– De todos modos no habría sido muy buena compañía -dijo él, recordando su noche de insomnio-. No paré de darle vueltas -añadió-. Es peor encontrar la caja vacía, no saber qué ha pasado.
Por fin Sara cerró la revista y le dedicó toda su atención.
– El otro día insinuaste que quizás el plan era volver a buscar los cadáveres de las víctimas una vez hubieran muerto.
– Lo sé -dijo él, y ésa precisamente había sido una de las razones de su insomnio. Había visto cosas horrendas en su trabajo, pero no estaba preparado para enfrentarse a un criminal tan trastornado como para matar a una chica y llevarse luego su cuerpo por la razón que fuera-. ¿Qué clase de persona haría algo así?
– Un enfermo mental -contestó ella.
Sara era una científica hasta la médula y pensaba que existían explicaciones concretas para el comportamiento de la gente. Nunca había creído en la maldad, pero tampoco se había sentado ante una persona que había asesinado a sangre fría o violado a un niño. Como casi todo el mundo, se permitía el lujo de filosofar sobre el tema desde detrás de sus libros de texto. Jeffrey, que tenía que lidiar con la realidad a diario, veía las cosas de otra manera y pensaba que alguien capaz de semejante crimen debía tener el alma trastornada.
Sara se bajó del taburete.
– Hoy deberían llegar los resultados de los grupos sanguíneos -dijo ella. Abrió el armario al lado del fregadero y sacó dos muestras de antibióticos; abrió una y luego otra-. He llamado a Ron Beard al laboratorio estatal mientras estabas en la ducha. Hará los análisis hoy a primera hora. Al menos así sabremos cuántas víctimas hubo.
Jeffrey cogió los comprimidos y se los tomó con el café.
Ella le entregó otras dos muestras.
– ¿Me harás el favor de tomarte esto después de comer?
Aunque con toda seguridad se saltaría la comida, Jeffrey asintió.
– ¿Qué piensas de Terri Stanley?
Sara se encogió de hombros.
– Parece buena chica. Algo desbordada por la situación, pero ¿quién no lo estaría?
– ¿Crees que bebe?
– ¿Alcohol? -preguntó Sara, sorprendida-. Nunca se lo he olido. ¿Por qué?
– Lena dice que la vio vomitar en el picnic el año pasado.
– ¿El picnic de la policía? -preguntó Sara-. Creo que Lena no fue. ¿No estaba de excedencia?
Jeffrey se quedó pensando, sin hacer caso al tono con que Sara dijo «excedencia».
– Lena comentó que la vio en el picnic -dijo él.
– Puedes mirar tu agenda -sugirió ella-. Tal vez me equivoque, pero creo que no fue.
Sara nunca se equivocaba con las fechas. Jeffrey sintió que una duda inquietante se abría paso en su cerebro. ¿Por qué había mentido Lena? ¿Qué intentaba ocultar esta vez?
– ¿No se referiría al picnic anterior? -preguntó Sara-. Me acuerdo de que esa vez unos cuantos bebieron demasiado. -Se echó a reír-. ¿Te acuerdas de que Frank no paraba de cantar el himno nacional como si fuera Ethel Merman?
– Sí -dijo Jeffrey.
Era obvio que Lena había mentido, pero no entendía por qué. No le constaba que Lena fuera amiga íntima de Terri Stanley. De hecho, le constaba que no era amiga íntima de nadie. Si ni siquiera tenía perro.
– ¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó Sara.
Jeffrey intentó volver en sí.
– Si Lev no nos mintió, los trabajadores de la granja deberían venir a la comisaría a primera hora de la mañana. Ya veremos si él accede a someterse al polígrafo. Hablaremos con ellos, para ver si alguien sabe qué le pasó a Abby -añadió-: No te preocupes, no espero una confesión.
– ¿Y qué pasa con Chip Donner?
– Se ha dictado una orden de búsqueda y captura -contestó Jeffrey-. No sé, Sara, pero no lo creo capaz de algo así. No es más que un pobre desgraciado. Dudo que tenga la disciplina suficiente para planear una cosa así. Además, la segunda caja era vieja. Podría tener cuatro o cinco años. Y por esas fechas Chip estaba en la cárcel. Ése es prácticamente el único dato concreto que tenemos.
