En el Jardín, él la ayudó a descender y llevó la cesta de comida, envuelta en la toalla que su madre utilizaba para secar los platos: aunque se había gastado bastante dinero en un traje elegante que realzaría su imagen en el banco, no se haría rico derrochándolo en cestas de mimbre.
– Había pensado que podíamos ir a la glorieta que hay más allá del invernadero de naranjos -sugirió-. ¿Has estado allí alguna vez?
– Sí, mi padre nos ha traído muchas veces.
Caminaron juntos bajo el sol, a lo largo de senderos de grava, entre consólidas reales del color del cielo y púrpuras petunias aterciopeladas que convertían el aire en néctar aromático, y luego entre dos magníficas hayas color cobre, tan anchas como casas y con enormes ramas colgantes que proporcionaban sombra; bajo el sol de nuevo, a lo largo de un sendero de rosas y a través de un invernadero, donde delicadas palmeras medraban en el calor húmedo; de nuevo a la sombra, entre altos arbustos de boj y a través de un arco ornamental, que los condujo a un recinto circular verde rodeado de más arbustos de boj. En su interior, petunias blancas, y amarantos rojos y brillantes formaban un dibujo estrellado. En el centro, pintada de blanco y con gruesas parras de color esmeralda, se erigía una glorieta.
Habían tardado diez minutos en llegar allí, y en todo aquel tiempo ninguno de los dos había abierto la boca.
Addie subió los escalones que conducían al interior de la glorieta y se sentó; su falda cubrió el ancho del banco de madera, de modo que Robert se vio obligado a sentarse frente a ella.
Él esperó alguna seña y la llamó con los ojos, pero ella desvió su mirada hacia el emparrado sobre su cabeza y comentó:
– Hace fresco aquí.
Su frialdad le dolía. Robert no sabía cómo llegar a ella, cómo obligarla a dejar de lado esa indiferencia que había adoptado.
– Hacía mucho que no salíamos juntos.
– Sí.
Robert desató el nudo de la toalla.
– No son exquisiteces como las de la señora Smith pero es todo lo que pude conseguir. Bizcochos de harina, grosellas en almíbar, jamón y queso. -Puso una ración de cada cosa en una servilleta de tela y se la ofreció.
– Gracias.
Addie colocó la servilleta sobre su crujiente falda, jugando con ella distraídamente, levantando las puntas como montañas rodeando un valle. Miraba la comida y no a él, pero no parecía tener demasiada hambre. Robert masticó un poco de queso, que se le quedó en la garganta; finalmente dejó de comer.
– No comes nada -dijo.
Ella se puso una mano en las costillas y lo miró fugazmente.
– Lo siento. No tengo hambre.
– Yo tampoco.
Robert hizo a un lado las dos servilletas y se quedó mirándola. Observaba distraída los jardines refulgiendo bajo el sol. Se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos sobre las rodillas.
– Feliz cumpleaños, Addie -murmuró.
Addie se giró hacia él. Por un momento, Robert vislumbró un anhelo en su mirada y la misma aflicción que había cerrado su garganta, pero ella agachó la cabeza en un gesto rápido.
– Siento no estar más alegre. Sé que querías que esto fuera una ocasión feliz. Te has tomado tanto trabajo y yo… yo…
Ya no podía dejar de mirarlo. Tenía los ojos iluminados por una pena y un dolor que él no podía entender.
– ¿Qué pasa, Addie?
– Te he echado de menos.
– Pues no lo parece.
– Te he echado muchísimo de menos, Robert, debes creerme.
– ¿Puedo sentarme a tu lado?
– Sí. -Levantó la falda y, cuando él se sentó, el género vaporoso le cubrió casi toda una pierna. La rodilla de Robert presionó un muslo en el interior de las voluminosas enaguas mientras le cogía la mano.
– Te amo, Addie.
Addie cerró los ojos y bajó la barbilla, pero no antes de que él alcanzara a ver las primeras lágrimas.
– Yo también te amo -dijo, todavía con la cabeza gacha.
