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– No, gracias.

– Pues yo sí echaré uno. -Bebió un buen trago de la botella y luego se secó la boca con el dorso de la mano-. ¿Ha venido al funeral?

– No.

– ¿Lo conocía? -Apuntó con la botella en dirección a la la tumba de Yarnell.

– No.

– Yo tampoco. Yo venía a ver a Bill. -Se inclinó hacia delante y entornó los ojos-. ¿Conocía a Bill?

– No, no lo conocía.

La mujer señaló con la botella la lápida a sus espaldas.

– Este es Bill. -Se volvió, arrastrando las piernas en el barro para apoyar una mano en la lápida de Hickok-. Saluda a la dama, Bill. Una dama de verdad, no una prostituta como yo.

Sarah no se movió. Se sentía una intrusa.

Jane apoyó la cara contra la piedra, cerró los ojos y suspiró profundamente.

– Me dejó. Me prometió casarse conmigo pero no cumplió su promesa. Diablos, yo podía montar y disparar tan bien como él, y desollar mulas y emborracharme como cualquier hombre… pero eso no era suficiente para él… -Las lágrimas caían por sus mejillas y se encogió junto a la lápida-. ¿Por qué me dejaste, Bill…? ¿Por qué no te atreviste conmigo…? Tú siempre te atreviste… -El lastimero llanto conmovió a Sarah. Se aproximó a la mujer, se arrodilló, y la cogió por los brazos.

– Señorita Cannary, por favor… será mejor que se tranquilice. Permítame ayudarla.

Jane levantó la cabeza con dificultad, se sorbió los mocos y se secó la nariz con la mano.

– Estoy bien. No soy más que una borracha. Déjeme en paz.

– Está empapada. Por favor, déjeme ayudarla.

Jane la miró con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Por qué quiere ayudarme?

«Porque me parte el corazón verte así, sentada, llorando frente a la tumba de tu amante.»

– Es hora de ir al pueblo. Necesita ropa seca.

Sarah la ayudó a incorporarse y la sostuvo hasta que la mujer recobró el equilibrio. Cuando estuvo derecha, le quitó la botella de las manos.

– Vamos, dejemos esto.

– Sí, déjesela a Bill… le gustaba el whisky solo.

Sarah dejó la botella detrás de la lápida de Hickok y volvió junto a Jane para ayudarla. Jane miró hacia atrás y levantando un brazo dijo:

– Nos veremos, Bill. Guárdame un sitio.

La bajada era empinada. De vez en cuando, Jane tropezaba y Sarah tenía que sujetarla. Ya en Main Street, se detuvieron frente a la oficina del periódico.

– Tengo que entrar -le dijo Sarah-. ¿Tiene adónde ir?

– Sí… -Jane hizo un ademán hacia delante mientras se tambaleaba.

– Espere aquí -le pidió Sarah-. ¿Lo hará?

Jane asintió como si su barbilla estuviera rellena de plomo.

Sarah entró en la oficina del Chronicle y salió al instante con una bolsa de oro en polvo.

– Dése un baño caliente -le sugirió, entregándosela-. Y coma algo.

Jane asintió y siguió con paso inseguro. Sarah se metió rápidamente en su oficina. No quería saber si se gastaría el oro en un buen baño y una comida caliente o en un bar.

Al día siguiente, Sarah se enteró de que Calamity Jane se había presentado en el lazareto, limpia y sobria, y había trabajado hasta entrada la noche ayudando a los enfermos. Desde entonces, y hasta que se levantó la cuarentena, la historia se repitió… Calamity Jane, que vestía ropa de piel de ante, montaba como un indio, maldecía por los codos y bebía como un hombre, demostró ser una mujer buena y generosa, capaz de atender con ternura a enfermos y necesitados.

Aunque Sarah coincidía a menudo con ella, Jane jamás hablaba. Se limitaba a asentir con la cabeza, y a mirarla con cariño, pero su silencio parecía decir, usted es una dama, mantendré las distancias.

Entre los titulares del Chronicle que anunciaban la erradicación total de la viruela en Deadwood, se podía leer uno que rezaba: «martha jane cannary ayuda desinteresadamente a los enfermos.»

