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– ¿Castigarte por qué? -preguntó él mientras ella lo seguía al dormitorio.

– No me hagas caso -respondió Sara, sin saber muy bien por qué lo había dicho-. He tenido un día espantoso.

– ¿Puedo hacer algo por ti?

– No.

Jeffrey abrió una caja.

– Encontramos unas cerillas en la habitación de la chica. Son del Pink Kitty. ¿Por qué habría de castigarte?

Sara se sentó en la cama y lo observó mientras revolvía las cajas buscando sus vaqueros.

– No me pareció que esa chica fuera de las que frecuentan el Pink Kitty.

– Nadie en la familia lo parece -dijo él cuando por fin encontró la caja. La miró mientras se bajaba la cremallera y se quitaba el pantalón-. ¿Sigues enfadada conmigo?

– Ojalá lo supiera.

Se quitó los calcetines y los tiró al cesto de la ropa sucia.

– Yo también.

Sara contempló el pantano por las ventanas del dormitorio. No acostumbraba a correr la cortina porque la vista era una de las más hermosas de los alrededores. A menudo, tumbada en la cama por la noche, miraba la luna deslizarse por el cielo antes de conciliar el sueño. Cuántas veces habría mirado por esas mismas ventanas la semana anterior, sin saber que al otro lado del pantano estaba Abigail Bennet, sola, probablemente aterida de frío, sin duda aterrorizada. ¿Estaba ella en su cama, bien abrigada y a gusto, mientras el asesino, al amparo de la oscuridad, envenenaba a Abby?

– ¿Sara? -Jeffrey, en calzoncillos, la miraba-. ¿Qué ocurre?

Sara no quiso contestar.

– Cuéntame algo más de la familia de Abigail.

Jeffrey vaciló un momento antes de seguir cambiándose.

– Son muy raros.

– ¿En qué sentido?

Él sacó un par de calcetines y se sentó en la cama para ponérselos.

– Puede que sean figuraciones mías. Puede que haya visto a demasiada gente recurrir de manera enfermiza a la religión para justificar su atracción sexual por adolescentes.

– ¿Han reaccionado muy mal cuando les has dicho que la chica estaba muerta?

– Ya les habían llegado rumores sobre nuestro hallazgo… No sé cómo, ya que esa granja parece herméticamente aislada. Aunque uno de los tíos sale un poco. No sabría decir por qué, pero ese hombre tiene algo que me inspira desconfianza.

– A lo mejor tienes algo contra los tíos.

– A lo mejor. -Se frotó los ojos con las manos-. La madre se ha llevado un disgusto tremendo.

– No me puedo imaginar lo que debe ser recibir semejante noticia.

– Esa mujer me ha conmovido.

– ¿Por qué?

– Me ha rogado que encontrase al culpable -explicó-. Cuando lo descubra, quizá no le guste.

– ¿De verdad crees que la familia ha tenido algo que ver?

– No lo sé.

Jeffrey se levantó y, mientras se vestía, le dio una descripción más detallada. Uno de los tíos era un hombre autoritario, que parecía tener mucho más poder en la familia de lo que a él le parecía normal. Por edad, el marido habría podido ser el abuelo de la madre. Sara lo escuchaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera y los brazos cruzados. Cuanto más le contaba Jeffrey, más insistentes eran las señales de alarma.

– Las mujeres son muy… chapadas a la antigua -prosiguió-. Siempre dejan hablar a los hombres. Se someten por completo a sus maridos y hermanos.

– Eso es propio de casi todas las religiones conservadoras -señaló Sara-. En teoría, el hombre tiene que hacerse cargo de la familia. -Esperó un comentario por parte de él, pero como no dijo nada, preguntó-: ¿Has averiguado algo hablando con la hermana?

– Rebecca -precisó-. Nada, y seguro que no me dejarán volver a interrogarla. Sospecho que el tío me colgaría del vello púbico si se enterara de que he hablado con ella en la habitación de Abby.

– ¿Crees que le sonsacarías algo si pudieras hablar con ella?

– ¿Quién sabe? -preguntó éí-. No sé si escondía información o si simplemente estaba triste.

– Es una experiencia dura -observó Sara-. Es probable que ahora mismo no tenga las ideas muy claras.

