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Suspiró, dejó el espejito en la mesilla de noche y cogió la pluma y el tintero para tratar de escribir un editorial sobre la necesidad de preservar las últimas grandes manadas de bisontes, ahora concentradas en el valle al este de Big Horn. Pero continuamente se distraía y se le secaba la tinta en la pluma en vez de en el papel. No lograba apartar de su mente el pelo de Noah Campbell.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, se sintió violentamente consciente de la presencia de él al otro lado de la mesa. A pesar del razonamiento de la noche anterior, la realidad era que ella y Noah se habían estado viendo con una regularidad inquietante durante las últimas semanas; dos comidas diarias y Sarah había advertido cosas en él que una mujer decente no debía notar. Había llegado a reconocer la terca negación de su cabello a permanecer peinado hacia atrás, y los distintos matices de caoba a color nuez moscada que iba adquiriendo a medida que se secaba cada mañana durante el desayuno. También le resultaba familiar la marca de la línea del sombrero, aún cuando no lo llevara puesto y los rizos que se elevaban en las sienes, como plumas de la cola de un pato silvestre.

Había terminado por apreciar el suave aroma a jabón de afeitar que traía consigo a la mesa del desayuno, acompañado del brillo de la piel recién afeitada por encima y debajo del bigote. Conocía todas sus camisas -usaba una limpia cada mañana bajo el chaleco de cuero negro- la de franela roja, que llevaba puesta el primer día; una verde a cuadros con un cuello que necesitaba una vuelta; dos azules, una con un zurcido en el codo derecho, la otra más nueva; una marrón que le quedaba muy mal con su color de cara rojizo; y la blanca que se ponía los domingos.

Conocía sus preferencias en la mesa: café cargado, la comida salada y fuerte, una segunda ración de patatas fritas con los huevos matinales; ni col ni nabos, pero sí cualquier otra verdura; una buena cantidad de salsa, si había, dos tazas adicionales de café durante la comida y un cigarrillo en lugar del postre.

También conocía sus costumbres. Siempre saludaba con la cabeza a los hombres cuando decía buenos días. Pero jamás a ella. Cuando escuchaba con atención, se ponía el dedo índice en el labio superior. Cuando comentaba algo gracioso, a menudo se tiraba del lóbulo derecho. Prefería usar la servilleta y no los puños como algunos de los hombres.

Cuando dejó el comedor después de desayunar esa mañana, Sarah descubrió con consternación que no había memorizado ninguna de las costumbres del resto de pensionistas de la señora Roundtree.

Él también había llegado a saber mucho de ella. Vestía por lo general en tonos marrón -faldas, blusas y abrigos- y se ponía el reloj de bolsillo en el mismo lugar exacto cada mañana, sobre el pecho izquierdo. Llevaba la ropa sucia a la lavandería del pueblo los lunes por la mañana, e iba a por ella los martes por la tarde. Era una persona muy puntual; dejaba su habitación a las siete y media en punto cada mañana, y se sentaba a la mesa para cenar cuando tocaban las seis. Irónicamente, la comida en sí no le atraía y la ingería sólo por necesidad, abandonándola en el plato cuando su mente estaba absorta en algún artículo. Él advertía esa distracción por el silencio que guardaba en la mesa y la forma en que miraba fijamente el azucarero. A veces había que llamarla dos veces para que cayera en la cuenta de que le estaban hablando, aunque a la hora de imprimir, jamás olvidaba un detalle, fuera éste trascendental o no. Era muy sagaz escribiendo sobre temas que habrían parecido banales a la mayoría de la gente, pero que bajo su mano y enfoque expertos, se convertían en artículos brillantes, tanto para los residentes en Deadwood como para el resto del país, más allá de las colinas. El dedo medio de su mano derecha estaba deformado de tanto escribir y la mayor parte del tiempo exhibía una mancha de tinta. Tenía unos ojos azules cautivadores que le obligaban a mirarla dos veces siempre que no llevaba puestas las gafas. No se pintaba los ojos ni los labios y él pensaba que se indignaría si alguna vez llegaba a aparecer maquillada en la mesa. Su peinado casi no variaba, excepto cuando el moño en la nuca estaba algo ladeado, como si se hubiera peinado sin mirarse al espejo. Llevaba las uñas cortas y poseía un único par de zapatos, feos, a su juicio: unos botines de cordones marrones que la acompañaban a través del barro, la nieve y el estiércol de la calle, sobre el que continuaba protestando en cada ejemplar del periódico. Noah sospechaba que si el pueblo tuviera una iglesia, los mismos zapatos aparecerían allí junto con su atuendo dominguero. Y, por encima de todo, era consciente de algo: desde el día de su charla en la acera, ella había dejado de mirarlo a los ojos cuando le hablaba. Ahora clavaba la mirada en la estrella que llevaba en el pecho.

