Выбрать главу

– Ya sé que es una lata, pero quiero que los interrogues personalmente. Comprueba si existe alguna conexión religiosa con la iglesia o con Abby. Hoy hablaré con la familia e intentaré averiguar si la chica se fue del pueblo por su cuenta alguna vez -y dirigiéndose a Lena, añadió-: No hemos encontrado huellas dactilares en el frasco de cianuro de Dale Stanley.

– ¿Ninguna? -preguntó Lena.

– Dale siempre se ponía guantes cuando lo usaba -le explicó Jeffrey-. Ésa podría ser la causa.

– O que alguien las haya limpiado.

– Quiero que hables con O'Ryan -dijo Jeffrey-. Buddy Conford acaba de llamar. La representa él.

Lena arrugó la nariz al oír el nombre del abogado.

– ¿Quién lo ha contratado?

– ¿Y yo qué sé?

– ¿No le importa que hablemos con ella? -preguntó Lena.

Era obvio que Jeffrey no estaba dispuesto a dejarse interrogar.

– ¿Acaso he entendido algo mal? ¿Resulta que ahora eres tú el comisario? -No la dejó contestar-. Hazme el favor de llevártela a la puta sala antes de que llegue ese hombre.

– Sí, comisario -respondió Lena, sabiendo que no era buen momento para insistir.

Frank enarcó las cejas y ella se encogió de hombros, sin saber qué decir. Últimamente era imposible descifrar el humor de Jeffrey.

Lena abrió la puerta cortafuegos que daba a la parte trasera de la comisaría. Marty Lam estaba ante el surtidor de agua, sin beber, y ella lo saludó con la cabeza al pasar por su lado. Marty parecía un ciervo sorprendido por los faros de un coche. Lena conocía esa sensación.

Pulsó el código de la caja de seguridad de los calabozos y sacó las llaves. Patty O'Ryan estaba acurrucada en su litera, con las rodillas casi en contacto con el mentón. Aunque seguía vestida, o más bien medio vestida, con su atuendo de bailarina de striptease de la noche anterior, dormida parecía una niña de doce años, un ser inocente zarandeado por un mundo cruel.

– ¡O'Ryan! -gritó Lena, sacudiendo la puerta cerrada de la celda.

El metal golpeó contra el metal, y la chica se llevó tal susto que se cayó al suelo.

– Arriba los corazones -canturreó Lena.

– Cállate, gilipollas -bramó O'Ryan, ya sin el menor rastro de una inocente niña de doce años.

Se llevó las manos a los oídos cuando Lena sacudió la puerta una segunda vez de propina. Obviamente la chica tenía resaca; la única duda era qué sustancia se la había provocado.

– Levántate -ordenó Lena-. Date la vuelta y pon las manos detrás de la espalda.

La chica ya conocía el procedimiento y ni se inmutó cuando Lena le puso las esposas alrededor de las muñecas. Las tenía tan delgadas y huesudas que Lena se vio obligada a ajustar el cierre en la última muesca. Las chicas como O'Ryan rara vez acababan muertas a manos de un asesino. Poseían un desarrollado espíritu de supervivencia. Eran las personas como Abigail Bennett quienes tenían que guardarse las espaldas.

Lena abrió la puerta de la celda y agarró a la chica del brazo para conducirla por el pasillo. Al tenerla cerca, le llegó el olor a sudor y sustancias químicas que su cuerpo desprendía. Hacía tiempo que no se había lavado el pelo castaño grisáceo, que le colgaba, desgreñado, hasta la cintura. Entre los mechones, Lena vio la señal de un pinchazo en el interior del codo izquierdo.

– ¿Te van las anfetas? -aventuró Lena.

Como la mayoría de los núcleos urbanos de todo el país, Grant había experimentado un importante aumento en el tráfico de anfetaminas en los últimos cinco años.

– Conozco mis derechos -respondió la chica entre dientes-. No tienes ninguna razón para retenerme aquí.

– Obstrucción a la justicia, agresión a un agente, resistencia a la autoridad -enumeró Lena-. ¿Quieres mear en una taza? Seguro que encontramos algo más.

– Me voy a mear en ti -replicó ella, y escupió en el suelo.

– Eres toda una dama, O'Ryan.

