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– ¿Cómo te llamas? -preguntó Jeffrey.

– Donner… -contestó Albert por él-. Charles Donner.

Chip siguió deslizando los pies por el suelo.

– Yo no he hecho nada.

– Detente ahora mismo -ordenó Lena.

Dio un paso hacia Chip, y éste se precipitó hacia la puerta y la abrió. Lena se abalanzó sobre él y, tras agarrarlo de la camisa por detrás, lo obligó a volverse y lo lanzó en dirección a Jeffrey. Aunque éste tardó en reaccionar, logró atrapar al chico antes de que cayera de bruces al suelo. Sin embargo, no pudo evitar que se golpeara contra la mesa metálica.

– Mierda -protestó Chip, y se cogió el codo.

– No ha sido nada -dijo Jeffrey, sujetándolo por el cuello de la camisa.

Sin soltarse el codo, Chip se dobló por la cintura.

– Joder, qué daño.

– Cállate -dijo Lena mientras recogía la fotografía del suelo-. Y mira esto, cabeza de chorlito.

– No la conozco -afirmó, sin dejar de frotarse el codo, y Jeffrey no supo si mentía o decía la verdad.

– ¿Por qué has intentado huir? -preguntó Lena.

– Tengo antecedentes.

– No me digas -dijo Lena-. ¿Por qué has intentado huir?

Al ver que él no contestaba, le dio un coscorrón.

– Joder, tía.

Chip se frotó la cabeza y dirigió una mirada suplicante a Jeffrey. Aunque era un poco más alto que Lena y pesaba unos cinco kilos más, sin duda ella era más musculosa.

– Contéstale -indicó Jeffrey.

– No quiero que me vuelvan a encerrar.

– ¿Hay una orden de detención a tu nombre? -aventuró Jeffrey.

– Estoy en libertad condicional -dijo, aún sujetándose el brazo.

– Vuelve a mirar la foto -ordenó Jeffrey.

Chip apretó la mandíbula, pero era obvio que estaba acostumbrado a obedecer. Miró la foto. No asomó a su rostro ninguna señal de que reconociese a la chica, pero Jeffrey advirtió que la nuez de Adán se le movía como si intentara contener sus emociones.

– La conoces, ¿verdad?

Chip le lanzó una mirada a Lena como si se temiese otro golpe.

– Si eso es lo que quiere que diga, pues sí.

– Quiero que digas la verdad -le espetó Jeffrey, y cuando Chip alzó la vista, tenía las pupilas del tamaño de una moneda. Obviamente iba muy drogado-. ¿Sabías que estaba embarazada, Chip?

Parpadeó varias veces.

– Estoy sin blanca. Apenas tengo para comer.

– No vamos a exigirte una pensión alimenticia, gilipollas -dijo Lena.

La puerta se abrió y apareció la chica del escenario, que los miró, calibrando la situación.

– ¿Todo va bien? -preguntó.

Jeffrey había apartado la mirada cuando la chica abrió la puerta, y Chip, aprovechando la ocasión, le asestó un puñetazo en plena cara.

– ¡Chip! -exclamó la chica cuando éste pasó corriendo a su lado.

Jeffrey se dio tal golpe al caer al suelo que vio literalmente una explosión de estrellas. La chica empezó a gritar como una sirena y luchó con Lena a brazo partido para impedirle que saliera detrás de Chip. Al darse cuenta de que veía doble, y luego triple, Jeffrey parpadeó. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos durante lo que le pareció una eternidad.

Jeffrey ya se encontraba mejor cuando Lena lo dejó en casa de Sara. La bailarina de striptease, Patty O'Ryan, había arañado a Lena en el dorso de la mano, pero eso fue todo lo que consiguió antes de que ella le torciera el brazo por detrás y la tirara al suelo. Cuando Jeffrey por fin abrió los ojos, le estaba poniendo las esposas.

«Lo siento», fue lo primero que dijo Lena, pero O'Ryan ahogó sus palabras exclamando: «¡Hijos de puta! ¡Polis de mierda!».

