– Si Addie quiere, no tengo inconveniente.
– ¿Addie? -Sarah la miró a los ojos.
Addie estaba un poco pálida.
– ¿Ahora? -Robert le cogió las manos.
– Sarah tiene razón. Así habrás zanjado ya ese asunto y podrás concentrarte en tu futuro. Piensa, Addie, un futuro lleno de posibilidades… todo lo que tienes que hacer es romper definitivamente con Rose. En cuanto al dinero, a mí no me importa. Déjalo allí si quieres.
– Pero me lo he ganado. Tal vez tú no lo quieras pero… bueno, es todo lo que tengo por ahora para ayudar a Sarah y pagar mi manutención.
– Está bien. Pero vayamos cuanto antes.
Bajo la mirada sincera y decidida de Robert, Addie se volvió dócil y dijo sumisa:
– De acuerdo, Robert, como tú digas.
El sol se había ocultado tras el contorno oeste del cañón. Main Street estaba sumida en la oscuridad y casi desierta. En algún sitio, un pájaro carbonero cantaba su repetitiva melodía de dos notas y un burro rebuznaba en la lejanía.
Cuánto más cerca estaban de su destino, tanto más fuerte se agarraba Addie del brazo de Robert.
– ¿Estás asustada?
– A Rose no le será fácil encontrar otra chica en pleno invierno, y sin chicas, pierde dinero.
– ¿Te ha amenazado alguna vez?
– No, no abiertamente, pero es una mujer dura. Todas en este negocio lo son, en especial cuando se enfadan.
– No me separaré de tí ni un minuto.
Siguieron caminando en silencio antes de que ella preguntara:
– ¿Tienes miedo, Robert?
– Sí, pero la razón está de mi lado.
Mirando al frente, Addie le dijo:
– No merezco tu generosidad, Robert, no después de lo que he hecho.
– Tonterías, Addie.
– Nos llaman débiles y hermosas, pero no puedes ser débil si quieres sobrevivir allí, y si eres hermosa al principio, dura poco. ¿Por qué haces esto, Robert?
– Porque toda persona merece la oportunidad de ser feliz, y me daba cuenta de que tú no eras feliz en aquel lugar. Y también por Sarah y por mí, porque no podíamos soportar la idea que la chica guapa y sensible que conocimos trabajara en un lugar como Rose's.
– Debes olvidar a la muchacha que conociste. Ya no existe.
Habían llegado a Rose's. Robert miró a Addie.
– Tal vez sí y no lo sabes. Entremos y terminemos con este desagradable asunto.
Dentro, el olor era espantoso… a agua carbónica, humo de cigarro y alcohol. Viviendo allí, Addie no había notado lo repulsivo que era, pero un día entero fuera había sido suficiente para darse cuenta. Al entrar en la sala de recibo se tuvo que tapar la nariz con un guante. Había tres hombres sentados a una mesa, bebiendo alcohol a tragos. Rose estaba con ellos. Llevaba un vestido de satén. Giró la cabeza, fijó sus ojos color peltre en Addie y comentó arrastrando las palabras:
– Bueno, mirad quién ha vuelto. Y ha traído a su papaíto rico con ella. -Y dirigiéndose a Robert-: Nunca tienes suficiente, ¿eh, guapetón?
– ¿Puedo hablar contigo en tu oficina, Rose?-inquirió Addie.
Los ojos de la patrona se deslizaron con lentitud por los pantalones de Robert y luego subieron hasta su barba cuidadosamente arreglada.
– Sí, claro -contestó al cabo de unos segundos, hecho lo cual se puso de pie-. Enseguida vuelvo, muchachos -dijo al trío de la mesa-, y traeré otra botella.
Addie se dirigió, delante de Rose, al extremo lejano del pasillo. Poco antes de llegar a la puerta de la oficina, Rose dio una brusca media vuelta y apoyó cuatro dedos contra el pecho de Robert.
– No se permite la entrada a los hombres aquí, guapetón. Es privado, ¿entiendes?
Robert miró a Addie, que le indicó con un gesto que no se preocupara y entró en la oficina, preguntando por encima del hombro:
– ¿Cómo fue todo anoche?
