– ¿Por qué, Addie? -repitió-. Merezco saberlo después de todo este tiempo. He vivido un infierno pensando que mi atrevimiento fue la causa de tu huida, pero nunca he llegado a entenderlo. Eras joven, lo sé, y yo lo suficientemente mayor para comprender que no estabas lista, pero, ¿por qué abandonaste a tu familia? ¿Tú sabes lo que sufrió tu padre? ¿Y Sarah?
– Yo también sufrí -replicó ella amargamente.
– ¿Entonces, por qué? ¿Por qué esto? -Hizo un ademán con el brazo abarcando toda la habitación.
– Porque es lo único que una mujer sabe hacer por naturaleza.
– No. ¡No me digas eso, porque no te creeré! Aquel día entre las flores marchitas eras virgen. Lo sé con la misma certeza con que puedo decir que esta noche no lo eres. Te aterrorizó lo que estuvo a punto de ocurrir entre nosotros. ¡Por eso nada en esta situación encaja!
Addie rogó: «Cuéntaselo».
Eve dijo: «Acaba con esto de una vez».
Sus ojos se nublaron. Observó el reloj junto a la cama.
– Robert, el tiempo empieza a contar cuando el cliente entra en la habitación. Ya hemos invertido quince minutos. Te quedan otros quince. ¿Estás seguro de que quieres pasarlos hablando?
El sentimiento que había puesto unos minutos atrás en sus palabras, desapareció casi por completo y de manera brusca; Robert supo que no obtendría más respuestas.
Se puso en pie y empezó a deshacerse el nudo de la corbata; dos bruscos tirones, mientras la piel de su cara se tensaba de tal modo que su estructura ósea se hacía prominente. Tenía la boca rígida y la mirada apagada.
– De acuerdo, vamos a ello.
Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero. Después el reloj de bolsillo. El chaleco. Los tirantes. Los zapatos y los calcetines, sentándose en la cama como si fuera la única persona en el cuarto. La camisa, de espaldas a Addie. Luego, los pantalones, hasta quedar en ropa interior de una sola pieza.
Se giró hacia ella.
– Y bien, ¿vas a quedarte sentada toda la noche sobre mis veinte dólares? -Addie no había movido ni un músculo. Sus ojos estaban tan abiertos como aquel día en la alfombra de flores-. ¿Y bien? -la apremió.
«No, Robert. Por favor.»
– A veces a los hombres les gusta desnudarnos.
– Pues a mí no me apetece. Hazlo tú misma -le ordenó.
Su quimono estaba abierto hasta el ombligo. Dejó caer los brazos a los lados, quedando sus manos a la altura de las caderas y esperó, sin entender demasiado por qué él quería humillarla. Tal vez porque él mismo se sentía humillado y rebajado por estar allí, por ser partícipe de aquella depravación que con cada minuto que transcurría se aproximaba a su punto más degradante.
– Estoy esperando, Eve -dijo bruscamente.
Addie se levantó, quedando de pie frente a él, erguida como el poste de la hoguera de Juana de Arco, con la mirada resuelta. Se quitó el quimono y lo arrojó sobre la cama. Se descalzó. Se quitó las ligas. Las medias. El corsé: los ganchos se soltaron con una serie de movimientos bruscos que él siguió con los ojos, desde los pechos hasta el vientre. El corsé cayó al suelo. Se desabrochó la camisa interior y la dejó deslizarse también. Debajo, la piel estaba surcada de líneas rojizas entrecruzadas. Robert contempló aquellos pliegues y surcos, subió a los pechos desnudos, se detuvo allí, y luego ascendió hasta el rostro mientras ella se desabrochaba el botón de los calzones. Una lágrima brillante caía desde cada uno de sus ojos, temblando en el lagrimal, como el rocío en la punta de una hoja.
Robert sintió que se ahogaba. Algo en su interior se desgarró.
– No, así no, Addie -susurró, adelantándose y cubriéndola con su cuerpo, sujetándole los brazos a los lados-. No puedo hacerlo así. -Tenía los ojos cerrados, las pestañas humedecidas-. No a cambio de oro. No contigo odiándome y yo mismo odiándome. Perdóname, Addie.
Ella permitió que la abrazara y la cubriera con su cuerpo. Mientras estaban de pie, así, el cuerpo muerto de ella en los brazos de Robert, Addie, salida de su aislamiento, llamaba a las puertas de un corazón herido.