– Y tú una gilipollas, cabrona de mierda.

– ¡Vaya! -dijo Lena, tirando del brazo de la chica de modo que dio un traspié. O'Ryan soltó un gratificante alarido de dolor-. Por aquí -indicó Lena, y la empujó hacia la sala de interrogatorios.

– Hija de puta -espetó O'Ryan cuando Lena la obligó a sentarse en la silla más incómoda de la comisaría.

– No intentes nada -advirtió Lena mientras le soltaba una de las esposas y la prendía de la argolla que Jeffrey había soldado a la mesa; ésta, a su vez, se hallaba atornillada al suelo, lo que había resultado una buena idea en más de una ocasión.

– No tenéis derecho a retenerme aquí -protestó O'Ryan-. Chip no hizo nada.

– ¿Entonces por qué huyó?

– Porque sabe que de todos modos lo haréis pringar.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó Lena, sentándose delante de ella.

– Veintiuno -contestó la chica, levantando la barbilla en un gesto de desafío, con lo que Lena supuso casi con total certeza que era menor de edad.

– No estás haciéndote ningún bien.

– Quiero un abogado.

– Ya tienes uno y viene de camino -respondió Lena.

Eso no se lo esperaba.

– ¿Quién es?

– ¿Es que no lo sabes?

– ¡Mierda! -exclamó, y su expresión volvió a ser la de una niña pequeña.

– ¿Qué pasa?

– No quiero un abogado.

Lena suspiró. Lo que necesitaba esa chica era una buena bofetada.

– ¿Y eso por qué?

– Simplemente no lo quiero -contestó-. Llévame a la cárcel. Acúsame. Haz lo que te dé la gana. -Se lamió los labios con cierta coquetería y miró a Lena de reojo-. ¿No habrá algo más que te apetezca hacer?

– No te hagas ilusiones.

Viendo que su intento no surtía efecto, O'Ryan volvió a convertirse en la niña asustada de antes. Unas lágrimas de cocodrilo resbalaron por sus mejillas.

– Pues llevadme ante el juez. No tengo nada que decir.

– Queremos hacerte unas preguntas.

– Vete a la mierda con tus preguntas -repuso ella-. Conozco mis derechos. No tengo que contestar a nada, joder, y no podéis obligarme.

Salvo por el vocabulario, hablaba como Albert, el dueño del Pink Kitty, la noche anterior, cuando Jeffrey le pidió que fuera a la comisaría. Lena no soportaba a la gente que conocía tan bien sus derechos. Le complicaba mucho el trabajo.

– Patty, no estás haciéndote ningún bien -repitió Lena, inclinada sobre la mesa.

– ¿Y a ti qué coño te importa si me hago bien o no? Mantener la puta boca cerrada es lo que más me conviene.

La mesa estaba salpicada de saliva, y Lena se reclinó, intrigada por saber qué había llevado a Patty O'Ryan a semejante vida. En algún momento había sido la hija de alguien, la amiga de alguien. Ahora era como una sanguijuela, que sólo cuidaba de sí misma.

– Patty, así no irás a ninguna parte. Puedo pasarme todo el día aquí sentada.

– Por mí como si te sientas en una polla enorme y te la metes por el culo, cabrona chupapollas.

Llamaron a la puerta y entró Jeffrey, seguido por Buddy Conford. De pronto O'Ryan cambió de actitud radicalmente. Rompiendo a llorar como una niña perdida, suplicó a Buddy entre sollozos:

– ¡Papá, por favor! ¡Sácame de aquí! ¡Te juro que no hice nada!

Sentada en el despacho de Jeffrey, Lena apoyó el pie en el panel posterior del escritorio y se retrepó en la silla. Buddy le miró la pierna, y Lena no supo si fue por interés o por envidia. En su adolescencia, Buddy perdió la pierna derecha, amputada por encima de la rodilla, a causa de un accidente de automóvil. Pocos años después se quedó tuerto debido a un cáncer de ojo y más recientemente un cliente enfadado le había pegado un tiro a quemarropa por un desacuerdo respecto a la minuta. Aunque ese percance le supuso un riñon, consiguió que los cargos contra su cliente por intento de homicidio se vieran reducidos a una simple agresión. Cuando decía que era abogado defensor, no mentía.