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– He venido para acompañarte a casa.

– De acuerdo. Pero antes tengo que pasar por la oficina del periódico.

– Claro.

Fuera, hacía una noche fría y ventosa. Noah hubiese querido cogerla del brazo pero no lo hizo. ¿Qué le ocurría? Había hecho, a lo largo de su vida, cientos de cosas más íntimas con cientos de mujeres y ahora no se atrevía ni a cogerla del brazo.

– Los niños necesitan alas. Veré qué puedo hacer con papel de imprenta y engrudo. ¿No han cantado de maravilla?

– Como verdaderos angelitos. Les gustas.

– Y ellos a mí también. Nunca había trabajado con niños. Su capacidad de respuesta es sorprendente.

En la oficina, Sarah encendió una lámpara. Noah esperó mientras ella cogía un rollo de papel y luego la ayudó a atarlo con una cuerda.

– Ojalá se me ocurriera alguna manera de darle brillo a las alas -comentó ella.

– Mica -sugirió él.

– Mica… ¡claro, eso es! -exclamó.

– Se puede triturar con un mortero y después se rocía sobre el engrudo húmedo; debería pegarse.

– ¡Qué buena idea!

– Si quieres, puedo conseguírtela.

– ¿En serio?

– Por supuesto. Mañana no tendré tiempo, pero pasado tendrás tu mica. Y la tendrás triturada.

– Oh, Noah, gracias. -Sus ojos azules brillaron llenos de gratitud sincera.

Él sonrió y asintió, complacido consigo mismo y por el entusiasmo de ella.

– ¿Lista? -preguntó, levantando el rollo de papel y acercándose a la lámpara.

– Lista.

Noah bajó la intensidad de la luz y la siguió hasta la puerta. Cuando Sarah la estaba abriendo, la detuvo.

– Espera un momento, Sarah.

Ella se giró.

– ¿Qué pasa?

Con la mano libre, él cerró la puerta, quedando así los dos dentro de la oscura y silenciosa oficina.

– Sólo esto… -Ladeó la cabeza y se acercó a ella. El ala de su sombrero chocó contra el gorro de Sarah. Rieron, Noah retrocedió y se quitó el Stetson-. ¿Puedo volver a probar?

– Por favor, hazlo.

Esta vez resultó perfecto, sus bocas se unieron suavemente y permanecieron así mientras el péndulo del reloj marcaba el paso de diez… quince… veinte lentos segundos. Con el sombrero en una mano y el rollo de papel en la otra, Noah no podía abrazarla. Ella podría haberse escabullido con facilidad después de un breve roce de labios, pero se quedó quieta, inclinando la cabeza, sumisa y complacida. La oscuridad acrecentó su sentido del tacto. Lo suave se volvió más suave. Lo tibio, más tibio. El aliento de Noah acariciaba las mejillas de Sarah, el de Sarah, las de él. Ambos esperaron, como en un contrapunto, a ver qué hacía el otro. Noah introdujo su lengua en la boca de Sarah, que a su vez la buscó con la suya. Se tantearon mutuamente, todavía un poco sorprendidos, con las bocas apenas abiertas. El beso concluyó como una telaraña que se rompe, con una separación progresiva.

El reloj se hizo notar durante algunos segundos, antes de que Noah hablara.

– Algo me ha ocurrido esta noche mientras cantaba contigo.

– Me sorprendió tanto lo que hiciste.

– A mí también. He hecho muchas cosas con mujeres, pero ésta es la primera vez que canto con una. ¿Te diste cuenta de que te ruborizabas al girarte y verme?

– ¿Lo hice?

– Sí, lo hiciste. Y entonces fue cuando ocurrió.

– Cuando ocurrió ¿qué?

– Lo mismo que está pasando ahora.

– ¿Y qué está pasando ahora?

– Mi corazón late rápido.

– ¿En serio?

– ¿El tuyo no?

– Sí… pero yo había pensado que…

– ¿Qué?

– Había pensado que la primera vez que me besaste, suspendí un examen.

– ¿Qué examen?

– Creí que me estabas probando… para ver si te gustaba, y que no te gustó.

– Pues te equivocaste, Sarah.

– ¿Cómo iba a saberlo? Después de aquel beso, me mirabas igual que a los hombres.

– Estaba tratando de comportarme del modo correcto.

– No estoy segura de que alguna vez lo nuestro llegue a ser lo correcto.

– ¿Porqué?

– Por mi hermana.

– Tu hermana no significa nada para mí.

Seguían cerca, acostumbrándose a la sinceridad y a las reacciones que provocaba.

– ¿Te importa que deje lo que llevo en las manos, Sarah?

– Si quieres.

Noah se agachó y dejó en el suelo el rollo y el Stetson. Luego se irguió, la cogió por la parte superior de los brazos y se quedaron inmóviles, el uno frente al otro, escuchando sus respiraciones aceleradas. Él la atrajo hacia su pecho, buscó su boca una vez más y se unieron en un beso como ninguno de los dos jamás creyó que podía ocurrir, con un abrazo apasionado y una profunda fusión de lenguas. Noah deslizó una mano por la espalda del abrigo de lana rugosa y ella hizo lo mismo a lo largo de la áspera chaqueta de piel de oveja. Amortiguadas las caricias por ambas prendas, se abandonaron a ese preciado momento de intimidad que los llenaba de estupor.

Se separaron tan lentamente como antes, todavía pasmados.

– Todo esto es tan extraño, Noah.

– Lo sé.

– Es como si no fuéramos tú y yo.

De pie en la oscuridad, callaron, recordando… el comienzo hostil y la aversión mutua, y ahora aquello.

Sarah le sorprendió al pedirle:

– ¿Podemos hacerlo de nuevo, Noah?

– Bueno, Sarah Merritt -dijo él con una sonrisa en la boca-. Me sorprende usted.

Le cogió la cabeza con las dos manos y la boca y los sentidos de Sarah se embriagaron con el aroma a jabón de afeitar que durante todas aquellas semanas la había acompañado a través de la mesa del desayuno. Su bigote era suave, su lengua más aún, húmeda y tibia al entrar en contacto con la de ella. Sarah correspondió al beso con ardor, en tanto él la abrazaba con tanta fuerza que sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo.

Cuando los talones de ella volvieron a tocar el suelo, ambos jadeaban.

– Creo que será mejor que nos vayamos a casa-susurró Sarah.

– Sí. Es tarde.

Noah recogió su sombrero y el rollo de papel y la siguió al exterior del edificio, esperando a que ella cerrara con llave. Mientras subían la colina, curiosamente no encontraron mucho de qué hablar. Al final del camino, ella subió los peldaños delante de él y se detuvo al alcanzar la puerta de entrada; era una mujer sin experiencia en aquellos casos. ¿Se suponía que tenían que besarse antes de entrar?

– El jueves iré a por la mica -dijo Noah, algo desconcertante.

– Gracias… sí, a los niños les encantará.

– Te la llevaré a la oficina.

– De acuerdo.

Sarah extendió una mano hacia el picaporte y él la detuvo tocándole torpemente una manga.

– Sarah, no sé expresarme muy bien, pero… -Le soltó el brazo y pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro-. Ha sido maravilloso cantar Noche de paz contigo esta noche.

– Sí, lo ha sido. Tu voz es preciosa, Noah. Quizá cuando tengamos nuestra iglesia te incorpores al coro.

– Si tú lo diriges, tal vez lo haga.

El cielo estrellado proporcionaba suficiente claridad para que Noah distinguiera bien las facciones del rostro de la mujer, aunque el suyo permanecía oculto por la sombra del ala del sombrero. Sarah esbozó una sonrisa tímida.