– Un tipo ahí afuera pregunta por tí, Eve. Será mejor que vayas.
– Oh, maldita sea. ¿Quién es?
– Nunca lo había visto antes.
– Estoy comiendo.
– No se puede hacer esperar a los clientes.
Addie dejó el plato sobre la mesa con brusquedad. Cuando se dirigía hacia la puerta, Rose la cogió del brazo.
– No uses el reloj de arena con éste, Eve. Por la forma en que va vestido, vale mucho más que un dólar por minuto. Primero tantéalo un poco, ¿de acuerdo?
– Sí -respondió Addie. En aquel negocio, no existían los precios fijos. Con los habituales, que entraban y salían en cuestión de minutos, se utilizaba el reloj de arena, pero cuando aparecía uno nuevo, la chica tenía que charlar un rato con él para hacerse una idea del precio que podía cobrarle, siempre el más elevado posible. A veces, si un hombre no tenía dinero, podía pagar con un reloj de oro o cualquier objeto de valor que llevara encima. En cierta ocasión, Addie había estado con un cliente por una bolsa de frijoles secos.
Éste, según Rose, parecía rico.
Addie lo vió primero de espaldas. Estaba de pie en la sala leyendo el «menú», cuando ella entró y lo miró a través de la baranda de la escalera.
Aunque nadie en Rose's la llamaba Addie, había veces, sobre todo desde que Sarah había llegado al pueblo, que pensaba en sí misma con ese nombre: la Addie que había sido hasta los doce años, sosteniendo a Mandamás, alimentándolo junto a su silla, junto a sus amigos; era en esos instantes de ensueño, cuando más cerca estaba de la Addie del pasado. Pero mientras se acercaba al hombre en la sala, era Eve.
Se aflojó el cinturón de la bata.
Avanzó contoneando las caderas.
Entornó los ojos.
Abrió los labios.
Habló con voz de contralto.
– Hola, querido. ¿Buscas a la pequeña Eve?
Él se giró y se quitó con lentitud el sombrero bombín que llevaba puesto.
– Hola, Addie -susurró.
Su sonrisa se desvaneció. Su corazón se detuvo y se puso pálida. La última vez que lo había visto, él tenía diecinueve años. Cinco años lo habían convertido en todo un hombre con patillas tupidas, un rostro algo más relleno y el cuello más ancho. También estaba más alto y debajo de la capa se adivinaba una espalda fuerte. Llevaba guantes de cuero y sostenía en ambas manos el costoso sombrero de castor.
– ¿Robert? -murmuró.
Él consiguió esconder su consternación.
Estaba casi irreconocible, más gorda y semidesnuda, con el pelo estropeado y los ojos maquillados. A los quince años era tímida e infantil; a los dieciséis había ocultado sus pechos jóvenes bajo vestidos con grandes canesús con volantes. Ahora sus pechos tenían el tamaño de unos melones, expuestos casi hasta los pezones y la piel áspera y fofa como la masa de pan.
– Sí, soy yo. -Sonrió con tristeza.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, cerrándose la bata con una mano. Los ojos de Robert siguieron el movimiento, luego descendieron cortésmente al sombrero.
– Sarah me escribió cuando te encontró. Se lo había pedido. -No levantó la vista hasta que ella se tapó por completo, con cierta dificultad, eso sí. Addie estaba ruborizada y se sentía mortificada.
– No has debido venir.
– Tal vez no. Sarah me dijo lo mismo. Sin embargo, si hay algo que tengo claro después de todo este tiempo, es que tengo que resolver este asunto.
– Olvídame.
– Ojalá pudiera -musitó con vehemencia-. ¿Acaso crees que no lo he intentado?
– No valgo nada. Nada -sentenció ella.
– No digas eso.
– ¿Por qué no? Es la verdad.
– No -respondió él convencido.
Por un momento, intercambiaron miradas silenciosas y confundidas.
– Es la verdad -repitió Addie.
– Eras lo que yo más deseaba en el mundo. Eras dulce, inocente y afectuosa.
– ¡Bueno, pero ya no lo soy! -replicó-. ¿Por qué no te vas?
– No soy yo quien debe irse de aquí, Addie. Eres tú.
