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– Nunca había muerto nadie -repitió Connolly.

– ¿A quién más se lo hizo, Cole? -preguntó Jeffrey, procurando no emplear un tono acusatorio.

Connolly movió la cabeza en un lento gesto de negación.

– ¿Y Rebecca?

– Aparecerá.

– ¿Aparecerá como Abby?

– Aparecerá vivita y coleando -contestó Connolly-. Con esa niña nada me ha dado resultado. Nunca me ha hecho caso.-Connolly miró el café fijamente, pero no se traslucía la menor señal de remordimiento-. Abby estaba encinta.

– ¿Se lo dijo ella? -preguntó Jeffrey, y se imaginó a Abby intentando utilizar esa circunstancia para influir en él, pensando que así persuadiría a ese viejo loco para que no la metiera en la caja.

– Me partió el corazón -dijo Connolly-. Pero también me impulsó a hacer lo que debía hacer sin vacilaciones.

– Así que la enterró a orillas del pantano. En el mismo lugar adonde Chip la había llevado para acostarse con ella.

– Iba a fugarse con él -repitió Connolly-. Fui a rezar con ella, y la encontré haciendo la maleta, para fugarse con esa basura, para criar a su hijo en el pecado.

– No podía permitirle una cosa así -lo animó Jeffrey.

– Era una pobre inocente. Necesitaba ese tiempo a solas para reflexionar sobre lo que le había permitido hacer a ese chico. Estaba mancillada. Necesitaba alzarse y renacer.

– ¿Ése es el objetivo? -preguntó Jeffrey-. ¿Los entierra para que renazcan? -como Connolly no contestó, inquirió-: ¿Enterró usted a Rebecca, Cole? ¿Es allí donde está ahora?

Puso la mano en la Biblia y recitó:

– «Sean consumidos de la tierra los pecadores… y los impíos dejen de ser.»

– Cole, ¿dónde está Rebecca?

– Ya se lo he dicho, no lo sé.

– ¿Abby era una pecadora? -prosiguió Jeffrey.

– Lo dejé en manos de Dios -replicó el hombre-. Él me dice que les dé tiempo para rezar, para la contemplación. Me ordena la misión, y yo doy a las chicas la oportunidad de cambiar su vida -de nuevo, recitó-: «El Señor guarda a todos los que lo aman, mas destruirá a todos los impíos».

– ¿Abby no amaba al Señor? -preguntó Jeffrey.

El hombre parecía sinceramente apenado, como si no hubiera tenido nada que ver con su muerte.

– El Señor decidió llevársela. -Se frotó los ojos-. Yo sólo obedecí sus órdenes.

– ¿Le ordenó que matara a Chip de una paliza? -le preguntó Jeffrey.

– Ese chico no le hacía ningún bien al mundo.

Jeffrey interpretó aquella respuesta como una confesión de culpabilidad.

– ¿Por qué mató a Abby, Cole?

– Fue el Señor quien decidió llevársela. -Su dolor era sincero-. Se quedó sin aire, la pobre desdichada.

– Usted la metió en esa caja.

Asintió con un leve gesto de cabeza, y Jeffrey vio aflorar otra vez la ira de Cole.

– Eso hice.

Jeffrey presionó un poco más.

– Usted la mató.

– «No quiero la muerte del impío» -recitó-. Yo sólo soy un viejo soldado. Ya se lo he dicho. Soy un instrumento del Señor.

– ¿Ah, sí?

– Pues sí -replicó Connolly con aspereza ante el sarcasmo de Jeffrey, y, con un destello de cólera en los ojos, dio un puñetazo en la mesa.

Tardó unos instantes en recuperar el control, y Jeffrey se acordó de Chip Donner, de cómo esos puños que tenía delante le habían destrozado las tripas. Instintivamente, Jeffrey apretó la espalda contra la silla, tranquilizándose al sentir el contacto de su pistola.

Connolly volvió a probar el café.

– Con Thomas en el estado en que se encuentra… -Se llevó la mano al estómago y se le escapó un eructo en apariencia ácido-. Perdón -se disculpó-. Una indigestión. Sé que no debería beber esto. Mary y Rachel no paran de decírmelo, pero la cafeína es la única adicción a la que no puedo renunciar.

