Aquella noche, poco antes de la hora de cenar, Noah tenía una mano en el tirador de la puerta mientras con la otra sujetaba el reloj. A las seis en punto oyó el sonido de una puerta abriéndose en el pasillo; abrió la suya y cerró la tapa del reloj.
– Hola -dijo, fingiendo sorpresa mientras alcanzaba a Sarah dos puertas más allá.
– Hola.
– Ha tenido un día movido, ¿no?
– Sí.
– Me parece que hoy ha conocido a toda mi familia. -Noah estaba en medio del pasillo, bloqueando el paso hacia las escaleras. Estaba dispuesto a decir todo aquello que le hubiera resultado incómodo ante los otros pensionistas.
– Menos a su padre. Su madre y su hermano me han parecido encantadores.
– Resulta evidente.
– Vaya, así que ya se ha enterado de mi comida con Arden.
– Todo el pueblo se ha enterado.
– Bueno… es un joven muy persuasivo.
– Ya.
– Imagino que también sabe que me llevará al teatro.
– ¿Le parece una buena idea?
– Han cambiado el programa. La compañía del señor Langrishe representará Sólo la hija de un granjero y como de todas formas he de ir a verla para escribir la reseña, aprovecharé la ocasión que me brinda su hermano.
«Mi hermano, que sólo tiene veintiún años, la hace partirse de risa.» La idea le resultaba molesta; su edad era más cercana y sin embargo, jamás la había visto reírse abiertamente. Aquel día en la acera, Sarah se había mostrado más relajada, eso sí, pero normalmente permanecía seria, casi tensa, cuando él estaba cerca.
– Es lógico -respondió finalmente. Con gesto ceremonioso le dejó el paso libre y añadió-: ¿Bajamos? Me parece que huele a cebolla.
El resto de la semana se sintió inquieto.
El sábado por la noche se retiró a la sala de estar de la señora Roundtree inmediatamente después de cenar y se instaló allí con el único material de lectura que encontró, un ejemplar del Catálogo Montgomery Ward del otoño-invierno de 1875-76. En realidad, debía estar en el pueblo. Los sábados por la noche y los domingos, cuando los mineros bajaban en busca de bebida, baños y prostitutas, eran los días más conflictivos de la semana. Muchos sábados, Noah no cenaba y, si lo hacía, engullía la comida y volvía corriendo a su puesto; había observado que su simple presencia en Main Street calmaba los ánimos de los más camorristas. De modo que podía parecer sospechoso que estuviera sentado en la sala en lugar de vigilar el pueblo; a pesar de todo, se quedó ojeando las tentadoras bagatelas como si en algo le importaran.
Camas de muelles 2,75 dólares. Carretas para granja 50 dólares. 72 docenas de botones por sólo 35 centavos.
El señor Mullins, propietario de la tienda de artículos para hombre, se sentó con él un rato y luego se marchó. Tom Taft asomó la cabeza y preguntó:
– ¿No sale esta noche, marshal?
En la cocina, la señora Roundtree secaba los platos, que al chocar provocaban un sonido peculiar de aquella hora.
Poco antes de las siete, Sarah Merritt bajó por las escaleras y entró en la sala.
– Hola de nuevo-susurró, sentándose en un sofá marrón de piel de caballo.
Noah levantó la cabeza y no dijo nada. Sarah había utilizado algún artificio para hacer que su cabello pareciera una cadena que enmarcaba su rostro. Estaba sujeto sin fuerza en la nuca y unas cuantas mechas tortuosas descendían hasta el cuello. Llevaba el mismo abrigo marrón que Noah le había visto en montones de ocasiones, pero por donde quedaba entreabierto vislumbró una falda azulada a rayas que no conocía. ¡Y cómo olía a lavanda!
– ¿Encargando botones, señor Campbell? -inquirió, inclinándose hacia él para echar un vistazo al catálogo abierto. Noah lo cerró con brusquedad y lo dejó sobre la mesa.
– Así que hará la crítica de la obra.
– Exactamente.
