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—No es mala idea —dijo Tallon suspicazmente—. ¿Le im­porta que me quite estos chismes de la cabeza?

—No mueva un solo dedo hasta que el señor Cherkassky dé la orden —el sargento rubio dio unos golpecitos en el hombro de Tallon con su pistola-avispa.

—Oh, vamos, sargento —protestó Cherkassky amablemen­te—. No sea demasiado duro con él. Después de todo, se ha mostrado cooperativo. Y muy comunicativo también. Me re­fiero a lo mucho que nos contó antes acerca de esa muchacha a la que conoció en la Tierra. La mayoría de los hombres no hablan de ese tipo de intimidades. ¿Cómo se llamaba la chica, Tallon? Ah, sí, ya recuerdo: Mary.

—Myra —rectificó Tallon maquinalmente, y observó la son­risa que se ensanchaba en el rostro del sargento.

El pulgar de Cherkassky había descendido sobre el botón rojo. Tallon vio la expresión extrañamente triunfal de los ojos de Cherkassky, y le abrumó la sensación de haber sido estafado. Algo, alguna parte de él, había desaparecido. Pero, ¿qué? In­tentó explorar su propia mente, buscando baches de oscuridad en su memoria. Sólo encontró la impresión de haber perdido algo.

La rabia hirvió entonces en su interior, limpia y pura. Tallon notó cómo fundía toda precaución y sentido común, y se sintió agradecido.

—Es usted repugnante, Cherkassky —dijo, sin alzar la voz—. Un ser asqueroso.

El cañón de la pistola-avispa cayó sobre su hombro, malig­namente, y al mismo tiempo vio el pulgar de Cherkassky acer­cándose de nuevo al botón. Tallon trató de arrojar un pensa­miento inesperado por delante de su mente antes de que se es­tableciera el contacto. La estrella quebradiza es un animal marino emparentado con el… ¡En blanco!

Cherkassky se apartó de Tallon, con la boca violentamente contraída y el pulgar apoyado en el botón. Esto puede conti­nuar durante toda la noche, pensó Tallon. Y mañana por la mañana estaré como muerto, porque Sam Tallon es la suma de todas las experiencias que recuerda, y Cherkassky va a re­ducirlas a nada.

—Adelante, Loric —dijo el sargento—. Déle otro toquecito. Siga con él.

—Lo haré, sargento, lo haré; pero hay que proceder siste­máticamente.

Cherkassky había retrocedido hasta casi la ventana, exten­diendo el cable de control hasta su límite. La calle, recordó Tallon, se encontraba siete pisos más abajo. No muy lejos, pero si suficientemente lejos.

Saltó hacia delante, percibiendo claramente con sus senti­dos súbitamente aguzados el ruido de la silla al caer, el satis­factorio impacto de su cabeza en el rostro de Cherkassky, el furioso zumbido de la pistola-avispa, el astillamiento de la ventana al ceder… y luego Cherkassky y él volaban por el aire frió y negro, con las luces de la calle floreciendo debajo.

El cuerpo de Cherkassky se puso rígido en los brazos de Tallon, y gritó mientras caían. Tallon luchó por asumir una postura vertical, pero la gravedad mucho más elevada de Emm Lutero le concedía muy poco tiempo. Quiso librarse de Cherkassky, pero los brazos de Cherkassky rodeaban el pecho de Tallon como flejes de acero. Gimiendo de pánico, Tallon se retorció hasta que sus piernas estuvieron debajo de él. Los zapatos de tracción, puestos en marcha automática­mente por la proximidad del suelo, reaccionaron violentamen­te. Mientras sus rodillas se doblaban bajo la desaceleración, Tallon notó que Cherkassky se soltaba, y el hombrecillo siguió cayendo, agitándose como un pez prendido en un anzuelo. Tallon oyó el impacto de su cuerpo sobre la calzada.

Aterrizó sobre el asfalto al lado del encogido cuerpo de Cherkassky, con la tracción de las suelas antigrav aumentan­do por cuadrados inversos hasta el momento del contacto. Cherkassky vivía aún; aquella parte del plan había fracasado. Pero al menos Tallon se encontraba de nuevo al aire libre. Se giró para echar a correr, y descubrió que de su cabeza seguían colgando los terminales del lavacerebros.

