– ¿Zeke? -preguntó Jeffrey-. Es un niño encantador.
– Sí -coincidió ella, buscando en el cubo de la ropa sucia una camiseta lo bastante limpia para dormir.
– ¿Y qué más ha sucedido?
– Me he dejado arrastrar a una discusión teológica con Lev.
Sara encontró una camiseta de Jeffrey y se la puso. Cuando se enderezó, vio el cepillo de dientes de él en el cubilete junto al suyo. La espuma de afeitar y la maquinilla estaban colocadas una al lado de la otra, y su desodorante junto al de ella en la estantería.
– ¿Y quién ha ganado? -preguntó él.
– Nadie -consiguió contestar, mientras ponía en el cepillo la pasta de dientes.
Se lavó los dientes con los ojos cerrados. Estaba rendida.
– ¿No te habrán convencido para que te bautices?
– No, son todos muy amables -respondió, demasiado cansada para reírse-. Entiendo por qué a Tessa le gusta ir allí.
– ¿No han exhibido serpientes ni hablado en lenguas desconocidas?
– Han cantado un himno y hablado de las buenas obras. -Se enjuagó la boca y dejó el cepillo en el cubilete-. Son mucho más divertidos que los de la iglesia de mi madre, eso te lo aseguro.
– ¿Ah, sí?
– Ajá -contestó ella, mientras se metía en la cama y se deleitaba con el contacto de las sábanas limpias.
El hecho de que Jeffrey se encargara de la colada era razón suficiente para disculpar casi todos, si no todos, sus defectos. Él se tumbó de costado, apoyándose en un codo.
– ¿Divertidos en qué sentido?
– No hablan del fuego del infierno, como diría Bella. -De pronto se acordó y le preguntó-. ¿Les dijiste que soy tu mujer?
Jeffrey tuvo el detalle de aparentar bochorno.
– Es posible que se me escapara.
Sara le dio un amago de puñetazo en el pecho y él fingió desplomarse como si le hubiera pegado de verdad.
– Están muy unidos -señaló ella.
– ¿La familia?
– No les he notado nada especialmente raro. Mejor dicho, no son más raros que mi propia familia, y tú no digas nada, señor Tolliver, porque te recuerdo que conozco a tu madre.
Jeffrey aceptó la derrota con un leve gesto de asentimiento.
– ¿Estaba Mary?
– Sí.
– Es la otra hermana. Lev no fue a la comisaría con el pretexto de que ella estaba enferma.
– Pues a mí no me ha parecido enferma -dijo Sara-. Pero tampoco la he explorado.
– ¿Y los demás?
Sara reflexionó un momento.
– Rachel no ha estado mucho tiempo. Y a ese Paul le gusta controlar.
– A Lev también.
– Ha dicho que mi marido era un hombre afortunado. -Sonrió, sabiendo que eso le molestaría.
Jeffrey tensó la mandíbula.
– No me digas.
Sara se rió y apoyó la cabeza en su pecho.
– Le he dicho que la afortunada era yo por tener un marido tan honrado -dijo «marido» con el acento típico sureño.
Sara puso la mano sobre el vello del pecho porque le hacía cosquillas en la nariz. Jeffrey acarició con el dedo su anillo de la universidad, que ella todavía llevaba puesto. Sara cerró los ojos, esperando que él dijera algo, que repitiera la pregunta que le había estado haciendo en los últimos seis meses, pero en lugar de eso, quiso saber:
– ¿Qué necesitabas ver con tus propios ojos esta noche?
A sabiendas de que no podía seguir posponiendo lo inevitable, Sara contestó:
– Mi madre tuvo una aventura.
Jeffrey tensó el cuerpo.
– ¿Tu madre? ¿Cathy? -preguntó, tan incrédulo como Sara en un primer momento.
– Me lo contó hace unos años -explicó Sara-. Dijo que no fue una relación sexual, pero ella se marchó de casa y dejó a mi padre.
– No parece propio de ella.
– No puedo contárselo a nadie.
– No lo diré -dijo-. Además, ¿quién iba a creerme?