El marshal cruzó las manos sobre el chaleco. Tenía una expresión contrariada e impenetrable que era nueva para Sarah. Parecía un director de escuela frente a un alumno indisciplinado. Su bigote se proyectaba hacia delante de una manera muy poco atractiva.
– ¿Hay algún motivo por el que desapruebe que yo vaya al teatro con su hermano, señor Campbell?
– ¿Desaprobar yo? -Con los ojos muy abiertos, metió los pulgares en los bolsillos del chaleco-. Por qué habría de desaprobarlo?
– No lo sé. Eso es lo que me desconcierta; sin embargo, a principios de semana me preguntó si pensaba que era una buena idea y esta noche se queda aquí en la sala, esperando como un padre gruñón. ¿Tiene alguna objeción?
– ¡Demonios, claro que no! -Saltó de la silla, levantando los brazos al techo-. Por mi parte no existe objeción alguna. Sólo estaba haciendo la digestión antes de volver al trabajo. -Cogió la chaqueta y el sombrero de un perchero situado en un rincón de la sala y se caló el sombrero con una palmada al tiempo que abría la puerta-. ¡Tengo que ocuparme de demasiados borrachos como para perder el tiempo discutiendo con usted!
Se cruzó con Arden en el sendero. El joven subía luciendo una sonrisa tan ancha como el pico de un minero. Su olor era tan fuerte que podría corroer el metal a quince pasos.
– Hola, hermanazo, ¿qué…?
– Hola, Arden.
– ¡Eh, espera un momento!
– Es sábado por la noche. En el pueblo debe de haber movimiento. -Noah siguió su camino colina abajo con paso altivo y decidido.
– Bueno, demonios, ¿ni siquiera puedes pararte a saludar?
– No. ¡Tengo trabajo que hacer!
– ¡Pero mamá me ha dado estas camisas remendadas para tí!
– Déjalas en mi cuarto. A la señora Roundtree no le importará ¡Y dale las gracias a mamá!
Mientras descendía por la colina, sentía todavía el olor a lavanda de Sarah y el de laurel de Arden y pensó: «¡Ojalá se asfixien!».
Al entrar en la sala, Arden Campbell pareció llenar la habitación. Ningún adjetivo lo definía mejor que encantador. Tenía la cara redonda como una manzana, las mejillas rosadas y juveniles y un hoyuelo casi imperceptible en la barbilla. Las pestañas negras y brillantes conferían a sus ojos azules de mirada profunda un aire de constante excitación. Su boca parecía haber estado chupando un caramelo durante mucho tiempo; los labios, no muy gruesos, rosados y luminosos, daban la impresión de un hombre que se sentía a gusto con el mundo.
Cuando sonreía… y sonreía casi todo el tiempo… uno podía llegar a pensar que acababa de ingerir una substancia efervescente que le llenaba y vivificaba. Poseía la habilidad de concentrar todo su radiante encanto en una sola dirección -Sarah en aquel caso-. Daba la impresión de que nada de mayor importancia estaba ocurriendo en, por lo menos, ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
Sus modales desconcertaban un tanto a Sarah.
– ¡Hola, Sarah! ¡Pensé que esta noche no llegaría nunca! -exclamó-. ¡Dios, estás preciosa! ¡Vamos! -Sin malgastar tiempo en fórmulas de cortesía, se adueñó de la mano de Sarah, la llevó hasta su antebrazo y la condujo al exterior de la casa. Afortunadamente, Sarah llevaba puesto el abrigo; si no, la habría arrastrado fuera sin él, tal era su impaciencia.
La noche era fresca y el cielo estaba despejado, pero no tuvo ocasión de apreciarla. Arden andaba como hacía todo lo demás, al ritmo de un ciervo macho en época de celo. Sarah tuvo que acelerar el paso para conseguir andar junto a él y no caerse.
– ¿Cómo te ha ido estos días? ¿Qué tal el periódico? ¿Te han contado algo de la obra?
– Bien. Estupendo. Todavía nada… señor Campbell, ¿podría caminar más despacio? ¡por favor!
Él aminoró la marcha con una sonrisa, pero unos metros más adelante volvió a su ritmo entusiasta.