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– Fractura transversal del esternón, fracturas bilaterales de las costillas, parénquima pulmonar perforada, laceraciones capsulares superficiales en los riñones y en el bazo. -Se interrumpió, con la sensación de que estaba repasando la lista de la compra-. El lóbulo izquierdo del hígado ha sufrido amputación y ha quedado aplastado entre la pared abdominal anterior y la columna vertebral.

– ¿Crees que fue obra de dos personas? -preguntó Jeffrey.

– No lo sé -contestó ella-. No se aprecian heridas defensivas en manos y brazos, pero eso podría significar simplemente que lo cogieron por sorpresa.

– ¿Cómo puede hacerse una cosa así a una persona?

Sara sabía que no era una pregunta retórica.

– La pared abdominal es flácida y comprimible. En general, cuando recibe un golpe, transmite automáticamente el impacto a las visceras abdominales. Es como si dieras una palmada a un charco de agua. Según la fuerza del golpe, los órganos huecos, como el estómago y los intestinos, pueden reventar, el bazo se lacera y el hígado sufre daños.

– Houdini murió así -comentó Jeffrey, y pese a las circunstancias, Sara sonrió por su afición a las anécdotas históricas-. Había retado a cualquiera que le pegara en el estómago con toda su fuerza. Pero al final, un chico lo cogió desprevenido y lo mató.

– Ya -coincidió Sara-. Si tensas los músculos abdominales, puedes dispersar el impacto. Si no, puedes morir. Dudo que Donner haya tenido tiempo para siquiera pensarlo.

– ¿Tienes ya una idea de cuál fue la causa de la muerte?

Sara miró el cadáver, lo que quedaba de la cabeza y el cuello.

– Si me dijeras que este chico sufrió un accidente de automóvil, te creería sin dudarlo. Jamás he visto semejantes traumatismos causados con un objeto contundente. -Señaló los pliegues de piel desprendidos del cuerpo sólo por los impactos-. Estas avulsiones, las laceraciones, las contusiones abdominales… -Meneó la cabeza ante tamaño desastre-. Lo golpearon tan fuerte en el pecho que la parte posterior del corazón sufrió lesiones por el contacto con la columna vertebral.

– ¿Estás segura de que esto sucedió anoche?

– Al menos en las últimas doce horas.

– ¿Murió en la habitación?

– Sin lugar a dudas.

El cadáver de Donner se había descompuesto a causa de los jugos intestinales que manaron de la herida abierta en uno de los costados. Los ácidos estomacales habían abierto agujeros en la lana de la moqueta. Cuando Sara y Carlos intentaron mover el cadáver, se encontraron con que estaba pegado al suelo. Para llevárselo, tuvieron que cortar los vaqueros y la parte de la alfombra a la que estaban pegados.

– ¿De qué murió, pues? -preguntó Jeffrey.

– Tienes dónde elegir -contestó ella-. Una dislocación de la articulación atlanto-occipital pudo haber seccionado la espina dorsal. Tal vez sufrió un hematoma subdural provocado por una aceleración rotatoria de la cabeza. -Iba enumerando las posibilidades con los dedos de la mano-. Arritmia cardíaca, aorta seccionada, asfixia traumática, hemorragia pulmonar… -Dejó de enumerar-. O tal vez fue el simple shock. Demasiado dolor, demasiados traumatismos, y el cuerpo sencillamente se viene abajo.

– ¿Crees que Lena tiene razón en lo de las nudilleras?

– Encaja -concedió Sara-. Nunca he visto marcas como éstas. La anchura coincide, y eso explicaría cómo alguien pudo hacer algo así con los puños. Los daños externos son mínimos, sólo los causados por la fuerza del metal contra la piel, pero internamente… -Señaló la masa de visceras destrozadas extraídas del cadáver-. Esto es ni más ni menos lo que esperaría encontrar.

– Vaya una manera de morir.

– ¿Has encontrado algo en la habitación? -preguntó ella.