Él le rozó la mejilla.
– ¿Por qué lloras?
– No… no lo sé… -Había comenzado a sollozar tímidamente, los hombros caídos hacia delante. El corazón de Robert se encogió.
– Por favor, Addie… no llores… -La cogió entre sus brazos, pero el abrazo fue torpe, complicado por el ala ancha del sombrero de paja-. Addie, cariño… shh… -Era la primera vez que la llamaba de ese modo; el término cariñoso resonó en su cabeza y el estómago se le contrajo-. Ya no hay motivo para llorar porque todo va bien. He pedido permiso a tu padre para casarme contigo y me ha dado su consentimiento.
Addie se apartó con los ojos abiertos y llenos de lágrimas.
– ¿En serio?
– Sí, dentro de un año, cuando termines la escuela. -Le quitó el sombrero. El pasador se enganchó en los rizos recogidos en un moño, y los desordenó, haciendo caer un bucle, como una gota de miel, a lo largo del cuello.
La noticia generó más lágrimas. Robert se sentía impotente y buscó con desesperación la forma de contener ese llanto, seguro de que no entraba dentro de sus posibilidades el lograrlo. No obstante, le cogió la cabeza con una mano y la atrajo hacia su pecho.
– ¿Qué ocurre, Addie? Me estás rompiendo el corazón y ya no sé qué hacer. ¿No quieres casarte conmigo?
– No puedo… no debes pe… pedírmelo.
– Pero te lo estoy pidiendo. Dime que dentro de un año te casarás conmigo.
Ella se zafó de su abrazo y respondió:
– No.
Un miedo intenso lo embargó. Reaccionó instintivamente, cogiéndola por los brazos, forzándola a abrazarle, besándola con pasión y un terror atroz ante la posibilidad de vivir sin ella; desde los trece años había sabido que algún día se casarían. La resistencia de Addie se esfumó y el beso se convirtió en algo grandioso, un intercambio acongojado de incertidumbre y deseo, un lamento, un final liberador y exquisito a sus anhelos juveniles, con los brazos de ella alrededor de su cuello y sus bocas abiertas. Robert le tocó un pecho con una mano y Addie lloriqueó contra su lengua.
– Vayamos a algún sitio donde podamos estar solos, Addie.
– No…
– Por favor… -La besó de nuevo, acariciándole los pechos a través de la muselina moteada y la suave ropa interior.
– Basta, Robert. Estamos en medio de un jardín público.
Él sabía dónde estaban: había escogido aquel lugar en previsión de una escena como aquélla.
– Ven conmigo, Addie, por favor. -Su voz era ronca.
– ¿Adónde? -La de ella era débil y frágil.
– Conozco un lugar. Hice una entrega de estacas para plantas una vez.
– No.
– ¿Cómo puedes decir no cuando tu corazón dice sí?
– No debemos.
– Por favor… allí podremos estar tranquilos. Quiero verte, Addie.
Oyeron voces más allá del arbusto de boj y pisadas en la grava aproximándose en su dirección. Robert soltó a Addie, pero no le quitó la mirada de encima mientras cogía el sombrero.
– Póntelo. Vamos.
Oculta por Robert y algunas parras que caían, Addie se puso dos horquillas en el pelo y deslizó el pasador a través del sombrero de paja. Él le entregó la sombrilla, le dio el brazo y se marcharon por el único sendero existente, intercambiando saludos protocolarios con los intrusos. Más allá del borde del seto de boj, Robert le cogió la mano y la guió deprisa a través de sendas florales hasta el final de los jardines, donde Addie se vio obligada a quitarse el sombrero y a encorvarse para seguir avanzando. Más adelante, un camino de carros en un montículo silvestre conducía hasta un cobertizo con puertas de madera. Delante del cobertizo había una carreta llena de flores recogidas por los jardineros el día anterior.
Robert empujó la puerta. Estaba abierta, pero el interior del cobertizo estaba lleno de herramientas de jardinería, baldes y listones de madera. Sólo quedaba un espacio libre cubierto de abono.