Mientras tanto, Charles Wesley Donner se había escapado, pero luego su jefe se mostró muy servicial y, tras una mínima insistencia, les contó todo acerca de Chip salvo la talla de calzoncillos. Tenía veinticuatro años y llevaba poco más de diez meses trabajando en el Pink Kitty. Conducía un Chevy Nova de 1980 y vivía en Avondale, concretamente en una pensión de Cromwell Road. Jeffrey ya había llamado a la responsable de la libertad condicional de Donner, quien no se había alegrado precisamente de que la llamaran y la despertaran en plena noche. Confirmó la dirección, y Jeffrey envió a un patrullero a vigilar. Se despachó una orden de busca y captura, pero Donner había cumplido seis años de condena por tráfico de drogas y sabía cómo esconderse de la policía.

Jeffrey abrió la puerta de la casa de Sara con el mayor sigilo posible para no despertarla. Chip no era fuerte, pero había asestado el puñetazo en el lugar exacto para derribarlo: debajo del ojo izquierdo, justo al lado del caballete de la nariz. Jeffrey sabía por experiencia que la moradura iría a más, y la hinchazón ya le dificultaba la respiración. Como siempre, la nariz le había sangrado profusamente, por lo que se lo veía peor de lo que estaba en realidad. Siempre sangraba como un grifo cuando recibía un golpe en el caballete de la nariz.

En la cocina, encendió las luces de la encimera y contuvo el aliento, temiendo oír de un momento a otro la voz de Sara. Al no oírla, abrió la nevera y sacó una bolsa de guisantes congelados. Procurando no hacer ruido, la golpeó y separó los guisantes con los dedos. Llevándose la bolsa a la cara, apretó los dientes y soltó un silbido a la vez que se preguntaba una vez más por qué nunca dolía tanto cuando uno se hacía una herida como cuando intentaba curarla.

– ¿Jeff?

Se sobresaltó y se le cayeron los guisantes.

Sara pulsó el interruptor y los fluorescentes del techo parpadearon. Al empezar a palpitarle el dolor al ritmo del parpadeo de la luz, Jeffrey tuvo la sensación de que la cabeza iba a estallarle.

Sara arrugó la frente al verle el morado debajo del ojo.

– ¿Dónde te has hecho eso?

Jeffrey se agachó para recoger los guisantes y la sangre le afluyó a la cabeza.

– En el antro aquel.

– Estás todo manchado de sangre -observó ella en un tono que parecía acusador.

Jeffrey se miró la camiseta, que se veía mucho mejor a la clara luz de la cocina que en el lavabo del Pink Kitty.

– ¿Es tuya esa sangre? -preguntó Sara.

Viendo por dónde iban los tiros, Jeffrey se encogió de hombros. Dio la impresión de que a Sara la preocupaba más la posibilidad de que él contagiara la hepatitis a un desconocido que el hecho de que un imbécil hubiera estado a punto de romperle la nariz.

– ¿Dónde están las aspirinas? -preguntó Jeffrey.

– Sólo tengo Tylenol, y no deberías tomarlo hasta conocer el resultado de tus análisis de sangre.

– Me duele la cabeza.

– Entonces tampoco deberías beber.

El comentario no hizo más que irritarlo. Él no era como su padre. Desde luego aguantaba bien la bebida, y no podía decirse que un sorbo de cerveza aguada fuera beber.

– Jeff.

– Dejémoslo ya, Sara.

Ella se cruzó de brazos como una maestra enfadada.

– ¿Por qué no te lo tomas en serio?

Las palabras escaparon de sus labios antes de que Jeffrey pudiera prever la tormenta que desatarían.

– ¿Por qué me tratas como a un leproso de mierda?

– Podrías ser portador de una enfermedad peligrosa. ¿Sabes qué significa eso?

– Claro que lo sé -contestó él, y de pronto una sensación de laxitud invadió su cuerpo, como si ya no fuera capaz de soportar nada más.

¿Cuántas veces habían hecho eso? ¿Cuántas discusiones habían tenido en esa misma cocina, los dos exasperados hasta el límite? Siempre era Jeffrey quien buscaba la reconciliación, quien pedía disculpas para arreglar las cosas. Lo había hecho toda su vida, desde cuando tenía que aplacar los arrebatos de mal genio de su madre provocados por la bebida hasta cuando se interponía entre ella y los puños de su padre. Como policía, se metía en la vida de los demás a diario, absorbiendo su dolor y su rabia, su aprensión y su miedo. No podía seguir así. Tenía que llegarle el día en que encontrase cierta paz.