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– ¿Cómo puede…? ¿Cómo ha podido hacerse que semejantes criaturas tengan un papel en el plen de Dios?

En aquel instante volvió Amor y, mientras se acercaba, tal vez hasta una docena de relojes comenzaron uno tras otro a dar la hora. Hombre instintivamente práctico, Urquhart-Gordon se dijo que se tendría que haber trabajado más en la modernización de la manera que tenía el rey de pronunciar las aes breves. En momentos de crisis, sobre todo, sus aes sonaban casi es, como era la moda de antes de la guerra. Las rosadas mejillas de Brendan se tiñeron un poco más de rojo al recordar la primera visita de Enrique, como príncipe de Gales, a una residencia sindical para ancianos en Newbiggin-by-the-Sea, cuando el príncipe se sentó al piano y cantó «Mi viejo es un basurero»: «¡Mi viejo es un basurero, lleva una gorra de basurero, lleva unos viejos pantalones de soldado, y vive en un piso propiedad del ayuntamiento!» El cuarto poder, los mass-media, no había tardado en destacar que la verdad era muy diferente: que el padre de Enrique era Ricardo IV, y vivía en el palacio de Buckingham.

Apartando sin convicción su rostro de los vapores emanados de las copas de brandy, Amor venía hacia ellos, pero aún le quedaba un buen trecho que recorrer. Pasaban ya las seis y cinco cuando dejó la estancia.

– Discúlpame, Bugger. Tengo la mente en blanco. ¿Dices que te la entregaron…?

– La fotografía fue entregada a mano en mis habitaciones en St James. En un sobre blanco corriente. -Urquhart Gordon sacó ahora el sobre de su maletín. Tendió la carpetilla transparente a Enrique IX, quien le dedicó una mirada algo más perpleja de lo habitual en éclass="underline" sr. brendan urquhart-gordon, esquire; y, en el ángulo superior derecho, Privado y Confidencial-. Sin nota de acompañamiento. La caligrafía, y ese «Esquire» redundante, sugieren cierta zafiedad o la autoría de un extranjero; a menos que se trate de un intento deliberado de hacernos creer eso. Probablemente los servicios de seguridad podrán decirnos más.

Urquhart-Gordon estudió el ceño fruncido del rey. Normalmente, Enrique IX llevaba sus espesos cabellos rubios peinados hacia un lado por encima de la frente. Pero ahora, en su regio desaliño, su tupé se había colapsado y convertido en un confuso flequillo, que daba a su mirada una expresión todavía más perpleja e inflamada. Enrique IX lo miró inquisitivamente, y, en respuesta a su muda pregunta, Urquhart-Gordon se encogió de hombros y dijo:

– Estamos a la espera de una nueva comunicación.

– ¿Chantaje?

– Bueno… Yo diría extorsión. Lo que parece razonablemente claro es que no se trata de una jugada de los medios de comunicación, en el sentido habitual. Si así fuera, ahora estaríamos mirando esta fotografía en las páginas de alguna revista alemana.

– ¡Bugger!

– Lo siento, señor. O en Internet.

Con gesto nada cuidadoso, Enrique IX alargó la mano para levantar la foto de la mesa. El pulso le temblaba.

– Utilizad las pinzas, señor, si lo tenéis a bien. Dadle la vuelta con las pinzas, señor.

El rey lo hizo así.

No había visto desnuda a su hija desde hacía tal vez tres o cuatro años, y ante todo y por encima de todo se sentía angustiado, amargamente conmovido por lo mucho que había ya en ella de mujer…, en aquella chiquilla hija suya que aún jugaba con sus muñecas. Y esto, junto con la expresión soñadora e inocente de su rostro, hizo que el padre se cubriera los ojos con la manga.

– ¡Oh, Bugger…!

– ¡Oh, Hotty!

