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La luna llena iluminaba el sendero que bordeaba el pantano, y Sara corría a la misma velocidad que Jeffrey, varios metros por detrás. Él no se había puesto la camisa, y Sara sabía que iba descalzo porque ella llevaba sus zapatillas. Se le había salido el talón de la derecha, y Sara se obligó a detenerse unos segundos para calzársela bien. Perdió un tiempo precioso, y luego echó a correr todavía más deprisa, sintiendo el corazón en la garganta. Recorría la misma ruta casi todas las mañanas, pero ahora se le antojó que tardaba una eternidad en llegar al otro lado del pantano.

Jeffrey era un velocista mientras que a Sara se le daban mejor las carreras de fondo. Cuando por fin pasó por delante de la casa de sus padres, recobró la energía y en pocos minutos lo alcanzó. Los dos aflojaron el paso al acercarse al bosque y se detuvieron cuando el haz de una linterna atravesó el sendero ante ellos.

Jeffrey obligó a Sara a agacharse a la vez que él. Respiraban al unísono, y Sara temió que los delatara el ruido.

Vieron que la luz de la linterna avanzaba en dirección al bosque, aproximándose cada vez más al sitio donde Jeffrey y Sara habían encontrado a Abigail sólo tres días antes. De pronto Sara sintió un momento de pánico. Quizás el asesino volvía después para recuperar los cadáveres. Quizás había una tercera caja que no habían encontrado en las batidas y el secuestrador había regresado para llevar a cabo otra parte del ritual.

– Quédate aquí -le susurró Jeffrey al oído.

Se alejó agachado antes de que ella pudiera detenerlo. Sara se acordó de que iba descalzo, y se preguntó si era consciente de lo que hacía. Tenía la pistola en la casa. Nadie sabía que estaban allí.

Sara lo siguió, manteniéndose a cierta distancia, procurando por todos los medios no pisar algo que hiciera ruido. Más adelante vio que la luz de la linterna se había detenido y apuntaba hacia el suelo, probablemente el agujero vacío donde había yacido Abby.

Un grito agudo reverberó en el bosque y Sara se quedó petrificada.

Siguió una risa -más bien un cacareo-, que la asustó más que el grito.

– No se mueva de donde está -ordenó Jeffrey con voz firme e imperiosa a la persona que sostenía la linterna. La chica volvió a gritar. La luz de la linterna se levantó, y Jeffrey dijo-: Aparte eso de mi cara.

La otra persona obedeció, y Sara dio un paso más hacia delante.

– ¿Qué coño hacéis aquí? -preguntó Jeffrey.

Sara ya los veía: una pareja de adolescentes de pie frente a Jeffrey. Aunque llevaba sólo unos vaqueros, Jeffrey ofrecía un aspecto amenazador.

La chica volvió a gritar en el momento en que Sara, sin querer, pisó una rama.

– Por Dios, ¿sabéis que ha pasado aquí? -preguntó Jeffrey entre dientes, todavía sin resuello por la carrera.

El chico tenía unos quince años y estaba casi tan asustado como la muchacha a su lado.

– Yo… yo sólo quería enseñarle… -Se le quebró la voz, aunque estaba más que abochornado-. Sólo pretendíamos divertirnos.

– ¿Esto te parece divertido? -gruñó Jeffrey-. Aquí murió una mujer. La enterraron viva.

La chica rompió a llorar. Sara la reconoció de inmediato. Lloraba prácticamente cada vez que iba a la consulta, tanto si le ponían una inyección como si no.

– ¿Liddy? -preguntó Sara.

La chica se sobresaltó, pese a haber visto a Sara allí pocos segundos antes.

– ¿Doctora Linton?

– Tranquila, no pasa nada.

– Sí pasa -replicó Jeffrey.

– Les estás dando un susto de muerte -dijo Sara a Jeffrey, y luego preguntó a los chicos-: ¿Qué hacéis aquí a estas horas?

– Roger quería enseñarme… enseñarme… el lugar… -lloriqueó-. ¡Lo siento!

