Ella se volvió hacia la ventana, cogiéndose los brazos con fuerza. Ya no sonaba la música, el encanto se había roto.
Abatido y sintiéndose culpable, Noah recogió la manta del suelo, se acercó a Sarah y se la echó por encima de los hombros.
– Quiero que sepas algo, Sarah. Yo estoy tan sorprendido y desconcertado como tú por lo que está sucediendo entre nosotros. Creo que ninguno de los dos esperaba llegar a sentir lo que sentimos. De hecho, creo que los dos estamos luchando contra nuestras emociones. Pero, te aseguro, Sarah, que no he venido aquí esta noche sólo porque te deseara. Hay mucho más que eso. He llegado a admirarte por muchas razones: eres inteligente, trabajadora y valiente, y luchas por las cosas en las que crees. Iglesias, escuelas, aceras de madera, para frenar una epidemia de viruela, incluso para cerrar los burdeles. Sé que cuando salga de este cuarto dudarás de mi honestidad, pero debes creerme. Incluso cuando te encerré en aquella mina, pensé que eras una de las personas más valientes que había conocido. Valiente y osada. Desde entonces, me has demostrado que estaba en lo cierto. Y, últimamente, me han gustado otras cosas de tí… la forma en que tratas a los niños, la energía que has volcado en el espectáculo de esta noche… de acuerdo, ríete de mí, pero hasta cantar Noche de Paz contigo ha cambiado algo entre nosotros. Todo eso ha ocurrido antes de esta noche. Sarah… por favor mírame. -La obligó a girarse-. Lo que ha sucedido aquí no es motivo para llorar.
Las lágrimas, sin embargo, no dejaron de brotar de sus ojos.
– Lo que hemos hecho no está bien. Embrutece nuestros sentimientos.
– Lamento que pienses así.
– Pues así es.
– En ese caso, te prometo que no volverá a ocurrir. -Dejó caer las manos y dio un paso atrás-. Bueno… me voy.
Con la cabeza gacha, se dirigió hacia la puerta. Sarah se sentía desolada y quiso alcanzarlo y decirle que ella también lo sentía; pero no pudo: era ella quien tenía la razón, y él se había equivocado al entrar en su cuarto y forzar la situación. Los hombres buenos y caballerosos no hacían eso. En la puerta, Noah se giró.
– Feliz Navidad, Sarah. Espero no habértela estropeado.
– Lo he pasado muy bien con los villancicos -precisó ella con tristeza.
Él estudió la silueta de Sarah contra la luz tenue de la ventana, abrió la puerta y desapareció en silencio.
Capítulo Trece
A medianoche del 24 de diciembre, el burdel de Rose Hossiter estaba abarrotado de mineros solitarios buscando compañía para aliviar su nostalgia navideña. Habían acudido solos a la función de Navidad pensando en sus hogares… en las madres, padres, hermanos, novias y amigos que habían dejado atrás en grandes ciudades como Boston, Munich y Dublín; o en comunidades rurales de extraños nombres. La mayoría de ellos pensaban en fogones familiares, en el pan que hacían sus madres y en sus viejos perros mascota, seguramente muertos hacía tiempo. Algunos pensaban en los hijos y esposas que habían dejado y que llegarían en primavera.
Los había que estaban borrachos.
Otros llorosos.
Todos solitarios.
Los triángulos de Tom Poinsett favorecieron el negocio de la prostitución más que ninguna otra cosa desde que se descubriera oro en Deadwood. Mientras sonaban, la marea de hombres solitarios que acababa de ofrecer oro en polvo al niño Jesús, se disponía a destinar el que les quedaba en las bolsas al alquiler de un pecho suave, cálido y compasivo donde poder descansar y aliviar la nostalgia.
Robert Baysinger se encontraba entre ellos.
Permaneció en el teatro hasta que se apagaron las luces; había visto a Sarah marcharse con el marshal; a los Robinson con su bebé; a los Dawkins con su familia; a la señora Roundtree con un grupo de pensionistas. A medida que el lugar iba quedándose vacío, la sensación de soledad de Robert iba en aumento. ¿A quién tenía él en aquel pueblo, a excepción de aquella por quien debía pagar? Maldita Addie con su obstinada indiferencia. El sentido común le decía que debía despreciarla, pero no podía. Después de todo, había decidido establecerse en Deadwood por ella.
