– Esto ya está mejor -dijo Tessa cuando oyó el suave susurro de Steely Dan por los altavoces.
Sara miró por las ventanas, sorprendida de que ya se hubiera puesto el sol.
– ¿Qué hora es?
– Casi las siete -contestó su hermana, bajando el volumen del equipo de música-. Mamá os envía algo.
Al incorporarse, Sara suspiró y dejó caer el trapo. Vio una bolsa de papel marrón a los pies de Tessa.
– ¿Qué es?
– Carne asada y pastel de chocolate.
Sara oyó rugir su estómago y sintió hambre por primera vez aquel día. Como obedeciendo a una señal, aparecieron los dos perros. Sara había rescatado a los galgos varios años antes y, a cambio del favor, amenazaban con comerse hasta la casa.
– ¡Fuera! -ordenó Tessa a Bob, el más alto de los dos, cuando olisqueó la bolsa. A continuación le tocó a Billy, pero ella lo ahuyentó al tiempo que le preguntaba a Sara-: ¿Es que nunca les das de comer?
– A veces.
Tessa cogió la bolsa y la puso en la encimera de la cocina, al lado de la botella de vino que había abierto Sara nada más llegar a casa. Sin molestarse siquiera en cambiarse, Sara se había servido el vino, había bebido un buen trago y había mojado un trapo antes de caer desplomada en el sofá.
– ¿Te ha traído papá? -preguntó Sara, extrañada al darse cuenta de que no había oído un coche.
Tessa no podía conducir mientras tomaba su medicación contra los ataques, norma que parecía destinada a ser infringida.
– He venido en bicicleta -contestó, mirando la botella de vino mientras Sara se servía otra copa-. Mataría por un poco de eso.
Sara abrió la boca y volvió a cerrarla. Tessa no podía beber alcohol por su tratamiento, pero al fin y al cabo era una mujer adulta, y ella no era su madre.
– Ya lo sé -dijo Tessa, interpretando la expresión de Sara-. Pero eso no quita que no pueda desear algo, ¿no? -Abrió el bolso y sacó una pila de cartas-. Te traigo esto. ¿Es que no abres nunca tu buzón? Tenías miles de catálogos.
Sara vio una mancha marrón en uno de los sobres y lo olfateó con recelo. Con alivio, advirtió que era el jugo de la carne.
– Lo siento -se disculpó Tessa. Sacó un plato de papel tapado con papel de aluminio y se lo dio a Sara-. Supongo que se ha derramado un poco.
– ¡Ah, qué bueno! -Sara casi gimió cuando retiró el papel de aluminio. Cathy Linton hacía un pastel de chocolate de ensueño, con una receta que se remontaba a tres generaciones de Earnshaws atrás-. Esto es demasiado -dijo Sara, comprobando que había más que suficiente para dos personas.
– Toma -dijo Tessa, sacando otras dos fiambreras del bolso-. Se supone que tienes que compartirlo con Jeffrey.
– Ah. -Sara cogió un tenedor del cajón antes de sentarse en el taburete junto a la isla de la cocina.
– ¿No te vas a comer la carne? -preguntó Tessa.
Sara se llevó un trozo de pastel a la boca y lo acompañó de un sorbo de vino.
– Mamá siempre decía que cuando pudiera pagarme un techo podría cenar lo que quisiera.
– Ojalá pudiera pagarme yo mi propio techo -dijo Tessa entre dientes, y cogió un poco de chocolate del plato de Sara con el dedo-. Estoy harta de no hacer nada.
– Sigues trabajando.
– Sí, ya, soy la pinche de papá.
Sara comió otro trozo de tarta.
– La depresión es uno de los efectos secundarios de tu medicación.
– Permíteme añadir eso a la lista.
– ¿Tienes más problemas?
Tessa se encogió de hombros y retiró las migas de la encimera con las manos.
– Echo de menos a Devon -contestó, refiriéndose a su ex, el padre de su hijo muerto-. Echo de menos tener a un hombre a mi lado.
Sara picoteó el pastel, lamentando por enésima vez no haber matado a Devon Lockwood cuando tuvo ocasión.
– En fin -dijo Tessa, cambiando repentinamente de tema-. Cuéntame qué ha hecho Jeffrey esta vez.
Sara gimió y volvió a concentrarse en su pastel.
– Cuéntamelo.
Al cabo de unos segundos, Sara cedió.
