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Para Noah, fue un día deprimente, pese a la presencia de True, la comida casera de su madre y al hecho de estar con su familia de nuevo. Estaba deseando volver al pueblo. Le hubiera gustado estar sentado a la mesa de la pensión de la señora Roundtree y tener a Sarah delante, en vez de a Arden.

No participó demasiado en la conversación, inmerso en recuerdos de determinados momentos de los últimos tres meses: el día en que Sarah le había regalado el Stetson y Andy Ta-tum había comentado: «Yo sólo digo que le gustas, Noah»; el día que se habían encontrado en la acera, cuando ella le llevaba el gato a su hermana; la noche que la había besado por primera vez en la cocina de la señora Roundtree.

True y él se quedaron a dormir y salieron a media mañana, bajo un cielo cubierto de nubes grises, densas y amenazantes que, impulsadas por un fuerte viento, parecían advertirles que el viaje de vuelta sería más frío y difícil que el de ida.

True volvió a tomar la delantera, con el caballo gris de Noah pegado a la cola de su yegua, acortando la distancia, incluso cuando Noah tiraba de las riendas. En los profundos cañones y los lechos de los arroyos el viento se arremolinaba y silbaba como una tetera al hervir el agua. Arqueaba las copas de los pinos, se llevaba grandes capas de nieve de las ramas y las diseminaba por el suelo como piezas de un rompecabezas. Noah le gritó a True con la boca pegada a su nuca:

– Eh, True ¿te puedo hacer una pregunta?

True giró la cabeza hacia la derecha. Su mejilla golpeó contra el cuello levantado de la chaqueta.

– ¡Pregunta! -Tuvo que gritar para que Noah le pudiera oír. El viento silbaba entre ellos.

– ¿Recuerdas la chica mormona de la que me hablaste, con la que te querías casar?

– ¿Francie?

– Sí, Francie.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cómo sabías que estabas enamorado?

Noah observó a True subir y bajar sobre la montura. Trotaban por un trecho relativamente llano con un monte de abedules a la derecha. True llevaba el sombrero calado hondo sobre la frente; el cuello de lana le rozaba la nuca. Volvió la cabeza otra vez, tomó aire y volvió a gritar:

– Porque hacerla feliz en la cama parecía menos importante que hacerla feliz fuera de ella.

Noah se quedó meditando la respuesta.

– ¿Quieres decir que te llevaste a la cama… a una muchacha mormona?

– No. Nunca. Lo deseaba, pero jamás lo hice. No lo habría hecho sin estar casados.

Cabalgaron un rato en silencio. Noah se sentía culpable por darle tanta importancia a la aversión al sexo de Sarah Merritt. De acuerdo, el sexo no lo era todo. Si uno estaba realmente enamorado, las otras cosas eran más importantes… el respeto, la amistad, el diálogo, las aficiones en común, desear estar juntos en la misma habitación.

– ¡Eh,True!

– ¿Qué?

– ¿Estabas asustado cuando le pediste que se casara contigo?

– No. Sólo me asusté cuando me dijo que no… al pensar que pasaría el resto de mi vida sin ella. -La yegua comenzó a descender por una pendiente rocosa y el caballo gris la siguió-. ¿Acaso no te asusta a tí pensar en pasar el resto de tu vida sin esa dama del periódico?

– Supuse que sabías que se trata de ella.

– No es difícil adivinarlo al veros juntos. Parecéis encantados. O más bien embrujados.

– No creía que se notase tanto.

– Os vi salir juntos del teatro en Nochebuena.

– Lo imaginaba. Gracias por no decírselo a Arden.

– Cualquier estúpido se daría cuenta de que ella no es del tipo de Arden. -Guardó silencio unos instantes. Luego gritó por encima de su hombro-: ¿Se lo vas a pedir o no?

– Lo he estado pensando.

– Tienes un nudo en la garganta, ¿eh? ¿Como un pedazo de comida atravesada?

