– Gracias, señora Smith. Ahora, si no le importa disculparnos un momento, me gustaría hablar a solas con el joven Robert.
– Por supuesto. -Se puso de pie con dificultad. A lo largo de los años se había vuelto más rolliza-. Tengo que ir al mercado, y como Robert regresará al banco desde aquí, les deseo a los dos buenas tardes.
Cuando la señora Smith abandonó el local, Isaac Merritt indicó con una mano la silla que la mujer había dejado vacía.
– Siéntate, Robert.
Robert obedeció.
Merritt también se sentó, juntó las manos y se las llevó a los labios. Contempló a Robert en silencio durante unos segundos.
– ¿Así que estás enamorado de Addie? -Hablaba con mucha tranquilidad, teniendo en cuenta su anterior vehemencia.
– Sí, señor, la amo.
– Y quieres casarte con ella.
– Cuando sea el momento adecuado.
– Ah, sí… -Merritt cogió un cigarro de una caja de madera-. Cuando sea el momento adecuado. -Le cortó la punta-. Y, ¿cuándo será eso?
– Cuando ella termine la escuela, aunque tenía pensado darle a conocer mis intenciones cuando cumpliera dieciséis años.
– El año que viene.
– Sí, señor.
– Entonces tú tendrás diecinueve, ¿no es así?
– Sí, señor.
Merritt encendió el cigarro y expulsó el humo por la boca hacia el techo. Reclinándose en la silla, añadió:
– Me pareció mejor no extenderme en el asunto con la señora Smith presente, pero eres lo bastante adulto como para que mantengamos una conversación de hombre a hombre. -Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre el escritorio y estudiando el cigarro mientras lo hacía girar entre los dedos-. Yo también tuve una vez dieciocho años, Robert. Conozco la… -pensó un momento-…la impaciencia que un hombre siente a esa edad. -Levantó la cabeza-. Como una fruta madura esperando caer, ¿no?
Robert se sonrojó pero no evitó su mirada.
– Pese a lo que pueda creer, señor, Addie y yo nunca hemos estado solos de forma premeditada, y cuando lo estuvimos, jamás ocurrió nada merecedor de reproche entre nosotros.
– Por supuesto que no. Pero la has besado, supongo.
– Sí señor, pero nada más.
– Desde luego que no, sólo sus luchas internas.
Robert no pudo negar aquello.
– Supongo que una chica de quince años tiene edad para ser besada… en mi época era así. Pero piensa, Robert, en las exigencias que la situación le impone a ella. Tú ya tienes dieciocho años, eres un hombre. Lo suficientemente mayor para casarte, si quisieras; para tener una familia, un hogar, las libertades del estado marital. Has empezado a tratar a Addie como si fuera una mujer, pero ella sabe que no lo es. ¿No crees que es lógico que reaccione como lo está haciendo? ¿Con períodos de desánimo y abatimiento? Se siente culpable porque cree que te hace perder el tiempo. Y pese a tus declaraciones de honor, a tus buenas intenciones y a que te creo, lo mejor para los dos sería que vieras con menos frecuencia a Addie hasta que esté en edad casadera.
Aunque Robert se descorazonó, admitió que a veces él también había pensado del mismo modo.
– Dos años no es tanto tiempo -prosiguió Merritt-. Tengo entendido que estás aprendiendo con personas importantes en el banco. Dentro de dos años, sabrás casi tanto como ellos. Sin duda ahorrarás algo de dinero y lo invertirás según su consejo. Soy el primero en admitir que no me importaría tener una hija casada con un banquero de futuro prometedor que algún día será, tengo razones para creerlo así, un líder próspero de su comunidad. La fe de la señora Smith en tí tiene sólidos fundamentos. He hecho averiguaciones sobre tí y debo decirte que estoy verdaderamente impresionado. No obstante, como ya te he dicho, creía que era Sarah quien te interesaba. Perdóname por confesar mi desilusión al ver que no es así. Con su aspecto ordinario y su afición a los libros, no le resultará fácil encontrar un marido. Pero ya que es Addie quien te interesa, quizá tú y yo podamos llegar a un acuerdo.