– Lena se ha enterado por la madre de que Rebecca se ha fugado alguna vez.

– ¿Por qué?

– Eso no se lo ha dicho.

– Pues ahí podría haber algo.

– Es posible que sólo haya sido una de esas cosas de la adolescencia -comentó él, como sí fuera necesario recordarle a Sara que uno de cada siete chicos se fugaba al menos una vez antes de los dieciocho años-. Está bastante verde para su edad.

– Supongo que no es fácil tener mundo cuando uno se cría en un entorno así -y añadió-: Aunque tampoco tiene nada de malo intentar alejar a los hijos del mundo en general -sin pensarlo, dijo-: Si fuera mi hija… -Se contuvo-. Es decir, algunos de los chicos que veo en la consulta… Entiendo por qué sus padres quieren protegerlos lo máximo posible.

Jeffrey se detuvo y la miró con los labios un poco abiertos como si quisiera decir algo.

– Así pues… -prosiguió ella, intentando disolver el nudo que tenía en la garganta-, ¿la familia es muy religiosa?

– Sí -contestó Jeffrey, e hizo una pausa para indicarle a Sara que se daba cuenta de lo que pretendía-. Pero respecto a la chica, no sabría qué decirte. Ya tenía mis dudas antes de que Lena me dijera que se había fugado. Me pareció un tanto rebelde. Cuando la interrogué, en cierto modo desafió a su tío.

– ¿Cómo?

– Es abogado. No quería que Rebecca contestara a mis preguntas. Pero ella contestó igualmente. -Movió la cabeza en un gesto de asentimiento como si admirara el valor de la muchacha-. Sospecho que esa clase de independencia no encaja con la dinámica familiar, y menos si proviene de una chica.

– Los hijos menores tienden a reafirmarse más -dijo Sara-. Tessa siempre se metía en líos. No sé si se debía a que mi padre era más severo con ella o a que ella daba más guerra.

Jeffrey no pudo contener una sonrisa de simpatía. Siempre había admirado el espíritu libre de Tessa. La mayoría de los hombres lo admiraban.

– Es un poco salvaje.

– Y yo no lo soy -dijo Sara, procurando que el pesar no se trasluciera en su voz.

Tessa siempre había sido la que corría riesgos, mientras que las peores infracciones cometidas por Sara en la infancia guardaban relación en su mayor parte con el aprendizaje, como quedarse en la biblioteca hasta tarde para estudiar o esconder una linterna en la cama para leer después de la hora de acostarse.

– ¿Crees que averiguarás algo el miércoles en los interrogatorios?

– Lo dudo. Tal vez Dale Stanley aporte algún dato. ¿Se ha confirmado que son sales de cianuro?

– Sí.

– He estado haciendo averiguaciones y es el único enchapador de la zona. Tengo el presentimiento de que todo acabará de nuevo en esa granja. Es mucha casualidad que haya allí un montón de ex presidiarios y que de pronto esta chica aparezca muerta. Además -alzó la vista hacia ella-, la casa de Dale Stanley está a dos pasos de los límites del condado de Catoogah.

– ¿Crees que Dale Stanley la metió en esa caja?

– No tengo ni idea -contestó Jeffrey-. En estos momentos no me fío de nadie.

– ¿Crees que tiene connotaciones religiosas, eso de enterrar a una persona?

– ¿Y envenenarla? -preguntó él-. Ahí es donde me atasco. Lena está convencida de que hay una conexión religiosa, algo relacionado con la familia.

– No le falta razón para oponerse a cualquier cosa que huela a religión.

– Lena es mi mejor inspectora -respondió Jeffrey-. Sé que tiene… problemas… -Se dio cuenta de que se había quedado corto, pero continuó-: No quiero que se precipite en una dirección sólo porque coincide con su visión del mundo.

– Tiene una concepción estrecha de las cosas.

– Todo el mundo la tiene -dijo él, y aunque Sara estaba de acuerdo, supo que él se consideraba una excepción-. Reconozco que ese lugar es extraño. Por ejemplo, nada más llegar nos encontramos a un hombre al lado del granero predicando la palabra de Dios con una Biblia en la mano.