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– ¿Y qué decía?

Greg se lo pensó.

– ¿«Así es la vida»? -dijo, y la imitó encogiéndose de hombros-. ¿«Mala pata»?

Lena sabía que Greg tenía razón, pero no habría sabido ni siquiera empezar a explicárselo.

– La gente cambia.

– Nan dice que sales con alguien.

– Sí, bueno -se limitó a decir, pero el corazón le dio un brinco al enterarse de que él se había molestado en preguntar; ya se las vería con Nan por no habérselo contado.

– Nan tiene buen aspecto -dijo él.

– Lo ha pasado muy mal.

– No me lo pude creer cuando me enteré de que vivíais juntas.

– Es buena persona. Antes no me había dado cuenta.

Dios mío, antes no se había dado cuenta de muchas cosas. Se había convertido en experta en echar a perder todo lo remotamente positivo que había en su vida. Greg era prueba palpable de ello.

Por hacer algo, alzó la vista hacia el árbol. Las hojas estaban a punto de caer. Greg volvió a hacer ademán de marcharse y ella preguntó:

– ¿Qué compacto?

– ¿Eh?

– Tu accidente. -Señaló la pierna-. ¿Qué CD buscabas?

– Heart -contestó, y una sonrisa ingenua asomó a su rostro.

– ¿Bebe Le Strange? -preguntó ella, devolviéndole la sonrisa sin querer.

Cuando vivían juntos, los sábados siempre hacían la limpieza y habían escuchado ese disco de Heart en particular tantas veces que hasta ese día Lena no podía fregar un retrete sin oír «Even It Up» en su cabeza.

– Era el nuevo -explicó él.

– ¿El nuevo?

– Sacaron uno el año pasado.

– ¿De versiones?

– No -contestó, con palpable emoción. Lo único que a Greg le gustaba más que la música era hablar de ella-. Tienen varios temas geniales. A lo Heart de los años setenta. No me puedo creer que no lo supieras. El primer día que salió me fui corriendo a la tienda.

Lena se dio cuenta del tiempo que hacía que no escuchaba música que le gustaba realmente. Ethan prefería el punk, el tipo de porquería desafecta por la que se pirraban los chicos blancos mimados. Lena ni siquiera sabía dónde tenía sus viejos compactos.

No había oído algo que él acababa de decir.

– Perdona, ¿qué has dicho?

– Tengo que irme -dijo-. Mi madre me espera.

De pronto le entraron ganas de llorar otra vez. Se obligó a quedarse donde estaba y no hacer ninguna tontería, como salir corriendo tras él. Dios mío, estaba convirtiéndose en una auténtica imbécil. Se parecía a una de esas mujeres estúpidas de las novelas rosa.

– Cuídate -dijo él.

– Ya -contestó ella, buscando alguna manera de retenerlo-. Tú también.

Se dio cuenta de que seguía sosteniendo las margaritas, y se agachó para dejarlas en la tumba de Sibyl. Cuando volvió a alzar la vista, Greg cojeaba en dirección al aparcamiento. Mantuvo la mirada fija en él, deseando con todas sus fuerzas que se diera la vuelta. No lo hizo.

MIÉRCOLES

Capítulo 9

Apoyado en los azulejos, Jeffrey dejó que el agua caliente de la ducha le asaeteara la piel. Se había duchado la noche anterior, pero nada podía eliminar la sensación de estar sucio de tierra. No sólo de tierra, sino de tierra de una tumba. Abrir la segunda caja, percibir el olor a moho de la descomposición, había sido casi tan espantoso como encontrar a Abby. La segunda caja lo cambiaba todo. Había en algún lugar otra chica, otra familia, otra muerte. Al menos tenía la esperanza de que fuera sólo una. El laboratorio no entregaría el resultado del ADN hasta finales de la semana. Entre eso y el análisis de la carta que había recibido Sara, las pruebas estaban costándole la mitad del presupuesto que le quedaba para el resto del año, pero eso le traía sin cuidado. Buscaría empleo de mozo de gasolinera en Texaco si era necesario. Mientras tanto, en ese mismo instante, algún representante del estado de Georgia disfrutaba en Washington de un desayuno de doscientos dólares.