Urquhart-Gordon observó la foto. Una jovencita de quince años dentro de lo que era, evidentemente, una bañera blanca, con los brazos en los costados y las piernas dobladas en ángulo en poco más de quince centímetros de agua: la princesa Victoria, tal como vino al mundo, completamente desnuda y dejando entrever su feminidad. Las destacadas líneas de su bronceado -pues parecía lucir, además, un espectral bikini- eran una sugerencia de verano. Urquhart-Gordon había indagado ya en los itinerarios que constaban: aparentemente, la princesa no había hecho otra cosa que tomarse unas vacaciones. Pero ya había vuelto al internado, llevaba seis semanas en él y estaban casi en noviembre. ¿Por qué habían esperado hasta ahora? Por otra parte, había algo en la expresión de la princesa que lo preocupaba, que lo inquietaba todavía más: el hecho de que las pupilas de la princesa parecieran mirar hacia arriba… (Digamos, de paso, que el apodo que le daba el rey no tenía en absoluto la connotación peyorativa de «sodomita», sino que derivaba simplemente de sus iniciales: BUG, de Brendan Urquhart-Gordon; en tanto que el de Hotty, que él dirigía familiarmente al rey, no quería decir «calentorro», sino que se refería al hecho de que Enrique IX hubiera representado en su juventud el papel de Hotspur en una producción escolar de La primera parte del rey Enrique IV, de Shakespeare.)

– ¿Piensas -preguntó el rey lastimeramente- que la princesa y… una amiga… pueden haber estado jugando con una cámara y que…?

– No, señor. Y me temo que es sumamente improbable que ésa sea la explicación.

El rey pestañeó. Siempre había que explicarle las cosas con todo detalle.

– Tiene que haber más fotografías de la princesa. En otras… poses.

– ¡Bugger!

– Perdón, señor. Ha sido un comentario desafortunado. Pero la cuestión es ésta: fijaos en la cara de la princesa, señor. Es el rostro de alguien que piensa que está solo. Hemos de consolarnos con el hecho de que la princesa fue y es totalmente ajena a esta intrusión sin precedentes. Inocente por completo de ella.

– Sí, inocente de ella. Inocente de ella.

– ¿Tengo vuestro permiso, señor, para poner tras el asunto a John Oughtred?

– Lo tienes. Pero a nadie más, por supuesto.

Enrique IX se puso en pie, y otro tanto hizo, por consiguiente, Urquhart-Gordon. Echaron a andar juntos, tan elegante el uno, tan flaco el otro. Cuando llegaron por fin al amplio alféizar del ventanal central, los dos hombres miraron a través de la trama y la urdimbre de su encaje. Focos, grúas, castilletes, escalas retráctiles…: los bomberos del cuarto poder. Era la víspera del segundo aniversario del accidente de la reina. Se esperaba que el rey hiciera una declaración por la mañana antes de volar de regreso a Inglaterra y después a la cabecera del lecho de su esposa. Porque la reina no estaba en el jardín, comiendo pan con miel. Estaba conectada a unas máquinas en el Royal de Inverness.

– Bien, señor. Como el lema de la familia.

El lema de la familia, impreso en el espíritu de Enrique IX por su padre, Ricardo IV, y su abuelo, Juan II, no tenía carácter oficial. En latín tal vez pudiera ser Prosequare. Lo que, en lengua vernácula, podía traducirse como «Adelante con ello».

– ¿Qué me toca mañana? ¿Los enfermos de sida o los de cáncer?

– Ni unos ni otros, señor. Los leprosos.

– ¿Los leprosos…? Oh, sí, claro.

– Podría posponerse, señor. Para empezar, no entiendo cómo pudo fijarse para mañana, dada la significación de la fecha. -Y añadió tentadoramente-: Con vuestro permiso, señor, yo aprovecharía para tomar el avión real en… un par de horas.

– No, ya que estoy aquí, prefiero seguir con el programa y hacer esa visita a los leprosos. Adelante con ello.

Urquhart-Gordon conocía el verdadero propósito de aquella visita a París de Enrique IX. Se vio obligado a ocultar su asombro de que, a pesar de la naturaleza de la actual crisis, el rey quisiera evidentemente seguir adelante con ello (a pesar de la tremenda inoportunidad y el gravísimo riesgo). Ahora enarcó las cejas mientras se planteaba una serie de fascinadas deducciones.