– Cuando hayas terminado de asearte, da un par de golpes en la pared. Si quieres, hablaremos.
– Gracias, Robert.
Él sonrió.
– Te traeré una camisa de dormir, espera un minuto.
Addie escuchó el ruido de sus pisadas ir y venir. Reapareció y le entregó una camisa de dormir doblada. Era de franela, a rayas azules y blancas. Las rayas se distorsionaron cuando ella las observó a través de las lágrimas.
– Gracias, Robert. -Volvió a decir.
Él se acercó y le levantó la barbilla con el puño.
– Un par de golpes, ya sabes. -Dicho esto, se marchó, cerrando la puerta detrás suyo.
En el cuarto había una mecedora. Addie se dejó caer en ella y se acurrucó, hundiendo el rostro en la camisa de dormir. Permaneció un largo rato sentada, inmóvil, aclimatándose a la libertad, preguntándose cuáles serían las intenciones de Robert. El agua ya debía de estar caliente. Se puso de pie con una extraña sensación y se acercó a probarla con un dedo. El único recipiente que tenía para asearse era una palangana debajo de la jarra. Se las arregló con eso; colgó las toallas con cuidado y se estuvo un rato junto a la estufa para calentar su piel, sintiendo como se esfumaba el miedo. Se puso la camisa de dormir. Era como meterse debajo de la piel de Robert, donde todo era normal y seguro y uno sentía que tenía un destino en la vida. Se cepilló el pelo y recordó cuánto le disgustaba a él que fuera negro, de modo que recogió la toalla húmeda y la envolvió alrededor de su cabeza en forma de turbante, antes de dar dos suaves golpes con los nudillos en la pared.
Oyó abrirse y cerrarse la puerta de al lado y los pasos de Robert aproximándose. Entró en la habitación y dijo:
– Tu cuarto está más caliente que el mío. ¿Puedo pasar?
– Por supuesto.
Entró y cerró la puerta con naturalidad. Llevaba pantalones de lana negros, camisa blanca y tirantes. La cogió de la mano y la acercó a la luz.
– Bueno, mírate… -Observó su rostro a la luz de la lámpara. La estudió con detalle, con una ligera sonrisa en los labios-. Después de todo, eres realmente Addie Merritt. ¿Cómo te encuentras?
– Mucho mejor. Confundida. Desorientada. Asustada.
Él bajó los brazos.
– ¿Prefieres estar sola, Addie?
– No, yo… es Nochebuena, ¿y a quién le gusta estar solo en Nochebuena? Me gustaría hablar, Robert, de verdad, pero podría perjudicar tu reputación que se supiera que has estado conmigo en mi habitación. En Rose's es una cosa, pero aquí… éste es un establecimiento respetable, estoy segura.
– Addie. -La cogió de la mano y la condujo a la cama-. Debes empezar a preocuparte por las cosas verdaderamente importantes. -Colocó las almohadas contra la cabecera y le ordenó-: Siéntate. -Cuando ella lo hizo, añadió-: Hazme un sitio. -Se puso a su lado sobre la colcha, la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. Estiró las piernas, cruzó los tobillos y añadió-: Escucha… las campanadas han cesado.
Ambos aguzaron el oído.
Una brasa chispeó en la estufa.
Alguien roncaba al otro lado del pasillo.
Mandamás saltó a la cama y se instaló sobre la bragueta de Robert.
Robert y Addie rieron.
– Bueno, parece que ya ha encontrado un sitio cómodo. -dijo él.
Ella rió otra vez y después suspiró.
– Oh, Robert, no sé cómo empezar.
De algún modo, encontró la forma.