Se obligó a salir de la ducha, sintiendo que necesitaba aún una hora más bajo el agua caliente. Vio que Sara había entrado sin que la oyera y había dejado una taza de café para él en el estante encima del lavabo. La noche anterior la había llamado desde el bosque para darle algunos detalles del hallazgo. Después él mismo había llevado a Macon las pocas pruebas encontradas en la caja; a la vuelta había ido a la comisaría, y allí había repasado una por una las notas sobre el caso. Hizo una lista de diez páginas de las personas con las que debía hablar, de las pistas que debían seguir. Para entonces ya eran las doce de la noche, y tuvo que decidir si iba a casa de Sara o a la suya. Incluso llegó a hacer esto último sin acordarse de que las chicas ya se habían mudado hasta que llegó. A eso de la una de la madrugada las luces seguían encendidas y, a juzgar por la estridente música que se oía desde la calle, dentro se celebraba una fiesta. Estaba demasiado cansado para ir a decirles que la apagaran.

Jeffrey se puso unos vaqueros y entró en la cocina con la taza de café. Junto al sofá, Sara doblaba la manta que él había usado la noche anterior.

– No quise despertarte -dijo él, y ella asintió con la cabeza.

Era evidente que ella no le había creído, pero le había dicho la verdad. Mal que le pesara, había dormido solo casi todas las noches en los últimos años, y después de lo que había encontrado en el bosque no se había sentido capaz de volver a casa junto a Sara. Pese a lo sucedido en la cocina dos noches antes, acostarse en la cama con ella, meterse entre las sábanas limpias, le habría parecido una profanación.

Vio la taza vacía de ella en la encimera y preguntó:

– ¿Quieres más café?

Ella negó con la cabeza y, tras alisar la manta, la dejó a los pies del sofá.

Jeffrey le sirvió café de todos modos. Cuando se dio la vuelta, Sara miraba el correo sentada junto a la isla de la cocina.

– Perdona -dijo él.

– ¿Por qué?

– Me siento… -Se le apagó la voz.

Ni siquiera sabía cómo se sentía.

Sara hojeaba una revista, sin probar el café que él le había servido. Al ver que Jeffrey no acababa la frase, alzó la vista.

– No hace falta que me lo expliques -lo interrumpió, y él sintió que le quitaba un gran peso de encima.

Aun así, lo intentó.

– Fue una noche dura.

Ella le sonrió, aunque la sonrisa no se reflejó en sus ojos a causa de la preocupación.

– Sabes bien que lo entiendo.

Sin embargo, Jeffrey percibía aún tensión en el aire, pero no sabía si se debía a Sara o eran figuraciones suyas. Tendió la mano hacia ella.

– Deberías vendarte la mano -dijo ella.

Se había quitado la venda después de cavar en el bosque. Se miró el corte, que tenía muy enrojecido. Al acordarse, sintió el dolor de la herida.

– Creo que se me ha infectado.

– ¿Te has tomado las pastillas que te di?

– Sí.

Sara alzó la vista y supo que mentía.

– Unas cuantas -añadió mientras intentaba recordar dónde demonios las había dejado-. Tomé unas cuantas. Un par.

– Eso es incluso peor que no tomarlas -dijo ella, volviendo a mirar la revista-. Así aumentas la resistencia del organismo contra los antibióticos. -Siguió hojeando la revista.

– ¿Qué más da? Igualmente me matará la hepatitis -dijo Jeffrey por bromear.

Ella lo miró, y él vio que se le empañaban los ojos sólo de pensarlo.

– Eso no tiene gracia.

– No -reconoció él-. Es que… necesitaba estar solo. Anoche.

Ella se enjugó las lágrimas.

– Lo entiendo.

Con todo, él tuvo que preguntar:

– ¿No estás enfadada conmigo?

– Claro que no -insistió ella, cogiéndole la mano ilesa.

Le apretó la mano unos instantes antes de soltarla y volver a fijar la mirada en la revista. Él vio que era Lancet, una revista médica extranjera.