Sara volvió a cerrar los ojos, deseando que su madre no se lo hubiera contado nunca. En ese momento Cathy pretendía demostrar que Sara podía resolver las cosas con Jeffrey si de verdad lo deseaba, pero ahora esa información le resultaba tan ingrata como una discusión teológica con Cole Connolly.
– Fue con el fundador de esa iglesia, Thomas Ward.
Jeffrey esperó un momento.
– ¿Y?
– Y no sé qué pasó, pero obviamente mis padres se reconciliaron. -Alzó la vista hacia Jeffrey-. Me dijo que volvieron porque ella se quedó embarazada de mí.
Él tardó un momento en contestar.
– Ésa no es la única razón por la que volvió con él.
– Los niños cambian las cosas -dijo Sara, acercándose al tema de su propia infertilidad como nunca se había atrevido antes-. Un niño es un lazo entre dos personas. Te ata para siempre.
– Y también el amor -apuntó él, apoyando la mano en la mejilla de ella-. Te ata el amor. Las experiencias. Compartir tu vida. Ver envejecer al otro.
Sara volvió a apoyar la cabeza.
– Sólo sé que tu madre quiere a tu padre -prosiguió Jeffrey, como si no hubieran estado hablando de sí mismos.
Sara se armó de valor.
– Dijiste que Lev tenía el mismo pelo y los mismos ojos que yo.
Jeffrey contuvo la respiración al menos veinte segundos.
– Joder -exclamó, incrédulo-. ¿No pensarás que…? -Se interrumpió-. Sé que lo dije en broma, pero…
Ni siquiera él podía pronunciar las palabras en voz alta.
Sara, con la cabeza aún apoyada en el pecho de él, alzó la vista hacia su barbilla. Jeffrey se había afeitado, probablemente en previsión de algún tipo de celebración esa noche tras conocer la buena noticia sobre sus análisis de sangre.
– ¿Estás cansado? -preguntó ella.
– ¿Y tú?
Sara se enroscó el vello en los dedos.
– Podría dejarme convencer.
– ¿Hasta qué punto?
Sara se tumbó de espaldas y lo arrastró consigo.
– ¿Por qué no lo compruebas tú mismo?
Aceptando su propuesta, Jeffrey la besó lenta y suavemente.
– Estoy tan contenta -dijo ella.
– Pues yo me alegro de que lo estés.
– No. -Apoyó las manos en la cara de él-. Estoy contenta porque no te has contagiado.
Jeffrey volvió a besarla, con calma, jugueteando con sus labios. Sara empezó a relajarse cuando él se apretó contra ella. A ella le encantaba sentir el peso de su cuerpo encima, la manera en que él sabía dónde tocarla. Si hacer el amor era un arte, Jeffrey era un maestro, y mientras le recorría el cuello con los labios, ella volvió la cabeza, con los ojos entornados, disfrutando de la sensación, hasta que vio de soslayo un destello fuera de lo normal al otro lado del pantano.
Sara aguzó la mirada, pensando que tal vez era el efecto de la luna reflejada en el agua o cualquier otra cosa.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jeffrey, dándose cuenta de que ella tenía la cabeza en otra parte.
– Chist -dijo ella, mirando hacia el pantano. Volvió a ver el destello, y apartando a Jeffrey, dijo-: Levántate.
– ¿Por qué? -preguntó él.
– ¿Siguen batiendo el bosque?
– De noche no -contestó-. ¿Qué…?
Sara se levantó de la cama y apagó la luz de la mesilla de noche. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad, y extendiendo los brazos, se acercó a tientas a la ventana.
– He visto algo -dijo-. Ven.
Jeffrey se levantó y, tras detenerse junto a ella, escrutó el pantano.
– No veo…-Calló.
Otra vez el destello. Sin duda era una luz. Había alguien al otro lado del pantano con una linterna. Exactamente donde habían encontrado a Abby.
– Rebecca.
Jeffrey se movió como si hubiera oído un disparo. Antes de que Sara encontrara su ropa, ya se había puesto los vaqueros. Sara oyó sus pasos sobre la pinaza del jardín trasero mientras se ponía las zapatillas de deporte y salía tras él.