Comenzó por contarle la desilusión que le había causado la huida de su madre, la sensación posterior de ser diferente a los demás niños, que aún tenían madres. Los años de solitaria nostalgia, marcados por la llegada de la señora Smith, cuando ella y Sarah solían pasarse las horas muertas junto a la ventana mirando hacia la calle Lampley, esperando ver aparecer por ella la silueta de su madre. Su mortificación infantil cuando comenzó a mojar la cama y el miedo cuando las quejas de Sarah determinaron su traslado a otra habitación donde la soledad se intensificó. El alivio la primera vez que su padre se había deslizado al interior de su cama para consolarla en la oscuridad. La confusión y la ignorancia pueril de lo que verdaderamente estaba sucediendo, seguida de la sensación de repugnancia y el sentimiento de culpabilidad sexual. Las súplicas para que se le permitiera volver a dormir con Sarah, quien con frecuencia decía: «Pero pataleas, me quitas las sábanas y hablas en sueños. Ve a dormir a tu cuarto». Los ruegos para que se pusiera un pestillo en su habitación, mientras su padre declaraba a Sarah y a la señora Smith que la mejor forma de curar los problemas de Adelaide no era cerrando la puerta a los monstruos, sino dejándola abierta para que ella se diera cuenta de que no existían. Acostándose antes de que su padre regresara de la oficina, yaciendo rígida y con los párpados temblorosos, fingiendo estar dormida con la esperanza de que él pasara de largo hacia su cuarto. Sus esfuerzos en la escuela, destinados a que su padre le enseñara el oficio de editor como a Sarah. Llegó a detestar su belleza física, a la que, no sin razón, achacaba su suerte.
Y, por fín, habló de la irrupción de Robert en su vida.
Su atracción inmediata hacia él. Su alivio cuando Isaac había permitido que él las visitara. Sus celos ocasionales de Sarah que, con su inteligencia, similar desde su punto de vista a la de Robert, podía ofrecerle más en lo que a conversaciones estimulantes e intercambios humorísticos se refería. Luego, la llegada de la pubertad y el principio de las traumáticas relaciones sexuales forzadas con Isaac. La vergüenza y el sentimiento de culpa que trajeron consigo. El florecimiento de su incondicional amor por Robert, mezclado con la culpa por no ser virgen, y el temor de que, en caso de que llegaran a ser amantes, él descubriera su inesperado estado y la rechazara.
– Me sentía tan indefensa -dijo-, él me decía que si alguna vez lo contaba, ningún hombre me querría, y yo le creía.
– Claro. Te despojó de toda tu autoestima.
– Tenía la sensación de llevar una mancha deshonrosa y de que, fuera donde fuera, todos la notarían, en especial tú.
– Nunca me di cuenta, nunca.
– Cuando te lo he confesado esta noche, te ha sorprendido, ¿verdad?
– Ha sido como si me clavasen un hacha en plena espalda.
– Así que, imagínate mi miedo a que lo descubrieras cuando tenía quince o dieciséis años. Te hubiera repugnado, tal como afirmaba mi padre.
– Quizá sí. ¿Quién puede saberlo ahora?
– Siempre después de que me besaras, iba a mi cuarto y lloraba.
– Y aquel día en el Jardín Botánico…
– Pensé que si seguíamos adelante te darías cuenta de que no era virgen. Tenía tanto miedo de perderte…
– … así que huíste y fui yo quien te perdió.
– Creía que no tenía alternativa. No podía seguir soportando las vejaciones a las que me sometía mi padre y tampoco acudir a tí.
– Dejaste atrás a dos personas muy confundidas y preocupadas… tres, contando a la señora Smith.
– Me costó mucho hacerlo, pero, como te he dicho, creía que no tenía otra opción.
– ¿Adónde fuiste? Quiero decir, primero.
– Empecé en Kansas City, pero una de las chicas se quedó embarazada y dio el bebé en adopción. Eso nos puso en una situación difícil a todas, así que me mudé a Cheyenne para cambiar de ambiente. Allí, una de las chicas puso vidrio triturado en la palangana de otra… había mucha competencia por los clientes ricos. La chica estuvo a punto de morir. Era amiga mía… bueno, hasta donde se puede serlo en ese negocio. Así que después de eso vine aquí con el estallido de la fiebre del oro. Pero los prostíbulos son todos iguales. En realidad sólo intercambiaba una prisión por otra. Lo importante era que odiaba a los hombres y podía desquitarme con cientos de ellos por lo que uno me había hecho. -Se quedaron callados un rato antes de que ella concluyera-. Debes saberlo, Robert, todavía siento esa aversión hacia los hombres.