– Sólo las huellas dactilares de Donner y la casera -contestó él, y tras pasar las páginas de su bloc de notas, leyó-: Un par de bolsas, probablemente de heroína, y agujas escondidas en el relleno de la parte inferior del sofá. Unos cien dólares en efectivo guardados en la base de una lámpara. Un par de revistas porno en el armario.

– Nada del otro mundo -dijo ella, al tiempo que se preguntaba cuándo había dejado de sorprenderle la cantidad de pornografía que consumían los hombres. Había llegado al extremo de desconfiar de cualquier hombre que no tuviera algún tipo de material pornográfico.

– Tenía pistola, una nueve milímetros.

– ¿Estaba en libertad condicional? -preguntó Sara, sabiendo que la tenencia de armas lo habría enviado derecho a la cárcel otra vez antes de tener tiempo siquiera para dar una explicación.

Jeffrey no le dio importancia.

– Yo también tendría una pistola si viviera en ese barrio.

– ¿Y no había ninguna señal de Rebecca Bennett?

– No, ni de ninguna otra chica. Como ya he dicho, sólo encontramos dos juegos de huellas dactilares en la habitación.

– Eso por sí mismo ya es sospechoso.

– Exacto.

– ¿Has encontrado la cartera? -Tras cortarle los pantalones, Sara se había fijado en que Donner tenía los bolsillos vacíos.

– Hemos encontrado monedas y el tique de un supermercado por la compra de unos cereales detrás de la cómoda -dijo Jeffrey-. Pero no la cartera.

– Lo más probable es que cuando llegó a su casa, se vaciara los bolsillos, saliera al cuarto de baño y, al volver a su habitación, fuera agredido.

– Pero ¿por quién? -preguntó Jeffrey, más para sí que para Sara-. Un camello al que engañó, quizás. Un amigo que sabía que tenía las bolsitas, pero no dónde las guardaba. Un ladrón del barrio que buscaba dinero en efectivo.

– Es bastante lógico pensar que un camarero tiene dinero en efectivo.

– No le pegaron para sonsacarle información -dijo Jeffrey.

Sara coincidió. El autor del crimen no se había detenido a media paliza para preguntarle a Chip Donner dónde escondía sus objetos de valor.

Jeffrey estaba visiblemente frustrado.

– Podría ser alguien relacionado con Abigail Bennett. Podría ser alguien que no la conocía. Ni siquiera sabemos si existía relación entre ambos.

– No parecía haber señales de lucha -comentó Sara-. Y la habitación estaba bastante revuelta.

– No tanto -discrepó Jeffrey-. Si esa persona buscaba algo, no se esmeró mucho.

– Un yonqui no es capaz de actuar con tal concentración. Nadie así de colgado podría coordinar lo suficiente para atacar de ese modo a alguien.

– ¿Ni siquiera con fenciclidina?

– No había pensado en eso -reconoció Sara.

La fenciclidina era una droga volátil y daba al consumidor una fuerza extraordinaria, así como alucinaciones muy vividas. Cuando Sara trabajaba en el hospital Grady de Atlanta, una noche había ingresado en urgencias un paciente que había roto la soldadura de la barandilla de metal de la cama a la que estaba esposado y había amenazado a un miembro del personal con ella.

– Es posible -concedió ella.

– A lo mejor el asesino desordenó la habitación para que pareciera un robo.

– En ese caso habría sido alguien que fue allí concretamente para matarlo.

– No entiendo por qué no tiene heridas de haberse defendido -comentó Jeffrey-. ¿Crees que Donner se quedó quieto sin hacer nada?

– Tiene una fractura transversal en el maxilar, una LeFort III. Sólo las había visto en los libros de texto.

– Por favor, háblame más claro.

– Le han desprendido la carne de la cara a golpes -explicó-. Si tuviera que adivinar qué sucedió, diría que alguien lo cogió totalmente por sorpresa, le dio un puñetazo en la cara y lo dejó sin sentido.

– ¿Un puñetazo?

– Es un hombre pequeño -señaló ella-. Es posible que el primer golpe fuera el que le partió la espina dorsal. La cabeza dio una sacudida y se acabó.