– Es posible que tenga hepatitis.
– ¿Cuál?
– Buena pregunta.
Tessa frunció el entrecejo.
– ¿Tiene algún síntoma?
– ¿Aparte de estupidez profunda y negación aguda? -preguntó Sara-. No.
– ¿Y cómo pudo haberla cogido?
– ¿Y tú qué crees?
– Ah, ya. -Tessa acercó un taburete a Sara y se sentó-. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, ¿no?
– ¿Y eso qué importa? -dijo, y enseguida rectificó-: Bueno, sí que importa. Es de antes. De esa única vez.
Tessa apretó los labios. Nunca había escondido su convicción de que Jeffrey se había acostado con Jolene más de una vez. Sara pensó que iba a repetir su teoría, pero en lugar de eso Tessa preguntó:
– ¿Y qué estáis haciendo al respecto?
– Discutir -reconoció Sara-. Es que no puedo parar de pensar en ella. En lo que él hizo con ella. -Cogió otro trozo de pastel y, tras masticar despacio, se obligó a tragar-. Él no sólo… -Sara buscó una palabra que resumiera su indignación-. No sólo se la folló. La cortejó. La llamaba por teléfono. Se reía con ella. A lo mejor le envió flores.
Se quedó mirando el chocolate en el borde del plato. ¿Le habría untado los muslos de chocolate para lamerlo después?
¿Cuántos momentos íntimos habían compartido antes de ese último día? ¿Cuántos hubo después?
Todo lo que Jeffrey había hecho para que Sara se sintiera especial, para que pensara que él era el hombre con quien deseaba compartir el resto de su vida, había sido una táctica empleada sin más con otra mujer. Incluso cabía la posibilidad de que la hubiera empleado con más de otra mujer. Jeffrey tenía un historial sexual que daría que pensar a Hugh Hefner. ¿Cómo podía ser que un hombre tan atento fuera a la vez el cabrón que la había hecho sentirse como un perro apaleado? ¿Acaso era una nueva estrategia que Jeffrey se había inventado para recuperarla? ¿Y la emplearía con otra en cuanto ella hubiera picado?
Lo malo era que Sara sabía muy bien cómo se las había ingeniado Jo para seducirlo. Tuvo que ser un juego para Jeffrey, un reto. Jolene tenía mucha más experiencia que Sara en esas lides. Seguro que se había hecho de rogar, empleando la dosis justa de coqueteo y provocación hasta que picó el anzuelo, y recogiendo luego el sedal lentamente como si pescara un pez. Sin duda en su primera cita no había acabado con los pies apoyados en el borde del fregadero de la cocina mientras se retorcía de éxtasis en el suelo y se mordía la lengua para no pronunciar su nombre a gritos.
– ¿Por qué le sonríes al fregadero? -preguntó Tessa.
Sara meneó la cabeza y bebió un sorbo de vino.
– No lo soporto, no soporto todo esto. Y Jimmy Powell vuelve a estar enfermo.
– ¿El niño con leucemia?
Sara asintió con la cabeza.
– No pinta bien. Mañana tengo que ir a verlo al hospital.
– ¿Y qué tal en Macon?
Sin querer, Sara volvió a ver la imagen de la chica en la mesa, el cuerpo abierto en canal, el médico hundiendo la mano en el vientre para extraer el feto. Otra criatura perdida. Otra familia deshecha. Sara no sabía cuántas veces más podría presenciar algo así sin venirse abajo.
– ¿Sara? -preguntó Tessa.
– Fue tan horrible como me temía.
Sara recogió con el dedo lo que quedaba de salsa de chocolate. Sin darse cuenta, se había comido todo el pastel.
Tessa se acercó a la nevera, sacó una tarrina de helado y volvió al tema inicial.
– Tienes que dejarlo estar, Sara. Jeffrey hizo lo que hizo, y eso nada lo cambiará. O vuelve a tu vida o no, pero no puedes hacerlo ir y venir continuamente. -Destapó el helado-. ¿Quieres un poco?
– No debería -contestó Sara, tendiendo el plato.
– Yo siempre he sido la que engañaba, no la engañada -señaló Tessa, y sacó dos cucharas del cajón, que cerró con la cadera-. Devon simplemente se marchó. No me engañó. Al menos no creo que me engañara. -Sirvió varias cucharadas de helado Blue Bell en el plato de Sara-. O a lo mejor sí lo hizo.