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Había unos doce hombres de todas las edades, tamaños y formas, la mayoría delante del escenario donde bailaba una chica con un tanga apenas visible y en topless. Había dos individuos barrigudos apoyados en el extremo de la barra, con la mirada fija en el enorme espejo de detrás y media docena de chupitos vacíos delante de cada uno de ellos. Jeffrey se permitió echar un vistazo y vio en el espejo a la chica restregarse contra un poste. Exhibía el cuerpo sin formas de un niño y esa mirada que adoptaban todas en el escenario: «Yo no estoy aquí. En realidad no estoy haciendo esto». Tenía un padre en algún sitio. Tal vez él era la razón por la que ella estuviera allí. Jeffrey pensó que las cosas en casa debían de ir bastante mal para que una chica fuera a parar a un lugar así.

El camarero alzó la barbilla y Jeffrey, con dos dedos en alto, dijo:

– Un par de Rolling Rocks.

El camarero, que llevaba una placa con su nombre en el pecho donde ponía «Chip», tenía cara de amargado. Llenó las jarras y las colocó de un golpe en la barra, con la espuma derramándose por los bordes. La música cambió, y el volumen estaba tan alto que Jeffrey no oyó cuánto costaban las cervezas. Echó un billete de diez dólares en la barra sin saber si recibiría cambio.

Jeffrey se volvió y contempló lo que, con muy buena voluntad, podría llamarse una multitud. En Birmingham había frecuentado más de un bar de striptease con otros policías del cuerpo. Eran los únicos locales abiertos a la hora en que acababan el turno; iban allí para relajarse, charlar un rato, beber mucho y sacarse de la boca el sabor de la calle. Las chicas de allí, más lozanas, no eran tan jóvenes ni estaban tan desnutridas como ésta, a la que se le podían contar las costillas a cinco metros.

Esos lugares siempre destilaban desesperación, ya fuera la de los hombres que contemplaban el escenario, o la de las chicas que bailaban. Una de aquellas noches en Birmingham, mientras Jeffrey estaba en el lavabo orinando, una chica fue agredida. Al oír sus gritos, él echó abajo la puerta del camerino y sacó al agresor a rastras. La chica miraba con evidente cara de asco, no sólo a su agresor sino también a Jeffrey. Aparecieron sus compañeras, todas casi desnudas y todas con la misma mirada. Su hostilidad, su odio enconado, lo había traspasado como un cuchillo. No volvió allí nunca más.

Lena se había quedado en la puerta de entrada, leyendo los anuncios del tablón. Cuando cruzó la sala, todos los hombres la miraron, directamente o a través de los numerosos espejos. Incluso la chica del escenario pareció intrigada y perdió el ritmo al girar alrededor del poste, probablemente pensando que era la competencia. Lena no prestó atención, pero Jeffrey vio las miradas, los ojos recorriendo el cuerpo de ella como en una violación visual. Apretó los puños, pero Lena se dio cuenta y movió la cabeza en un gesto de negación.

– Voy a la parte de atrás a ver a las chicas.

Jeffrey asintió y se volvió para coger su cerveza. Había dos billetes de dólar y unas monedas en la barra, pero Chip había desaparecido. Bebió un sorbo y casi se atragantó con aquel líquido tibio. Esa gente o bien aguaba la bebida con aguas residuales, o bien tenía los barriles conectados a caballos escondidos debajo de la barra.

– Perdón -se disculpó un desconocido al chocar con él. Jeffrey se llevó la mano instintivamente a la cartera, pero vio que seguía allí-. ¿Eres de por aquí? -preguntó el hombre.

Jeffrey hizo caso omiso a la pregunta, pensando que era un lugar bastante absurdo para ligar.

– Yo soy de por aquí -dijo el hombre, balanceándose levemente.

Jeffrey se volvió para mirarlo. Medía un metro setenta, y parecía no haberse lavado el pelo rubio y greñudo desde hacía semanas. Borracho como una cuba, se agarraba a la barra con una mano y extendía la otra hacia un lado como para mantener el equilibrio. Tenía las uñas sucias y la piel de un color amarillo pálido.