Mientras los arrancaba, observó el movimiento de unifor­mes grises en los umbrales del centro comercial al otro lado de la calle vacía. Unos silbatos dejaron oír su estridente sonido a ambos extremos de la manzana. Una fracción de segundo más tarde oyó las pistolas-avispa en acción, y una nube de dardos cayó sobre él, con un rápido ti-toctoc a medida que cosían sus ropas a su cuerpo.

Tallon se tambaleó y se desplomó, indefenso.

Yació sobre su espalda, paralizado, y encontró un momento de extraña paz. Los agentes de la P.S.E.L. seguían disparando celosamente sus pistolas-avispa pero, al estar tendido, Tallon era un mal blanco para sus enjambres horizontales de dardos, que no le alcanzaban. Las estrellas, incluso en sus constelaciones desconocidas, eran agradables a la vista. Allí había otros hombres que, suponiendo que tuvieran el valor suficiente para soportar la casual pauta galáctica de tránsitos-parpadeo que adelgazaban sus almas a través del universo, eran libres para viajar. Sam Tallon no podría ya tomar parte en aquel terrible tráfico, pero nunca sería del todo un prisionero mientras pu­diera contemplar los cielos nocturnos.

Las pistolas-avispa cesaron bruscamente de disparar. Tallon tendió el oído esperando escuchar el rumor de pasos pre­cipitados, pero en vez de eso oyó un movimiento inesperada­mente próximo.

Una figura apareció en su campo visual e, increíblemente, era Cherkassky. Su rostro era una máscara vudú de piel deso­llada y sangre, y uno de sus brazos colgaba inerte de su costa­do. Extendió hacia delante su mano sana, y Tallon vio que empuñaba una pistola-avispa.

—Ningún hombre —susurró Cherkassky—, ningún hombre se ha atrevido nunca…

Disparó la pistola a quemarropa.

Las pistolas-avispa estaban consideradas como un arma humanitaria, y habitualmente no producían lesiones perma­nentes, pero Cherkassky era un profesional. Tallon, completa­mente inmovilizado por las drogas, ni siquiera pudo parpadear mientras los dardos se clavaban en sus ojos, robándole parasiempre la luz, la belleza y las estrellas.

IV

Para Tallon no existía ningún dolor; el dolor sólo llegaría cuando la droga paralizante empezara a ser absorbida por su metabolismo. Al principio ni siquiera estaba seguro de lo que había ocurrido, ya que la oscuridad no llegó de golpe, sino que su distorsionante visión de Cherkassky y del oscilante cañón de la pistola fue reemplazada por un universo incoherente de luz: pautas geométricas de color en movimiento, formas de pinos amatista y rosa.

Pero no era posible escapar a los procesos de la lógica. Una pistola-avispa disparada desde una distancia de treinta centí­metros…

¡Mis ojos tienen que haber desaparecido!

Tallon tuvo tiempo para un momento de angustia; luego, toda su consciencia se contrajo para concentrarse en un nuevo fenómeno: no podía respirar. Con todas las sensaciones físicas bloqueadas por la droga, no podía averiguar por qué se había interrumpido su respiración; pero no resultaba demasiado difí­cil suponerlo. El cegarle había sido únicamente el primer paso; ahora Cherkassky se disponía a terminar el trabajo. Tallon descubrió que no estaba muy asustado, considerando lo que estaba ocurriendo, quizá porque la antigua reacción de pánico —el impulso hacia abajo, en busca de aire, del diafragma— es­taba bloqueada por su parálisis. Si hubiera pisoteado la cabe­za de Cherkassky cuando tuvo ocasión de hacerlo…

Resonaron pasos acercándose, luego voces: —¡Cabo! Lleve al señor Cherkassky al automóvil. Parece que está gravemente herido.

—A la orden, sargento.

La segunda voz fue seguida por el sonido de botas arras­trándose sobre el asfalto, y súbitamente Tallon tragó aire. Se­guramente, Cherkassky había perdido el conocimiento y había caído encima de su rostro. Tallon aceptó el aire con gratitud; luego oyó de nuevo voces.