Capítulo Ocho

El levantamiento de la cuarentena fue muy celebrado en Deadwood. Los prostíbulos volvieron a abrir sus puertas, aliviando algunas presiones que habían generado mayor agresividad entre los hombres. Noah no fue requerido tan a menudo para acabar con peleas. True Blevins regresó del Valle Spearfish y, al frente de su caravana de bueyes, se dirigió hacia Cheyenne. La familia Dawkins se volvió a reunir, alegre de tener de nuevo a Josh en casa, y más aún por la recuperación de Lettie, aunque, al parecer, le quedarían algunas cicatrices en el rostro de por vida. Sarah se sumergió de lleno en su trabajo de editora, y Calamity Jane volvió a los bares.

El telégrafo trajo la noticia de que Rutherford B. Hayes y William A. Wheeler habían sido elegidos presidente y vicepresidente y difundió el mensaje de que la cuarentena de Deadwood había sido levantada. El tránsito por Deadwood se reanudó y aumentó el número de caravanas de bueyes que llegaban antes de las grandes nevadas, trayendo provisiones para el invierno.

Las mujeres de Deadwood tuvieron especial motivo de alegría, cuando apareció un titular en el Chronicle anunciando los primeros artículos comerciales para ellas: rollos de tela, cintas e incluso zapatos de tallas más adecuadas para ellas. El artículo señalaba que se constataría la progresiva civilización del pueblo a través de las mercancías que irían entrando: en primavera, además de semillas, llegó al pueblo un tonel lleno de bulbos de tulipán que causaron sensación. También se recibió el yeso de Sarah, mucho más de lo que había encargado. Junto al cargamento, llegaron los hermanos Hintson, un par de yeseros con visión de futuro, capaces de preveer que el primer edificio con paredes enyesadas desataría una reacción en cadena y que el negocio prosperaría. También llegó una colección de cuadros enmarcados y tapices tejidos en telar ancho, para adornar esas primeras habitaciones blancas, muebles de fábrica y un paraguas de un color diferente al negro. Era verde amarillento con rayas blancas y conseguía detener a cada mujer que pasaba junto al escaparate de la tienda de Tatum.

Pero de todo el cargamento, el signo más inequívoco de civilización fue la llegada de cuarenta gatos domésticos. Los trajo un especulador de Cheyenne, dentro de unas canastas en una carreta montada sobre ballestas, y en veinticuatro horas vendió toda la carga al exorbitante precio de veinticinco dólares por cabeza.

Aunque Sarah no tuvo la ocasión de anunciar en su diario la llegada al pueblo de los felinos antes de que fueran comprados, sí pudo, no obstante, comprar uno. Era una hembra de pelo blanco y corto con un ojo azul y el otro verde. Desde el momento en que la cogió en brazos se enamoró de ella. Era una criatura tranquila, crecida y muy cariñosa. Cuando Sarah la cogió, entornó los ojos, se acurrucó y le frotó la parte inferior de la barbilla con la cabeza, requiriendo así su atención. Sarah le acarició el cuello y el animal ronroneó.

– Hola, gatita -murmuró-. Eres igualita al viejo Mandamás. -Mandamás era el gato con el que Addie y ella habían crecido; lo llamaban así porque se le trataba como al rey de la casa-. Te gusta que te mimen ¿eh?

Aunque le hubiera encantado quedarse con el animal, Sarah lo llevó a la oficina sólo temporalmente, donde alteró por completo la actividad laboral. Josh y Patrick abandonaron sus tareas y se turnaron para sostener y acariciar al recién llegado, examinando sus ojos y luego soltándolo para que se situara en la habitación. Exploró la base de la imprenta y olisqueó los recipientes de tinta aceitosa. Saltó a la silla de Sarah, se relamió un rato, encogió sus patas y se acurrucó.

– Nos vendría muy bien un cazador de ratones. ¿Qué nombre le pondrá? -Preguntó Josh.

– Ninguno. Se lo regalaré a mi hermana.

– Vaya, ¿en serio?

– Sí. Siempre le gustaron los gatos y he notado que hay otras mascotas en ese lugar. Incluso un loro verde.