»Durante los próximos dos años, dedícate a aprender bien tu oficio en el banco. Hazte una buena posición, invierte tu dinero… puedo ayudarte si lo deseas… pero aléjate progresivamente de Addie. Visítala de tanto en tanto, por supuesto, pero ofrece excusas razonables por tener menos tiempo del que desearías para dedicarle. Y cuando ella cumpla diecisiete, me hará muy feliz daros mi bendición para que os caséis.
A Robert le parecía bien, aunque se sintió algo abatido. Dos años evitando a Addie; ¿cómo hacerlo después de haberla visto casi a diario durante años?
– ¿Tengo su autorización, entonces, para proponerle matrimonio cuando cumpla los dieciséis?
– La tienes.
– Gracias, señor.
Robert se puso en pie y extendió su mano. Merritt se la estrechó con fuerza.
– No se arrepentirá -prometió el joven-. Trabajaré duro los próximos dos años para dar a Addie el hogar que se merece.
– Estoy seguro de ello. Ah, y te estaré vigilando… aunque no te des cuenta.
Robert sonrió y soltó la mano de su futuro padre político.
– Ya verá. Algún día seré tan rico como usted.
Isaac Merritt rió mientras el muchacho se encaminaba hacia la puerta.
– Ah, otra cosa más, Robert. -El muchacho se detuvo y se giró-. No creo que sea necesario hablar a Addie de esta conversación. Después de todo, llegado el momento, ella será quien elija.
– Por supuesto, señor.
– Buena suerte, Robert.
– Igualmente, señor. Gracias.
Los seis meses que siguieron a aquel encuentro fueron los peores en la vida de Robert, eludiendo a Addie, y por lo tanto también a Sarah, renunciando a su amistad con excusas razonables y otras no tanto. Vivía aterrado pensando que Addie pudiera dejar de quererlo. En cierta ocasión, habló con Sarah al respecto durante un paseo en el que le confesó su soledad y confusión, y el dolor que le había causado el comportamiento anterior de Addie. Le explicó que estaba trabajando para asegurar su futuro e insinuó que era el futuro de Addie también, aunque estaba forzado por su promesa a Isaac Merritt a mantener en secreto sus intenciones.
¿Había otros muchachos en la escuela que le gustaran? No, ninguno que Addie hubiera mencionado, le garantizó Sarah. ¿Le había hablado sobre si sus sentimientos hacia él habían cambiado? No, había respondido Sarah. ¿Hablaba de él?, había preguntado con ojos anhelantes. Esa pregunta obtuvo por toda respuesta una mirada de desaliento.
El cumpleaños de Addie era en junio. Dos semanas antes, Robert le envió una nota pidiéndole una cita para el domingo anterior. Harían una merienda campestre en el Jardín Botánico.
Alquiló un coche de caballos por primera vez en su vida y la pasó a buscar con gran ceremonia. Se había comprado para la ocasión un traje de tres piezas de hilo, color marrón claro, y llevaba un cuello asfixiante debajo de una corbata anudada con gran esmero. Addie llevaba puesto un ligero vestido de color lavanda y un sombrero de paja de ala ancha. Llevaba también una sombrilla de encaje blanco. Desde el instante en que se miraron en la puerta, advirtieron una tristeza mutua, un estado de desconsuelo inmenso, cercano a la melancolía, que los acompañó hasta el carruaje. Robert la ayudó a subir y ella corrió la falda de su vestido para que él se sentara a su lado.
– ¿Quieres que suba la capota? -preguntó él.
– No, con mi sombrilla es suficiente.
Robert hizo chasquear el látigo y el caballo arrancó al trote con paso enérgico.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó por fin Robert.
– Bien -respondió Addie.
Se habían vestido con sus mejores galas; él con su primer traje de verano, que le había costado muy caro; ella con su primer sombrero de mujer y el vestido con enaguas crujientes como el que utilizaban las mujeres hechas y derechas; habían franqueado la imprecisa frontera entre la pubertad y la madurez, algo que nada tenía que ver con la edad y estaban descubriendo que eso les imponía un silencio incómodo.