cuando yo anuncio la muerte de miss Esa, se apresuran a disfrutar la espléndida oportunidad. El documento falsificado es enviado inmediatamente al abogado Vyse. Claro está que, lo primero de todo, los Croft creen que miss Esa es mucho más rica de lo que en realidad era. Ellos no saben nada de la hipoteca...

—Lo que yo quisiera saber —preguntó Lazarus— es cómo se ha arreglado usted para desenredar toda esa maraña. ¿Cuando empezó usted a sospechar?

—¡Ah! Me da vergüenza confesarlo. He empezado tarde, muy tarde. De algunas cosas estaba yo muy convencido. Otras me chocaban... Advertí ciertas contradicciones en las afirmaciones de miss Esa y de otras personas; por desgracia, creía yo en las palabras de Esa. Luego, de repente, tuve una revelación. Miss Esa cometió un grave error. Por querer ser demasiado astuta, se dejó llevar a hacer más de lo necesario. Cuando yo le recomendé que llamase a una amiga suya para que le hiciese compañía, no me dijo que ya había invitado directamente a su prima. Por lo visto, al proceder así, creería eludir mejor las sospechas, pero se equivocó. Porque Maggie Buckleys, apenas llegada a Saint Loo, escribió a los suyos, y en su sencilla cartita puso una frase que al momento me pareció extraña: «Pero no comprendo por qué ha telegrafiado de ese modo, pues hubiera sido lo mismo que llegase yo el martes.» La alusión al martes llegaba inesperada y sólo podía explicarse suponiendo que miss Maggie había recibido ya una invitación para aquel día. Entonces, por primera vez, empecé a juzgar a Esa desde otro punto de vista bien distinto. Examiné sus afirmaciones, en vez de creerlas indiscutibles; me decía a mí mismo: «Supongamos que esto o aquello sea infundado. ¿A qué resultado se podría llegar aceptando como verdadero no lo que dice ella, sino lo que se afirma distintamente de lo que ella dice?» Después de examinar bien todas las contradicciones, pensé: «Vamos a lo esencial. ¿Qué ha sucedido realmente?» Y entonces vi claro que la única cosa realmente sucedida era el asesinato de la joven Buckleys. Eso y nada más. ¿Y quién podía haber deseado matarla? Me acordé entonces de que el verdadero nombre de Maggie era Magdalena, pues me lo había dicho la misma Esa, al comunicarme que era un nombre muy usado en su familia, que había dos Magdalenas Buckleys... Repasé mentalmente todo lo que había leído de la correspondencia de Seton... Si podía ser... En las cartas del aviador había una alusión de Scarborough. Pero allí Maggie había estado con Esa, me lo había dicho su madre... De ese modo venía a aclararme ya un punto oscuro: me habían llamado la atención las pocas cartas guardadas... Cuando una joven guarda las cartas del novio, las guarda todas... ¿Por qué, pues, eran aquéllas tan pocas? ¿Qué tenían de común todas ellas? A fuerza de reflexionar, recordé que en ninguna de aquellas cartas estaba escrito el nombre de la destinataria. Empezaban todas de distinto modo, todas con un adjetivo cariñoso, pero en ninguna se leía la palabra «Esa». Además, otra circunstancia extraña que hubiera debido advertir al momento y que proclamaba muy alta la verdad...

—¿Cuál era? —pregunté yo ansioso.

—El hecho de que habiendo sido Esa operada del apéndice el veintisiete de febrero, una carta de Seton fechada el dos de marzo no revela el menor indicio de ansiedad ni contiene ninguna alusión a la enfermedad, lo cual parece extraño... Eso hubiera debido darme a entender desde el primer instante que las cartas no iban dirigidas a ella... Entonces volví a examinar, a la luz de la nueva idea, toda una serie de preguntas ya meditadas mucho tiempo. En todas o en casi todas el resultado del examen fue simple y convincente. Además, encontré la verdadera solución de una adivinanza embarazosa. Cuando me pregunté por qué se había comprado un vestido negro miss Esa, no pensaba yo en modo alguno que su vestido tenía que ser del mismo color del de su prima y que la única diferencia entre las dos había de consistir en el mantón de Manila encarnado. Pero la primera respuesta imaginada nunca me satisfizo plenamente; porque, después de todo, es difícil creer que una muchacha se vista de luto cuando aún no está segura de la muerte de su novio. Por todo lo cual, me decidí yo a representar también mi pequeño drama, y se ha efectuado la circunstancia por mí prevista. Esa había negado obstinadamente la existencia del nicho secreto. Ahora bien: si existía, y no veo por qué lo hubiera podido afirmar en falso la criada, miss Esa lo conocía seguramente. ¿Por qué lo había negado con tanta vehemencia? Es posible que en aquel hueco se escondiera la pistola y que se escondiera allí con la recóndita intención de hacer recaer las sospechas en algún otro personaje. Le di a entender que sobre mistress Rice pesaban los más graves indicios. Eso era conforme a sus propósitos. Como yo preví, no supo resistir a la tentación de añadir una prueba más contra su amiga, una prueba suprema, aplastante. Además, era cosa más segura para ella. El escondrijo secreto podría llegar a ser descubierto por la criada y con la pistola dentro. Y hace un rato, cuando todos estábamos reunidos ahí, ha querido ella aprovechar el momento para sacar la pistola del nicho y meterla en el abrigo de la señora... Y así es cómo, por fin, se ha descubierto ella misma.