Rose la siguió y contestó:
– Bien. Muy bien. En realidad, mejor que nunca. Hoy es otra historia, al menos por ahora. Todos se están volviendo cristianos, santos y benefactores.
– Me he perdido el reparto esta mañana. -Cada mañana, Rose sumaba las ganancias de la noche anterior y entregaba a cada chica la mitad de lo que había depositado en su buzón-. Quiero mi parte.
Rose fue hasta el escritorio y abrió un cajón.
– Pues claro, Eve. Has trabajado y te has ganado cien dólares, sólo con ese tipo. Debes de tener algo que le gusta. -Le entregó una bolsa llena de oro en polvo.
Addie levantó un poco la voz mirando hacia la puerta:
– Por favor, ¿puedes entrar, Robert?
Robert entró.
Rose frunció el entrecejo.
– ¡Espera un momento! ¡Esta habitación es privada y ningún hombre pone un pie aquí dentro sin mi consentimiento!
– Robert ha venido para sacarme de aquí. Me largo, Rose.
– ¿Que te largas? ¿Qué quieres decir con que te largas?
– Lo dejo para siempre.
Rose alzó su cara gorda y bramó:
– ¡Ja! Puede que eso sea lo que crees, Eve querida, pero volverás.
– Lo dudo.
– Ya lo verás. Espera a que esas santurronas provincianas echen sus faldas a un lado al pasar junto a ti para no rozarte. Espera a que los hombres que se han acostado contigo te traten como si no existieras al cruzarse contigo en la calle. Espera a que uno de ellos te coja en un callejón esperando obtener tus favores gratuitamente. Espera a quedarte sin dinero. Te acordarás de cuando ganabas un dólar cada minuto sin mover un dedo. Volverás. No lo olvides.
La expresión de Addie permaneció impasible ante la perorata de la obesa mujer.
– Dejaré todas mis cosas. Puedes dárselas a las otras chicas.
– ¿Así que te vas con él? -gritó Rose-. ¿Crees que dejarás de ser una puta? Despierta querida, te abras de piernas para uno o para cien, es lo mismo. ¡Te den oro o un techo bajo el que cobijarte, sigues siendo puta! Así que ve a vivir con él. ¡Sé su prostituta privada! ¡No me importa en lo más mínimo!
– Adiós, Rose.
– ¡No me vengas con adiós Rose, puta desagradecida! ¡Estás en deuda conmigo! -Se lanzó hacia delante como una víbora y cogió a Addie del pelo-. Dejarme plantada con una cama… -Ahora Rose gritaba-…vacía y hacerme perder dinero cuando yo te acogí y…
Robert cogió un pisapapeles de mármol de encima de la mesa y golpeó a Rose en los brazos.
– ¡Aaaaah! -chilló, soltando a Addie-. ¡Flossie! -vociferó, con la cara tan roja como el pelo-. ¡Ven aquí enseguida, Flossie!
– Nos vamos -anunció Robert con calma. Pasó un brazo por los hombros de Addie y se giró hacia la mujer enfurecida-. Si intenta detenernos, le romperé los brazos… los dos. Dígale a la india que a ella le ocurrirá lo mismo si intenta algo. Dígale que nos deje pasar.
Flossie había aparecido y estaba en la puerta, obstruyendo la salida. Robert se volvió hacia ella y le ordenó:
– Apártate. La señorita Merritt se va.
Flossie dio un paso amenazante y Robert le golpeó con el pisapapeles de mármol en su mano izquierda. La mujer gritó y se encorvó, apretando la mano magullada contra un muslo y gimiendo bajito.
– Discúlpennos, por favor -añadió Robert, volviendo a sus impecables modales y pasando al lado de Flossie.
– ¡Deténlos! -chilló Rose.
Flossie seguía gimoteando y cogiéndose la mano.
– ¡Te demandaré, Baysinger! ¡No puedes irrumpir en la casa de alguien, agredir a la gente y después salir impune, sólo porque eres el dueño de un maldito bocarte!
Robert se detuvo a la altura del marco de la puerta y respondió:
– Con mucho gusto describiré ante un juez federal la escena que acaba de tener lugar aquí. Le aconsejo que llame al marshal Campbell y se lo notifique. Si me necesita, dígale que puede encontrarme en casa de Emma Dawkins. Feliz Navidad a las dos.