– ¿Quién crees que es el culpable, pues?
– Está el capataz, Cole… -empezó a decir Jeffrey-. Los hermanos, las hermanas, los padres de Abby, Dale Stanley. -Suspiró-. Básicamente todas las personas con las que he hablado desde que empezó este maldito asunto.
– Pero ¿no sospechas de nadie en particular?
– De Cole -respondió.
– ¿Sólo porque hablaba de Dios a gritos a aquella gente?
– Sí -reconoció él, y desde luego tras oírlo en boca de Sara parecía una deducción sin fundamento. Había intentado alejar a Lena del aspecto religioso del caso, pero tal vez se había dejado influir por sus prejuicios-. Quiero volver a hablar con la familia, quizás a solas.
– Reúnete con las mujeres a solas -aconsejó Sara-. Tal vez hablen con mayor libertad si los hermanos no están delante.
– Buena idea. -Volvió a intentarlo-: No quiero que te mezcles con esa gente, Sara. Y tampoco me gusta nada que Tessa trate con ellos.
– ¿Por qué?
– Porque tengo un presentimiento -respondió Jeffrey-. Presiento que traman algo. Pero no sé qué es.
– La devoción no es precisamente un delito -objetó ella-. Si fuera así, tendrías que detener a mi madre -y añadió-: De hecho, tendrías que detener a casi toda mi familia.
– No estoy diciendo que tenga que ver con la religión -aclaró Jeffrey-. Es por su manera de comportarse.
– ¿Cómo se comportan?
– Como si escondieran algo.
Sara se apoyó en la encimera. Jeffrey supo que no iba a ceder.
– Tessa me lo pidió como favor.
– Y yo te pido que no lo hagas.
Sara se sorprendió.
– ¿Acaso pretendes que elija entre tú y mi familia?
Eso era exactamente lo que Jeffrey le pedía, pero sabía que más le valía no decirlo. Ya había perdido la partida en una ocasión, pero esta vez conocía mejor las reglas.
– Sólo quiero que vayas con cuidado -dijo él.
Sara se disponía a contestar cuando sonó el teléfono. Tardó unos segundos en encontrar el inalámbrico en la mesita de centro.
– Diga.
Escuchó un momento y luego le dio el teléfono a Jeffrey.
– Tolliver -dijo Jeffrey, extrañado al oír una voz femenina.
– Soy Esther Bennett -susurró con voz ronca-. Su tarjeta…, la que me dio…, tenía un número de teléfono. Lo siento, yo…
La mujer rompió a llorar.
Sara lo miró intrigada y Jeffrey cabeceó.
– Esther -dijo al teléfono-. ¿Qué ocurre?
– Es Becca -contestó ella, con la voz trémula de dolor-. Ha desaparecido.
Mientras aparcaba delante de la cafetería Dipsy's, Jeffrey advirtió que no había vuelto allí desde la muerte de Joe Smith, el anterior sheriff de Catoogah. Cuando Jeff empezó a trabajar en el condado de Grant, él y Joe quedaban cada dos meses para tomar café quemado y tortitas que parecían de goma. Con el tiempo, cuando las anfetaminas empezaron a ser un verdadero problema en los pueblos, sus encuentros se volvieron más serios y regulares. Cuando Ed Pelham asumió el cargo, Jeffrey ni siquiera propuso una visita de cortesía, y todavía menos una comida. Por lo que a él se refería, Cincuenta Centavos no le llegaba a la suela de los zapatos ni a una niña de tres años, por no hablar de las suelas de las botas de un hombre como Joe Smith.
Jeffrey echó un vistazo al aparcamiento vacío y le sorprendió que Esther Bennett conociera ese lugar. No la imaginaba comiendo nada que no saliera de su propia cocina, de su propio huerto. Si ése era el concepto que tenía de un restaurante, más le valía comer cartón en su casa.
Cuando entró en la cafetería, May-Lynn Bledsoe estaba detrás de la barra y le dirigió una mirada cáustica.
– Empezaba a creer que ya no me querías.
– Eso sería imposible -le contestó Jeffrey, asombrado de que ella bromeara con éclass="underline" había ido a esa cafetería unas cincuenta veces sin que ella le diera siquiera la hora.