– ¿Con Thomas en el estado en que se encuentra…? -preguntó Jeffrey para animarlo a seguir.

Connolly dejó la taza en la mesa.

– Alguien tiene que intervenir. Alguien tiene que hacerse cargo de la familia o todo aquello para lo que hemos trabajadose irá a pique -y aclaró-: Somos todos simples soldados. Lo que necesitamos es un general.

Jeffrey se acordó de que O'Ryan había dicho que el hombre que iba al Kitty daba drogas a Chip Donner.

– Es difícil decir que no cuando alguien te lo pone delante de las narices -comentó Jeffrey, y le preguntó-: ¿Por qué le daba drogas a Chip?

Connolly cambió de posición en la silla, como para ponerse más cómodo.

– La serpiente tentó a Eva, y ella cedió. Chip era como todos los demás. Ninguno de ellos se resiste mucho tiempo.

– Le creo.

– Dios advirtió a Adán y Eva que no tomaran el fruto del árbol, y no obedecieron. -Cole sacó una servilleta de debajo de la Biblia y se enjugó la frente con ella-. Uno es fuerte o es débil. Ese chico era débil -con tristeza, añadió-: Supongo que al final resultó que nuestra Abigail también lo era. Los designios del Señor son inescrutables. No somos nadie para cuestionarlos.

– Abby fue envenenada, Cole. Dios no decidió llevársela. Alguien la asesinó.

Permaneciendo inmóvil con la taza de café ante la boca, Connolly observó a Jeffrey. Antes de contestar, tomó un sorbo y colocó la taza delante de la Biblia o Ira vez.

– Olvida usted con quién está hablando, joven -advirtió con un tono amenazador bajo su aparente serenidad-. No soy un simple viejo; soy un viejo ex presidiario. No puede engañarme con sus mentiras.

– No le miento.

– Pues perdóneme si no le creo.

– La envenenaron con cianuro.

Él negó con la cabeza, incrédulo.

– Si quiere detenerme, adelante. Pero no tengo nada más que decir.

– ¿A quién más se lo hizo, Cole? ¿Dónde está Rebecca?

Meneó la cabeza, riéndose.

– Cree que soy una especie de rata, ¿eh? Que voy a irme de la lengua sólo por salvar el pellejo. -Señaló a Jeffrey con el dedo-. Permítame que le diga una cosa, joven. Yo… -Se llevó la mano a la boca y tosió-. Yo nunca…

Volvió a toser. La tos se convirtió en arcadas. Jeffrey se levantó de un salto de la silla cuando un hilo oscuro de vómito salió de la boca de Connolly.

– ¿Cole?

Connolly empezó a respirar con dificultad y luego a jadear. Se llevó las manos al cuello y se hincó las uñas en la carne.

– ¡No! -exclamó con un grito ahogado, presa del terror, fijando la mirada en Jeffrey-. ¡No! ¡No!

En medio de violentas convulsiones, se cayó al suelo.

– ¿Cole? -repitió Jeffrey, clavado donde estaba mientras veía que la cara del viejo se convertía en una horrenda mueca de sufrimiento y pánico.

Se estremeció y dio tal patada a la silla que ésta salió despedida contra la pared y se astilló. Con el pantalón manchado de excrementos, se arrastró hacia la puerta dejando en el suelo un reguero inmundo. De pronto se detuvo, sin dejar de estremecerse, y puso los ojos en blanco. Le temblaban tanto las piernas que se le salieron los zapatos.

En menos de un minuto había muerto.

Lena se paseaba junto al coche patrulla cuando Jeffrey bajó por la escalera. Se sacó el pañuelo y se enjugó el sudor de la frente, recordando que Connolly había hecho lo mismo poco antes de morir.

Metió la mano por la ventanilla abierta del coche y cogió su móvil. Al agacharse se mareó y, cuando se irguió, respiró hondo.

– ¿Estás bien? -preguntó Lena.

Jeffrey se quitó la americana y la dejó en el coche. Marcó el número del despacho de Sara mientras le decía a Lena:

– Ha muerto.

– ¿Qué?

– No tenemos mucho tiempo -dijo, y acto seguido preguntó a la recepcionista de Sara-: ¿Puedes pedirle que se ponga? Es una emergencia.