– ¿Vienes mucho por aquí? -preguntó Jeffrey.

– Todas las noches -contestó, y al sonreír le asomaba un diente torcido.

Jeffrey sacó una foto de Abigail Bennett.

– ¿La conoces?

El hombre miró la foto, lamiéndose los labios, sin dejar de balancearse hacia delante y hacia atrás.

– Es guapa.

– Está muerta.

El hombre hizo un gesto de indiferencia.

– Eso no quita para que sea guapa. -Señaló las dos jarras de cerveza con la cabeza-. ¿Vas a beberte todo eso?

– Adelante -lo invitó Jeffrey, apartándose para mantenerse a distancia.

Ese hombre debía de ir a la busca y captura de la siguiente copa. Jeffrey conocía el percal, por su padre, Jimmy Tolliver, que tenía esa misma actitud todas las mañanas cuando se levantaba a rastras de la cama.

Lena se acercó a la barra y, por su expresión, Jeffrey no tuvo que preguntarle nada.

– Sólo había una chica en los camerinos -dijo-. Sospecho que se ha fugado de su casa. Le he dejado mi tarjeta, pero dudo que sirva de algo. -Miró detrás de la barra-. ¿Adónde ha ido el camarero?

– A decirle al jefe que han venido un par de policías -adivinó Jeffrey.

– Ya ves, eso por venir por las buenas -comentó ella.

Jeffrey había visto una puerta al lado de la barra y supuso que Chip se había escabullido por allí. Al lado de la puerta había un gran espejo de un tono más oscuro que los demás. Jeffrey supuso que alguien, probablemente el gerente o el dueño, estaba al otro lado mirando.

Jeffrey no se molestó en llamar. La puerta, aunque cerrada con llave, cedió al girar el pomo con fuerza.

– ¡Oiga! -exclamó Chip, retrocediendo hacia la pared y levantando las manos.

El hombre detrás del escritorio contaba billetes con una mano y con la otra pulsaba teclas de una máquina de sumar.

– ¿Qué quiere? -preguntó, sin molestarse en alzar la vista-. Este local cumple la normativa. Pregúnteselo a cualquiera.

– Ya lo sé -dijo Jeffrey, y sacó la foto de Abigail del bolsillo trasero-. Necesito saber si ha visto a esta chica por aquí.

Tampoco entonces el hombre se molestó en levantar la vista.

– No la he visto jamás.

– ¿Quiere mirar y volver a contestar? -preguntó Lena.

Entonces sí alzó la vista. Con una sonrisa en sus labios húmedos, cogió un puro del cenicero y lo mordió. Cuando se reclinó, la silla gimió como una prostituta de setenta años.

– No solemos disfrutar del placer de tan grata compañía.

– Mire la foto… -ordenó Lena, y se fijó en la placa del escritorio-, señor Fitzgerald.

– Albert -corrigió él, cogiendo la foto que le tendía Jeffrey. Examinó la imagen y su sonrisa se desvaneció antes de devolverla-. La chica parece muerta.

– Muy sagaz -apuntó Lena-. ¿Y tú adónde vas?

Jeffrey advirtió que Chip se acercaba disimuladamente a otra puerta, pero Lena lo había visto antes.

– A nin… ningún sitio -contestó tartamudeando.

– Pues más te vale -previno Jeffrey.

En el despacho, a la luz, se veía que el camarero era un hombre escuálido, probablemente a causa de una grave adicción a alguna droga que le quitaba el apetito. Aunque llevaba el pelo cortado por encima de las orejas y el rostro bien afeitado, tenía cierto aire de abandono.

– ¿Quieres mirar esto, Chippie? -preguntó Albert, y le tendió la foto, pero el camarero no la cogió.

Sin embargo, le pasaba algo. Dirigió la mirada hacia Lena, hacia Jeffrey, hacia la foto y por último hacia la puerta. Seguía acercándose a la salida, con la espalda contra la pared como si pudiera escabullirse delante de sus narices.