Triste, se puso el abrigo y el sombrero, cogió el bastón y salió a la calle, donde el sonido de la música que llegaba desde la montaña le hizo levantar el rostro hacia el cielo, haciendo más intensa su desolación. Se detuvo un momento, se puso los guantes de cuero y dejó que las notas lo estremecieran. En su pueblo había un campanario que daba las horas.
El tañido de las campanas solía despertarlo por las mañanas.
Dormían tres en una cama… Walt, Franklin y él. Siempre escaseaban las camas, la comida y el dinero. A veces hasta el amor. Quizá se equivocaba con respecto a eso: tal vez la escasez no había sido de amor sino de tiempo para demostrarlo.
Cuando recordaba a sus padres, se le aparecían en la memoria agotados por el trabajo, sin un solo minuto para charlar con tranquilidad. Su padre trabajaba catorce horas al día, tratando de ganar dinero suficiente para alimentar a su numerosa familia, que parecía contar con un nuevo miembro cada año. Edward Baysinger trabajaba diez horas diarias como fabricante de baúles en la Fabrica de Cuero Arndson; por las noches, en un diminuto taller detrás de la casa, fabricaba cajas de madera para cepillos en un torno de madera a pedal. A veces afilaba cuchillos y tijeras. Otras, reparaba sillas y otros muebles. O compraba y vendía hueso. Siempre recolectaba grasa y sebo con los que su esposa, Genevieve, elaboraba un jabón amarillo que vendía para complementar los ingresos familiares, que nunca eran suficientes. Fuera cual fuese el trabajo secundario, los chicos siempre tenían que ayudar. Cargaban madera; vendían virutas para encender el fuego; fabricaban mangos de hueso para cepillos de dientes; mendigaban grasa de desecho de casa en casa; vendían jabón de puerta en puerta y, a medida que crecían, entraban a trabajar en la Fábrica de Cuero Arndson. La única tarea de la que se libraban los varones era la de remover y cortar el jabón, que recaía en las dos hijas del matrimonio Baysinger, las cuales, además, colaboraban en el interminable lavado y planchado de ropa y en la preparación de comida para los trece miembros que formaban la familia.
Cuando Robert cumplió doce años, ya sabía que quería algo mejor que ese inacabable círculo vicioso del esfuerzo estéril en que veía sumidos a sus padres. A los treinta años, su madre estaba demacrada y consumida. El carácter de su padre se hacía cada vez más agrio y cínico en relación a sus responsabilidades crecientes.
Aunque para Genevieve y Edward Baysinger la escuela constituía un lujo, su hijo Robert luchó por su derecho a continuar estudiando a la edad en que los demás entraban a trabajar en la fábrica. Fue en la escuela donde conoció a las hermanas Merritt.
Algún tiempo más tarde, cuando ya era lo bastante grande para mendigar grasa en las puertas traseras de las cocinas para la marmita de jabón de su madre, llamó un día a una puerta desconocida y, para su sorpresa, Adelaide Merritt le abrió.
– ¡Robert! -había exclamado-. ¡Hola!
Le mortificaba tener que pedir a una compañera de escuela los restos de grasa de sus sartenes, pero Adelaide se mostró dulce y amable. Lo invitó a entrar a una cocina muy limpia donde una mujer gorda sin corsé, llamada señora Smith, cogió una lata llena de grasa usada y se la ofreció junto con pastel de manzana frío y leche. Robert compartió tales manjares con Addie Merritt, los dos sentados a una magnífica mesa redonda cubierta con un mantel y decorada con un ramo de margaritas y albahaca fresca y de olor penetrante que, según le explicó el ama de llaves, ayudaba a mantener alejadas de la cocina a arañas y hormigas.
Desde el principio, Robert quedó cautivado con tanto espacio para sólo cuatro personas. Espacio, orden y silencio. Un silencio fantástico. Donde él vivía, el silencio total sólo se daba muy entrada la noche, e incluso entonces algún que otro ronquido perturbaba la calma. Alrededor de la mesa de Addie sólo había cuatro sillas. En su casa, trece. Sobre los hornillos de la cocina, una tetera en vez de tres. En un tarro en el armario había un montón de galletas a las que le invitaron después de la tarta de manzana. En toda su vida, Robert jamás había conocido tal opulencia, puesto que en casa de los Baysinger, las galletas eran algo que nunca llegaba a guardarse en un tarro: no duraban lo suficiente.