Los trabajos de Sarah Merritt y Noah Campbell los ponían en contacto a menudo. Ella le consultaba acerca de detenciones y del código penal. Cuando él hacía sus rondas, entraba en los negocios al azar, incluída la imprenta.

Siempre que se veían, ella se dirigía a él formalmente como «marshal Campbell» y él hacía lo mismo, llamándola «señorita Merritt».

Si, a medida que transcurrían los días, los encuentros se hacían más frecuentes, ellos lo atribuían a cuestiones prácticas, y a nada más.

Una semana después de la conversación en la acera, Sarah y sus empleados estaban trabajando en la oficina del periódico cuando entró una mujer pequeña y rellenita. Estaba bronceada y su piel tenía el color de una montura vieja. Su pelo era oscuro y unas pocas mechas grises rizadas brotaban del centro mismo de su cabeza. Sus ojos grises eran directos, casi penetrantes. Fue hacia Sarah como una flecha, ignorando por completo a Josh y a Patrick.

– ¡Al fin te conozco! -exclamó con una voz que retumbó en la habitación como un triángulo para llamar a comer.

Sarah se levantó de su escritorio, se quitó los protectores de puños de camisa y los dejó sobre la mesa.

– Soy Sarah Merritt -dijo.

La mujer extendió una mano.

– Soy Carrie, la madre de Noah Campbell.

Sarah notó el parecido de inmediato… los ojos grises, el diminuto botón en la punta de la nariz, los pómulos altos y redondos.

– Hola, señora Campbell. -Le estrechó la mano.

– Noah nos ha hablado mucho de tí. Y también de este lugar. Aunque he preferido venir y echar un vistazo por mi cuenta. Qué tal. -Saludó a Josh y a Patrick con la cabeza, sin callar un solo instante para permitir que Sarah se los presentara-. Por lo que sé, eres una mujercita emprendedora. Noah admira eso.

– ¿De verdad? -Sarah hizo un esfuerzo enorme por disimular su sorpresa.

– Yo le dije: Noah, ¿por qué no la traes a casa algún día?, pero ya sabes cómo son los hijos. Una vez que abandonan el hogar es casi imposible convencerlos de que vuelvan, y mucho menos de que traigan a sus amigos.

¿Amigos? ¿Aquella mujer pensaba que Sarah era amiga de Noah?

– Entonces me dije: de acuerdo, yo misma iré a esa oficina del periódico a saludarla. Mi otro hijo, Arden, seguramente pasará también por aquí en algún momento del día. Kirk… mi marido, tiene cosas mejores que hacer, ya que no venimos muy a menudo al pueblo, pero Arden y yo nos moríamos de curiosidad desde que Noah nos habló de tí la última vez que nos vino a ver.

«¿Lo hizo?» Sarah era consciente de que Patrick estaba escuchando todo mientras manejaba la imprenta y Josh también, mientras entintaba los tipos.

– Tienes que ser muy inteligente para dirigir este periódico como lo haces. Para mí leer es una lucha, por no hablar de escribir, pero Noah nos trajo un ejemplar de tu periódico y aunque a duras penas lo entendí, admito que fue muy excitante leer lo que pasa en el resto del país y aquí en el pueblo.