– ¿Qué es esto, una conspiración? ¡Primero aparece Sarah metiendo las narices en mi vida! ¡y ahora tú! ¡Bueno, no os necesito a ninguno de los dos! ¡Soy una prostituta, y muy buena! ¡Gano más dinero en una semana de lo que ella ganará en un año con esa maldita imprenta, y trabajando la mitad! Como igual que una reina y me pagan por echarme de espaldas. ¿Cuántas personas conoces que tengan una vida tan fácil?
Robert permaneció inmóvil unos segundos antes de responder en voz baja.
– Me muestras tu peor cara para asustarme, ¿no es así?
Lo miró como si no fuera más que una brizna en la pared de madera.
– He de prepararme para recibir a mis clientes. Tendrás que disculparme. -Dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
– No te librarás de mí tan fácilmente. Volveré.
Addie subió las escaleras sin mirar hacia atrás, balanceando las caderas y con la cabeza alta.
– ¿Me oyes, Addie? ¡Volveré!
Addie entró en su cuarto, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Le dolía el pecho. Le ardían los ojos. Los cerró con fuerza. Respiraba como si acabara de ser agredida.
«¡Ha venido aquí a por mí!»
No había una sola prostituta en todo el mundo que no tuviera un sueño similar al de sus amigas del burdeclass="underline" un hombre que llegara para sacarlas de aquel submundo. No importaba lo groseras que fueran al hablar o el odio que profesaran hacia los hombres en general; todas deseaban ser rescatadas por uno y convertirse, a través del amor, en mujeres virtuosas. Y Addie no era diferente a las demás.
«Oh, Robert, no quería que me vieras así, en este lugar donde me parece haber perdido el alma. Tenía que hacerlo… ¿no lo comprendes?… para sobrevivir. Y ahora irrumpes de pronto para confundirme y agitar en mí sentimientos de culpa y confusión y para despertar anhelos de cosas que una mujer como yo no merece.»
Revivió el impacto de su encuentro con él en el piso inferior. Estaba leyendo la lista de aberraciones que podía practicar en aquel local cualquier hombre que lo deseara y pudiera pagarlo. ¿Habría pensado que ella hacía todo eso? ¿Lo mismo que las francesas? Sin embargo, se había quitado el sombrero. Oh, se había quitado el sombrero. Todavía apoyada con firmeza contra la puerta, Addie abrió los ojos y clavó la vista empañada en las vigas del techo. ¿Cuánto hacía que un hombre no se quitaba el sombrero en su presencia? Recordó el rostro impresionado de Robert; no había logrado disimular el rubor al ver sus pechos casi desnudos; al bajar la mirada tenía la cara roja y el dolor dibujado en sus ojos por el lenguaje soez que ella había utilizado deliberadamente.
«No vuelvas más, Robert, por favor. No fui digna de tí entonces y no lo soy ahora. Si me obligas a decírtelo todo, tu dolor será mayor.»
Abajo, el pianista comenzó a tocar Darling Clementine. Addie la había escuchado tantas veces que le crispaba los nervios. Se apartó de la puerta, atravesó el cuarto hacia el espejo, se pasó las manos por la cara con el objeto de retener las gotas oscurecidas por el maquillaje que se deslizaban por su cara y vertió agua en la palangana. Después de lavarse la cara, se maquilló de nuevo los ojos y se pintó la boca con pintalabios de color carmín; se pegó un lunar de terciopelo negro en su pecho izquierdo, justo encima del pezón; se perfumó el cuello, el espacio entre los senos y los muslos con perfume de azahar; comprobó el resultado final en el espejo y se dirigió a la habitación contigua.
Allí, encendió una lámpara, puso un manta limpia de franela gruesa sobre la colcha, dio cuerda al reloj en la mesita de noche, lo colocó junto al reloj de arena, comprobó que el recipiente de mantequilla estuviera lleno, lo acercó para que quedara al alcance de la mano desde la cama, llenó la jarra y la palangana con la lata del pasillo, vertió cinco centímetros de agua en el orinal de porcelana junto a la puerta, volvió a poner la jarra y la palangana sobre la mesa de lavar y se apretó el corsé sobre su estómago redondo.