– Sí. -El nudo estaba allí cuando Noah contestó. Intentó tragar saliva, pero el nudo seguía allí, incluso mientras vociferaba a la espalda de True-: A ella le asusta lo que puede ocurrir en un dormitorio, True. Le asusta mucho. Dice que no quiere ser como su hermana.

True giró su tronco en la montura para dirigir una larga mirada a su compañero. Los caballos seguían trotando.

Las crines se agitaban al viento. Por fin, True se volvió a girar hacia delante.

– Bueno, ése sí es un problema, chico -bramó.

Ya en el pueblo, al pasar por la oficina del Deadwood Chronicle, Noah aminoró la marcha de su caballo. Dentro, las lámparas encendidas iluminaban la estancia. Pudo ver a Bradigan y al chico de los Dawkins yendo de un lado a otro, pero no a Sarah. Qué absurda era esa abrumadora desilusión por no ver su cabeza tras el letrero dorado de la ventana. Se sorprendió escrutando cada edificio al pasar, con la esperanza de verla, aunque sólo fuera fugazmente.

Fue directamente a su oficina. Freeman Block, ahora ayudante del marshal, le dio el parte: el pueblo había estado en plena calma durante su ausencia. Ni peleas en los bares ni problemas en las casas de juego y muy poco tránsito en la calle el día anterior. Noah envió a Freeman a su casa y llevó el caballo al establo; pasó por la tienda de Farnum, compró seis trozos de cecina y volvió a su oficina para comérselos mientras se dedicaba al papeleo.

La tarde se le hizo terriblemente larga. A ratos se quedaba mirando a la calle, deseando que ella apareciera para tener así una excusa para charlar un rato, ver su cara y tratar de llegar a una determinación sobre si pedirla, o no, en matrimonio.

A ratos se quedaba con la cabeza entre las manos, deprimido por razones demasiado complejas como para racionalizarlas.

Abandonó la oficina cincuenta minutos antes de la hora de cenar. Al llegar a la pensión, se lavó con una esponja, se cepilló el pelo, se afeitó con meticulosidad, recortó con una tijera el borde inferior de su bigote, se puso un poco de colonia en las mejillas y el cuello, escogió ropa limpia y consultó su reloj de bolsillo.

Faltaban diez minutos para la cena.

Metió el reloj en el bolsillo del chaleco y se miró al espejo. Una cara curiosa… ¿qué vería una mujer en ella? Todo demasiado redondo y grande para resultar atractivo, y encima esa ridicula hendidura en la punta de la nariz. Bueno, él no podía hacerle nada.

Tenía la sensación de haber estado separado de ella dos meses en lugar de dos días. Los cinco minutos que pasaron antes de que saliera de la habitación y bajara ruidosamente las escaleras, le revolvieron el estómago.

En el comedor, los hombres lo saludaron, le preguntaron cómo había ido el viaje al Spearfish, cómo estaban sus padres, si nevaba por aquellos lugares, etc…

La señora Roundtree trajo una enorme olla marrón llena de judías al horno, una fuente con costillas de venado, una bandeja con remolachas adobadas y una fuente con tostadas.

Noah contempló la silla vacía de Sarah.

La señora Roundtree se dejó caer pesadamente en la cabecera de la mesa y declaró:

– Aquí tienen, caballeros. No se priven de nada.

Noah estudió de nuevo la silla donde solía sentarse Sarah.

De modo que se había retrasado un poco. Extraño, pero podía ocurrir.

La fuente de carne vino desde la izquierda de Noah, dio la vuelta y pasó de largo sobre el asiento vacío de Sarah.

– ¿No vamos a esperar a la señorita Merritt? -preguntó.

– Se ha mudado -replicó con acritud la señora Roundtree, bajando la mirada para pinchar un pedazo de pan y pasar el plato-. Para siempre.

– ¿Se ha mudado? ¿Cuándo?

– Anoche. El chico de los Dawkins ha pasado esta mañana por su equipaje.

– ¿Adónde?

– Pues no se lo pregunté. Sírvase remolachas y pase la bandeja.

– ¿Pero, por qué?