– Yo también lo siento -intervino Roger-. Ha sido una tontería. Lo siento -ahora hablaba más deprisa, ya que probablemente se había dado cuenta de que Sara podía sacarlos del apuro-. Lo siento, doctora Linton. No queríamos hacer nada malo. Sólo estábamos…

– Es tarde -interrumpió Sara, reprimiendo el deseo de estrangularlos. Tenía flato debido a la carrera y sintió el aire frío-. Ahora debéis volver los dos a vuestras casas.

– Sí, doctora -contestó Roger; cogió a Liddy por el brazo y prácticamente la arrastró por el sendero hacia la calle.

– Niñatos estúpidos -farfulló Jeffrey.

– ¿Estás bien?

Jeffrey se sentó en una roca, masculló una maldición, respirando todavía con dificultad.

– Me he cortado en el pie.

Sara se acercó a él, también sin resuello.

– ¿Es que te has empeñado en no pasar ni un solo día de esta semana sin hacerte daño?

– Eso parece -contestó él-. Joder, qué susto me han dado.

– Al menos no era…

Sara no acabó la frase. Los dos sabían cuál era la alternativa.

– Tengo que averiguar quién la mató -dijo Jeffrey-. Se lo debo a su madre. Tiene que saber por qué sucedió.

Sara miró hacia el otro lado del pantano, intentando localizar su casa, la casa de los dos. Al salir al jardín, habían tropezado con los focos y los habían derribado, y mientras Sara miraba la casa, se apagaron.

– ¿Cómo tienes el pie?

– Me duele… -Dejó escapar un profundo suspiro-. Dios mío, me estoy cayendo a pedazos.

Sara le frotó la espalda.

– Estás bien.

– La rodilla, el hombro, la mano… -Levantó la pierna-. Y ahora el pie.

– Te olvidas del ojo -le recordó ella, rodeándole la cintura con el brazo e intentando consolarlo.

– Me estoy haciendo viejo.

– Podrían pasarte cosas peores -señaló ella, aunque, por su silencio, se dio cuenta de que Jeffrey no estaba de humor para bromas.

– Este caso puede conmigo.

Siempre se implicaba a fondo en los casos; ésa era una de las muchas cosas que a Sara le encantaban de él.

– Lo sé -dijo ella, y reconoció-: Me sentiría mucho mejor si supiéramos dónde está Rebecca.

– Hay algo que se me escapa -dijo él. Le cogió la mano-. Seguro que hay algo que se me escapa.

Sara contempló el pantano, los destellos de la luna reflejados en las olas que lamían la orilla. ¿Sería eso lo último que vio Abby antes de que la enterraran viva? ¿Sería eso lo último que vio Rebecca?

– Tengo que contarte una cosa.

– ¿Algo más sobre tus padres?

– No -contestó ella, y se habría dado una patada por no habérselo dicho antes-. Tiene que ver con Cole Connolly. Seguro que no es nada, pero…

– Cuéntamelo -la interrumpió él-, y ya decidiré yo mismo si no es nada.

JUEVES

Capítulo 11

Sentada a la mesa de la cocina, Lena tenía la mirada clavada en el móvil. Debía llamar a Terri Stanley. Era ineludible. Debía disculparse, decirle que haría cuanto estuviera en sus manos para ayudarla. Lo que no sabía era qué haría después. ¿Cómo podía ayudarla? ¿Qué podía hacer por Terri cuando era incapaz de ayudarse a sí misma?

En el pasillo, se oyó el chasquido de la puerta del cuarto de baño cuando Nan la cerró. Lena esperó el sonido de la ducha y luego la voz de Nan ofreciendo su triste versión de una canción que sonaba en todas las emisoras de radio. En ese momento levantó la tapa del móvil y marcó el número de los Stanley.

Desde el altercado en la gasolinera, Lena había convertido el número de teléfono en un mantra, de modo que al pulsar las teclas tuvo una sensación de déjà vu. Se acercó el teléfono al oído. Sonó siete veces antes de que descolgaran. El corazón se le paró por un segundo a la vez que rogaba que la persona al otro lado de la línea no fuera Dale.

Obviamente, el nombre de Lena salió en el identificador de llamadas de los S1 anley.

– ¿Qué quieres? -susurró Terri entre dientes.

– Quiero disculparme -dijo Lena-. Quiero ayudarte.

– Puedes ayudarme dejándome en paz -replicó, sin alzar la voz.