– Perdona -dijo él-. ¿Qué pasa?
– Necesitaba un poco de aire fresco -contestó ella, y Jeffrey asintió con la cabeza.
Saltaba a la vista que los empleados de Cultivos Sagrados habían ido a trabajar a primera hora de la mañana; prueba de ello era el olor a sudor.
– ¿Ha surgido algo?
– En esencia, lo único que hemos conseguido es más de lo mismo. Era buena chica, alabado sea el Señor. Se esforzaba al máximo, el Señor está contigo.
Jeffrey no acusó recibo de su sarcasmo, aunque coincidía plenamente con ella. Empezaba a ver que Lena no andaba tan desencaminada cuando dijo que aquello era una secta. Sin duda esa gente se comportaba como si le hubieran lavado el cerebro.
Lena suspiró.
– Sabes, en realidad, al margen de todas esas patrañas, parecía buena chica. -Lena apretó los labios y Jeffrey se sorprendió al descubrir esa faceta de ella. Sin embargo, se desvaneció tan pronto como había aparecido, y Lena añadió-: En fin, seguro que tenía algo que esconder. Todo el mundo esconde algo.
Jeffrey percibió un brillo de culpabilidad en su mirada, pero en lugar de preguntarle por Terri Stanley y el picnic de la policía, le comunicó:
– Rebecca Bennett ha desaparecido.
Lena puso cara de sorpresa.
– ¿Cuándo?
– Anoche. -Jeffrey le mostró la nota que Esther le había puesto en la mano delante de la cafetería-. Dejó esto.
Lena la leyó y dijo:
– Aquí pasa algo raro. -Jeffrey se alegró de que alguien se tomara aquello en serio-. ¿Por qué se fugó tan poco después de la muerte de su hermana? Ni siquiera yo era tan egoísta a los catorce años. Su madre debe de estar como loca.
– Ha sido su madre quien me lo ha dicho -explicó Jeffrey-. Me ha llamado esta mañana a casa de Sara. Sus hermanos no querían que presentara denuncia.
– ¿Por qué? -preguntó Lena, y le devolvió la nota-. ¿Qué daño podía hacer?
– No les gusta recurrir a la policía.
– Ya -replicó Lena-, pues ya veremos si sigue sin gustarles cuando vean que no vuelve -preguntó-: ¿Crees que la están reteniendo por la fuerza?
– Abby no dejó una nota.
– No -coincidió Lena, y añadió-: Esto no me gusta. No me huele nada bien.
– Ni a mí -dijo Jeffrey, guardando la nota en el bolsillo-. Quiero que empieces tú el interrogatorio de Connolly. Sospecho que no le gustará que sea una mujer quien le haga las preguntas.
Lena sonrió brevemente, como un gato que ve un ratón.
– ¿Quieres que lo cabree?
– No aposta.
– ¿Qué estamos buscando?
– Sólo quiero ver de qué pie calza -contestó él-. Averiguar cómo era su relación con Abby. Mencionar a Rebecca. Y ver si pica el anzuelo.
– De acuerdo.
– Y quiero volver a hablar con Patty O'Ryan. Tenemos que averiguar si Chip se veía con alguien.
– ¿Con alguien como Rebecca Bennett?
En ocasiones a Lena le funcionaba la cabeza de una manera que a Jeffrey le daba miedo. Se limitó a encogerse de hombros.
– Buddy ha dicho que vendrá dentro de un par de horas.
Lena tiró su Coca-Cola a la basura y se encaminó hacia la sala de interrogatorios.
– Estoy impaciente por verlo.
Jeffrey le abrió la puerta y vio cómo Lena se transformaba en la policía que, como él bien sabía, era muy capaz de ser. Entró caminando con paso firme, como si le colgara un par de bolas de latón entre las piernas. Apartó una silla y se sentó frente a Cole Connolly sin pronunciar palabra, con las piernas separadas y a unos centímetros de la mesa. Apoyó el brazo en el respaldo de la silla vacía a su lado.
– ¿Qué hay? -preguntó.
Cole lanzó una mirada a Jeffrey y luego miró otra vez a Lena.
– ¿Qué hay?
Lena se llevó la mano al bolsillo trasero, sacó el bloc de notas y lo plantó en la mesa.
– Soy la inspectora Lena Adams. Éste es el comisario Tolliver. ¿Podría darnos su nombre completo?
– Cletus Lester Connolly, señora.
