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Echó un vistazo a su alrededor y descubrió que Mandamás la había seguido. Levantó a la gata y dijo:

– Vamos. Tú no tienes nada que hacer aquí.

Con un cuidado y un cariño que no mostraba hacia ninguna otra criatura viviente, llevó al animalito a su habitación, lo dejó sobre la cama y le besó la cabecita. Quedaba a salvo de ser testigo del lado degradante de su vida.

Abajo, los hombres esperaban. Uno llamado Johnny Singleton se alegró al verla y se apresuró hasta el pie de las escaleras mientras ella bajaba.

– Hola, Johnny, querido. Has vuelto.

– Por supuesto, preciosa. A ver a mi favorita.

Con una naturalidad fruto de la práctica, Addie le hizo creer que le gustaba, que la cautivaba y que lo prefería a cualquier otro hombre en el mundo. Bromeó en el tono apropiado, rió cuando debía, le preguntó en un susurro seductor si ya había pasado por la sala del baño y lo condujo hasta el cuarto que había preparado en el piso superior. Una vez allí, le dio la vuelta al reloj de arena, llevó a cabo el acto con la suficiente falsa pasión para que él se sintiera poderoso y viril, recibió siete dólares en oro en polvo al acabar y lo despidió con un beso. Una vez se hubo ido, se puso de cuclillas sobre el orinal para enjuagarse rápidamente con los dedos, se lavó las manos, vació el orinal en la lata de agua sucia del pasillo y cambió la manta de la cama por una limpia.

Una vez abajo, guardó el oro en un buzón cerca de la puerta de la cocina, escribió una x y dos l en un papel (x equivalía a cinco dólares y l a uno), firmó e introdujo también este papel en el buzón. Hecho esto, volvió a la sala de espera para fumar un cigarrillo y esperar al próximo cliente.

A las cuatro de la madrugada había repetido el ritual veintidós veces. El recipiente con la mantequilla estaba casi vacío. En un cajón de madera se apilaban veintidós mantas de franela manchadas. En el buzón del piso de abajo había doscientos treinta y seis dólares puestos por ella.

Pero Adelaide no había tenido nada que ver con todo aquello. Eve lo había hecho todo, había estado debajo de todos aquellos hombres en la deprimente habitación donde la cama nunca se abría. Había reído, bromeado y acariciado. Había arrancado sonidos guturales similares a los que podían oírse a través de las delgadas paredes. Había satisfecho deseos mientras se imaginaba cortando melocotones para una familia de cuatro miembros; recogiendo flores de colores con un vestido de organdí blanco; siguiendo a un collie para salir al encuentro de un hombre que se acercaba por un sendero, un hombre que se parecía mucho a Robert; galopando junto a él en la playa… cualquier fantasía que la ayudara a escapar de aquella habitación y de aquellos hombres…, todas las fantasías que se negaba a revelar cuando las demás soñaban en voz alta.

Y, cuando acabó de limpiarse por vigésima segunda vez, se dirigió a su habitación particular y se acurrucó alrededor de la gata caliente y ronroneante que no le exigía nada, que no la utilizaba, ni la acusaba, ni abusaba de ella, ni le hacía preguntas.

«Mandamás… calentita, ronroneante y dulce Mandamás… nunca me abandones…»

Al día siguiente, Addie despertó poco antes del mediodía; sus pensamientos eran confusos. Tenía que hacer algo. Trató de concentrarse en ello, pero las imágenes en su mente aparecían borrosas, como vistas a través de una huella digital.

Abrió los ojos con brusquedad.

Ah, sí… Sarah. Hoy iba a poner las cosas en claro con Sarah.

Aquella tarde, pasadas las dos, Sarah atendía a un cliente, Josh estaba fuera haciendo algunos recados y Patrick estaba ocupado limpiando tipos con un trapo untado en trementina cuando la puerta se abrió y Addie irrumpió en la oficina del Chronicle.

Sarah alzó la cabeza y sonrió.

– Estoy contigo en un minuto.

Addie esperó cerca de la puerta; llevaba un sombrero de ala ancha azul marino y un velo que le cubría parcialmente la cara.

