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– Creía que era oro.

– El níquel va debajo. El oro necesita algo a lo que adherirse. Se activa el níquel con una solución acida y se sujeta el polo negativo a un lado con una clavija. Se usa un envoltorio sintético en un extremo del electrodo de revestimiento, se sumerge en la solución de oro y luego se adhiere el oro al níquel. He omitido los detalles más interesantes, pero en esencia se reduce a eso.

– ¿De qué es la solución?

– Sustancias básicas que compro al proveedor -contestó. Tendiendo la mano hacia la parte superior del armario metálico que colgaba en la zona destinada a revestir metales, buscó a tientas y sacó una llave para abrir la puerta.

– ¿Siempre guarda la llave ahí?

– Sí. -Abrió el armario y sacó los frascos uno por uno-. Los niños no llegan.

– ¿Ha entrado alguien alguna vez sin que usted se enterara?

– Nunca -respondió, señalando los miles de dólares en herramientas y equipo alrededor-. Esto es mi sustento. Si alguien entrara aquí y se lo llevara, estaría acabado.

– ¿Nunca deja la puerta abierta? -preguntó Jeffrey, refiriéndose a la puerta del garaje.

No había ventanas ni otras aberturas. La única vía de entrada o salida era la persiana metálica, que parecía lo bastante sólida para no dejar pasar siquiera un camión de alto tonelaje.

– Sólo la dejo abierta cuando estoy aquí -aseguró Dale-. La cierro incluso cuando voy a casa a mear.

Jeffrey se agachó para leer las etiquetas en los frascos.

– Parecen bastante tóxicos.

– Cuando los uso, me pongo una máscara y guantes -dijo Dale-. Hay cosas peores, pero dejé de utilizarlas cuando Tim enfermó.

– ¿Qué cosas?

– Arsénico y cianuro, básicamente. Se mezclan con el ácido. Son bastante volátiles y, si quiere que le diga la verdad, me dan miedo. Han sacado al mercado productos nuevos que también se las traen, pero al menos no te matan si los respiras por error. -Señaló un frasco de plástico-. Ésta es la solución.

Jeffrey leyó la etiqueta.

– ¿Sin cianuro?

– Exacto. -Volvió a reír-. Sinceramente, buscaba una excusa para cambiar de sustancia. Verá, en lo que a la muerte se refiere, soy bastante gallina.

Jeffrey miró cada frasco y, sin tocarlos, leyó las etiquetas. Cualquiera de aquellos productos parecía capaz de matar un caballo.

Dale se mecía sobre los talones, y a juzgar por su expresión se diría que esperaba algún tipo de reciprocidad por la paciencia que había mostrado hasta ese momento.

– ¿Conoce la granja de Catoogah? -preguntó Jeffrey.

– ¿La de soja?

– Esa misma.

– Claro. Si sigue todo recto -señaló la carretera que iba hacia el sudeste-, la encontrará.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de allí?

Dale empezó a guardar los frascos.

– Antes a veces atajaban por el bosque de camino al pueblo. Pero yo me puse un poco nervioso. Algunas de esas personas no son precisamente hombres de pro.

– ¿Qué personas?

– Los trabajadores -contestó. Cerró el armario y guardó la llave en su escondite-. Si quiere saber mi opinión, le diré que la familia entera es una panda de idiotas. ¿A quién se le ocurre dejar vivir en su casa a esa gente?

– ¿Y por qué lo dice? -lo animó Jeffrey a seguir.

– Algunas de las personas que se traen de Atlanta están en muy mala situación. Drogas, alcohol, de todo. Eso los empuja a hacer ciertas cosas, a actuar desesperadamente. Pierden la religión.

– ¿Eso a usted le molesta? -preguntó Jeffrey.

– En realidad, no. O sea, supongo que podría decirse que hacen el bien. Es sólo que no me gusta que pasen por mi propiedad.

– ¿Le preocupa que entren a robar?

– Necesitarían un soplete de plasma para entrar aquí -señaló-. Eso, o pasar por encima de mi cadáver.

– ¿Tiene un arma?

– Por supuesto.

– ¿Puedo verla?