Tenía ante él un bolígrafo y unas cuantas hojas de papel junto a una Biblia ajada. Connolly ordenó los papeles mientras Jeffrey se apoyaba contra la pared y se cruzaba de brazos. Contaba al menos sesenta y cinco años, y ofrecía un aspecto pulcro, con su camiseta blanca limpia y planchada y la raya bien marcada en las perneras de los vaqueros. El trabajo en el campo lo mantenía en forma, y conservaba los hombros anchos y unos bíceps ceñidos por las mangas. Tenía un vello blanco e hirsuto por todo el cuerpo: le asomaba por el cuello de la camiseta, le salía por las orejas y le cubría los brazos. En realidad, le poblaba prácticamente todo el cuerpo salvo la calva.
– ¿Por qué lo llaman Cole? -preguntó Lena.
– Mi padre se llamaba así -explicó, mirando a Jeffrey-. Me harté de recibir palizas por llamarme Cletus. Lester no es mucho mejor, así que adopté el nombre de mi padre a los quince años.
Jeffrey pensó que al menos eso explicaba por qué no había salido nada en los ordenadores cuando introdujeron su nombre. Sin embargo, no cabía duda de que había estado entre rejas. Mostraba esa actitud alerta propia de los presidiarios. Permanecía en guardia, en busca de una vía de escape.
– ¿Qué le ha pasado en la mano? -pregunto Lena.
Jeffrey se fijó en que Connolly tenía un corte muy fino, de algo más de dos centímetros, en el dorso del índice derecho. No era nada especial; desde luego no era un arañazo ni una herida por defenderse. Parecía más bien el tipo de corte que uno se hacía cuando trabajaba con las manos y dejaba de prestar atención durante una fracción de segundo.
– Me lo hice trabajando en el campo -contestó Connolly, mirándose el corte-. Supongo que debería ponerme una tirita.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en el ejército? -preguntó Lena.
Connolly se sorprendió, pero ella señaló el tatuaje del hombro. Jeffrey lo identificó como una insignia militar, pero no sabía de qué cuerpo. También reconoció el tatuaje situado más abajo, de esos tan rudimentarios que se hacen en la cárceclass="underline" en algún momento, Connolly se había pinchado la piel con una aguja y, usando la tinta de un bolígrafo, se había grabado en la carne de manera indeleble las palabras «Jesús es nuestro salvador».
– Doce años, hasta que me echaron -respondió Connolly. Después, como si previera la siguiente pregunta, añadió-: Tuve que escoger entre un tratamiento y la expulsión. «Baja deshonrosa.»
– Debió de ser duro.
– Sí, lo fue -convino, poniendo la mano sobre la Biblia. Jeffrey dudó que ese gesto significara que fuera a decir la verdad, pero ésa era la imagen que quería dar. Era evidente que sabía contestar a una pregunta sin dar apenas información. Era un maestro de la evasiva: sostenía la mirada, se cuadraba de hombros y se iba por la tangente-. Pero no tanto como la vida en la calle.
Lena le aflojó un poco de cuerda.
– ¿A qué se refiere?
– Me detuvieron por robar un coche a los diecisiete años -explicó, sin apartar la mano de la Biblia-. El juez me dio a elegir entre el ejército o la cárcel. Fui derecho de la teta de mi madre a la del Tío Sam, y disculpe mi vocabulario -lo dijo con un brillo en la mirada. Tardó unos minutos en bajar la guardia con Lena, y a partir de ese momento empezó a tratarla como si fuera un chico más. Delante de sus narices, Cole Connolly se había convertido en un viejo servicial, deseoso de contestar a las preguntas, al menos a las que consideraba inofensivas-. No sabía valerme por mí mismo en el mundo real. Cuando salí, me apandillé con unos colegas que pensaron que atracar un supermercado del barrio sería pan comido.
Jeffrey deseó tener un dólar por cada hombre condenado a muerte que se había iniciado atracando supermercados.
– Uno de ellos nos delató antes de llegar al establecimiento; aceptó un trato a cambio de una reducción de condena por tráfico de drogas. Me esposaron incluso antes de entrar. -Connolly se echó a reír y le brillaron los ojos. Si lamentaba que lo hubieran delatado, no parecía guardar mucho rencor-. La cárcel me encantó; era como estar en el ejército. Me daban tres pitillos al día, me decían cuándo tenía que comer, cuándo tenía que dormir, cuándo tenía que cagar. Tanto es así que cuando llegó el momento de la libertad condicional, no quise irme.