– Addie, ¿adónde hemos llegado? -Le cogió con suavidad la nuca con una mano abierta y lloraron en silencio, demasiado cerca el uno del otro para verse la cara, demasiado conmovidos para hablar. Una puerta se cerró al final del pasillo. Alguien rió. Abajo, el loro lanzó un chillido. El reloj junto a la cama marcó, ajeno por completo a la escena, el paso de dos costosos minutos… tres… pero no se movieron; el pelo negro de la mujer se enredaba en la barba del hombre y los dedos desnudos de los pies femeninos se apoyaban sobre el pie de él.
– Vístete, Addie -murmuró con voz ronca, disponiéndose a apartarse.
– Espera. -Se aferró a él, todavía ocultando el rostro en su pecho-. Tengo que decírselo a alguien. Ya no puedo seguir viviendo con este secreto.
Robert volvió a rodearla con los brazos y esperó, ocultando su impaciencia. La garganta de Addie descansaba sobre su hombro. Notó como tragaba saliva.
– Fue mi pa… padre -balbuceó al fin, con los puños cerrados apoyados en su espalda-. Solía me… meterse en mi cama por la noche. Me obligaba a ha… hacer todo esto con él.
La revelación cayó sobre Robert como una descomunal caldera de agua hirviendo. Su estómago pareció disolverse. Su mente rechazó de manera automática lo que acababa de oír.
«Has oído mal, Robert.»
– ¿Tu padre? -preguntó en un murmullo.
Ella asintió, golpeando con la cabeza contra su pecho, reprimiendo los sollozos que nacían desde su estómago.
Robert alzó una mano y le apretó la cabeza más fuertemente contra su cuello. Si hubiera podido convertirse en un círculo completo para protegerla por todos lados, lo habría hecho.
– Desde que mi madre se marchó.
– Oh, Addie… -Había ignorado que la compasión pudiera alcanzar proporciones tan enormes.
– Solía dor… dormir con Sarah, pero tras la huida de mamá em… empecé a mojar la cama, así que papá me puso en un cuarto aparte, y fue entonces cuando co… comenzó. Me decía que si me frotaba allí abajo de… dejaría de mojar la cama. Me sentía muy sola sin mamá y al prin… principio me gustaba que se acostara con… conmigo y que me abra… abrazara.
Las lágrimas de Robert cayeron en el pelo de Addie en tanto seguían abrazados como dos hojas en un pasto húmedo.
– Eras sólo una niña.
– Ocurría desde mucho antes de que te conociera. Desde mucho antes de que me enamorara de tí. -Las palabras surgían distorsionadas contra la clavícula de él.
– ¿Abusó de tí completamente?
– Al principio no. Cuando cumplí los doce años.
– Doce…
«Doce… Dios Santo, doce años», pensó. Él la había conocido a esa edad. La había visto tocar el clavicordio con esa ausencia extraña que la alejaba cada vez más de él. Tenía un vestido a cuadros verde con escote blanco, que llegaba casi hasta el nacimiento de sus pechos florecientes. A veces los había mirado furtivamente mientras ella se concentraba en la música. Al recordarlo, se sintió culpable incluso de aquella pequeña travesura adolescente.
– Cuando empezabas a desarrollarte.
– Sí -susurró ella.
– Cuando yo empecé a advertir que estabas convirtiéndote en una mujer. -Addie se quedó callada-. Entonces, las cosas entre nosotros empeoraron por eso, ¿no es así?
Ella permaneció en silencio.
– ¿No es cierto, Addie?
– No fue culpa tuya. Tú no sabías nada de eso.
El mundo tras los párpados de Robert era de color rojo, un rojo agónico.
– Oh, Addie, lo siento.
– Tú no tuviste la culpa. Todo había empezado mucho antes.
– ¿Por qué no se lo dijiste a alguien… a la señora Smith, a Sarah…?
– Me dijo que nadie me creería. Que se reirían de mí y me señalarían con el dedo. Lo que hacíamos estaba prohibido. Yo ya lo sabía por aquel entonces. Mi padre llegó a decirme que se lo llevarían lejos de casa y que Sarah y yo nos quedaríamos solas. Le creí. Además, tenía miedo de confesárselo a la señora Smith. Y en cuanto a Sarah, ¿cómo decírselo? Jamás me hubiera creído. Papá era su héroe.