Dale cruzó el taller y tendió la mano hacia lo alto de otro armario. Sacó un revólver Smith & Wesson y se lo entregó a Jeffrey.

– Un arma bonita -comentó Jeffrey mientras comprobaba el tambor. Dale la tenía tan concienzudamente limpia como su taller, y bien cargada-. Parece lista para la acción -añadió, devolviéndosela.

– Cuidado -advirtió Dale, casi en broma-. Tiene un gatillo muy sensible.

– ¿Ah, sí? -preguntó Jeffrey, pensando que el hombre debía de estar muy satisfecho consigo mismo por disponer de una coartada tan buena en caso de que algún día disparase «sin querer» a un intruso.

– En realidad no me preocupa que me roben -explicó Dale mientras volvía a guardar el arma en su escondite-. Como ya le he dicho, voy con mucho cuidado. Lo que ocurría era que pasaban por aquí y los perros se ponían como locos, mi mujer se asustaba, los niños lloraban, yo me salía de mis casillas, y usted ya sabe que eso no es bueno. -Se interrumpió y dirigió la mirada hacia el camino de acceso-. No me gusta ser así, pero esto no es el paraíso. Anda muy mala gente por ahí suelta y no la quiero cerca de mis hijos. -Meneó la cabeza-. En fin, comisario, ¿qué voy yo a contarle que usted no sepa?

Jeffrey se preguntó si Abigail Bennett había usado el atajo.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de la granja a su casa?

– Nunca -contestó-. Yo estoy aquí durante todo el día. Los habría visto.

– ¿Alguna vez ha hablado con ellos?

– Sólo para echarlos de mis tierras -le comentó-. No me preocupa la casa. Los perros los harían trizas si se atrevieran a llamar a la puerta.

– ¿Y qué hizo para que dejaran de pasar por aquí? -le preguntó Jeffrey.

– Llamé al Cincuenta Centavos. Al sheriff Pelham.

Jeffrey pasó por alto el comentario de Dale.

– ¿Y qué ocurrió?

– Nada -contestó Dale, dando una patada en el suelo con la puntera-. Al final, preferí no molestar a Pat por eso y me presenté allí yo mismo. Hablé con el hijo del viejo Tom, Lev. No es mal hombre para ser un fanático religioso. ¿Lo conoce?

– Sí.

– Le expliqué la situación, le dije que no quería a su gente en mi propiedad. Y me dio la razón.

– ¿Eso cuándo sucedió?

– Hará tres o cuatro meses -respondió Dale-. Incluso vino aquí y recorrimos los lindes de la propiedad. Dijo que pondría una valla para impedir el paso.

– ¿Y lo hizo?

– Sí.

– ¿Y usted lo llevó al taller?

– Claro. -Dale casi pareció avergonzarse, como un niño que alardeaba de sus juguetes-. Estaba restaurando un Mustang del sesenta y nueve. Ese artefacto parecía a punto de cometer una infracción sólo por el hecho de estar ahí aparcado en el camino de entrada.

– ¿A Lev le gustan los coches? -preguntó Jeffrey, sorprendido por ese detalle.

– No conozco a un solo hombre capaz de quedarse indiferente ante ese coche. Lo desmonté de arriba abajo: motor nuevo, suspensión nueva y tubo de escape. Prácticamente lo único original que quedó fue el bastidor, y recorté las columnas y reduje la altura en siete centímetros.

Jeffrey sintió la tentación de dejarlo hablar, aunque se hubiera desviado del tema, pero sabía que no podía.

– Una última pregunta -atajó.

– Adelante.

– ¿Tiene usted cianuro en el taller?

Dale negó con la cabeza.

– No desde que dejé de fumar. La tentación de acabar con todo de una vez era demasiado fuerte. -Se echó a reír, pero calló al ver que Jeffrey no lo imitaba-. Claro, lo tengo aquí mismo.

Volvió al armario situado sobre la zona destinada al revestimiento de metales, sacó la llave y abrió. Introdujo la mano hasta el fondo del estante superior y extrajo una bolsa de plástico grueso que contenía un pequeño frasco de cristal. Al ver el cráneo y las tibias cruzadas en la parte delantera, Jeffrey pensó con un escalofrío en lo que había vivido Abigail Bennett.