Sarah aceptó cinco centavos por un ejemplar del periódico, deseó los buenos días al cliente y lo acompañó hasta la puerta. Al pasar junto a Addie, el hombre se fijó en ella con discrección, con lo que Sarah dedujo que la conocía, pero no tenía ningunas ganas de admitirlo a plena luz del día en el interior de un negocio respetable. Addie ni siquiera lo miró; se limitó a esperar a que saliera, tiesa como una estaca.

Cuando el hombre salió, Sarah volvió a sonreír a su hermana.

– ¡Me alegra mucho que hayas venido, Addie!

– Bueno, no tiene importancia -replicó Addie-. Además, es la primera y última vez que pongo un pie en este lugar.

La sonrisa de Sarah se desvaneció.

– ¿Qué ocurre?

– ¡Le dijiste a Robert que viniera!

– No.

– No me mientas. Fue a verme y me dijo que le escribiste.

Al fondo del local, Patrick… bendito él… les daba la espalda sin reparos; dejó el trapo, dejó las cuñas en una caja y comenzó a guardar tipos. El sonido metálico resultaba acogedor en la hasta entonces silenciosa habitación, mientras las dos hermanas se enfrentaban.

– Sí, le escribí porque me lo pidió. Pero la verdad es que le aconsejé no venir.

– Bueno, pues ha venido, y todo porque tú te has tenido que meter donde nadie te ha llamado.

– Addie, él sólo me pidió que le hiciera saber si estabas bien. Estaba preocupado por tí.

– ¡Parece que últimamente todo el mundo está preocupado por mí… él, tú… estoy recibiendo más visitas que un velatorio irlandés! ¡No soy una curiosidad que se puede visitar cuando se desea alimentar el morbo personal, así que manteneos lejos de mí! No sé para qué demonios has tenido que venir a entrometerte en mi vida. No os necesito ni a Robert ni a tí. No vas a conseguir que cambie, si es eso lo que tienes en mente, de modo que puedes abandonar tus esfuerzos inútiles. Se lo dije a él y te lo repito a ti: llevo una vida fácil y no necesito levantar un dedo para vivir. ¡Mantente alejada de mí! ¿Me has entendido?

Dio media vuelta sobre sus talones, abrió la puerta con violencia y se marchó dando un portazo.

Sarah se quedó paralizada, estupefacta y dolida, la boca contraída, las mejillas ardiendo. Sentía el picor característico del llanto detrás de su nariz y sabía que de un momento a otro sus ojos se humedecerían. Patrick había dejado de guardar tipos y la observaba con expresión triste.

Sarah caminó con dignidad hasta el perchero. Si miraba a Patrick, ambos se sentirían incómodos. Con la cabeza gacha, se puso el abrigo y el sencillo sombrero marrón.

– Espero que puedas arreglártelas sin mí un rato, Patrick -susurró.

– Claro -respondió él en el mismo tono suave.

Sarah se fue.

Necesitaba esconderse. Se encerró en su cuarto de la pensión de la señora Roundtree; allí se sentó en una silla dura al lado de la ventana y, por fin, se permitió llorar. Lo hizo en silencio, sin moverse, con las manos muertas sobre la falda; las lágrimas caían en su regazo formando manchas oscuras en su falda a rayas azules.

«Addie, Addie, ¿por qué? Sólo quiero ser tu amiga. Yo también necesito una amiga, ¿es que no lo entiendes? Estamos unidas por lazos que no pueden romperse, por más que tú lo intentes. La misma madre, el mismo padre, recuerdos comunes. Soy sangre de tu sangre, el único pariente vivo que te queda, como tú lo eres para mí. ¿Acaso eso no cuenta?»

Qué devastadora era la soledad de los excluidos. Abrirse a alguien con amor y ser rechazada provocaba en Sarah un dolor jamás experimentado. Se sentía tan abandonada como una huérfana, o como una anciana que ha sobrevivido a sus hijos. Sentada junto a la ventana, agotada, inmóvil, tenía la impresión de que las lágrimas rodando por sus mejillas se llevaban sus últimas reservas de energía. Con un profundo suspiro, se puso en pie y se echó en la cama buscando la evasión del sueño.