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– ¿Qué ha pasado? -quiso saber Lena. Bajando la voz, añadió-: ¿Ha intentado algo?

Jeffrey se sorprendió sólo un poco de que ella lo creyera capaz de matar a un sospechoso bajo custodia.

Sara se puso al teléfono.

– ¿Jeff?

– Necesito que vengas a la granja de los Ward.

– ¿Qué pasa?

– Cole Connolly ha muerto. Estaba bebiendo café… Creo que había cianuro en la taza. De pronto… -Jeffrey no quería pensar en lo que acababa de ver-. Se ha muerto delante de mí.

– Jeffrey, ¿estás bien?

Como sabía que Lena lo escuchaba, se limitó a contestar:

– Ha sido bastante desagradable.

– Cariño… -dijo Sara.

Jeffrey lanzó una mirada por encima de su coche, como si quisiera asegurarse de que no venía nadie, para que Lena no viera la emoción en su rostro. Cole Connolly era un hombre repulsivo, un enfermo que tergiversó la Biblia para justificar sus atrocidades; aun así, era un ser humano. Para Jeffrey muy pocas personas merecían esa clase de muerte, y si bien Connolly era uno de los primeros de la lista, no había sido nada agradable ser testigo presencial de su sufrimiento.

– Necesito que vengas ahora mismo -dijo a Sara-. Quiero que lo veas antes de avisar al sheriff. -Y sobre todo para que lo oyera Lena, añadió-: Estoy fuera de mi jurisdicción.

– Voy para allá.

Jeffrey cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo a la vez que se apoyaba en el coche. Aún tenía el estómago revuelto y lo invadía el pánico cuando pensaba que había tomado un trago de café pese a saber con certeza que no lo había probado. Por primera vez en su vida, los despreciables hábitos de su padre habían beneficiado a Jeffrey en lugar de repatearle. Elevó una silenciosa plegaria de agradecimiento a Jimmy Tolliver, aunque sabía que si existía el cielo, Jimmy Tolíiver no habría pasado de la entrada.

– ¿Jefe? -dijo Lena. Aunque él no la había oído, era obvio que le había hablado-. Le he preguntado por Rebecca Bennett. ¿Ha dicho algo de ella?

– No sabía dónde estaba.

– Ya -Lena echó un vistazo alrededor y preguntó-: ¿Y ahora qué hacemos?

Jeffrey habría deseado no estar al mando en ese momento. Sólo quería quedarse apoyado en el coche, intentando respirar y esperando a Sara. Ojalá hubiera tenido esa opción.

– Cuando llegue Sara -le dijo-, quiero que vayas a buscar a Cincuenta Centavos. Dile que tu móvil no tenía cobertura. Y no te des mucha prisa, ¿vale?

Lena asintió con la cabeza.

Jeffrey miró el granero oscuro, la estrecha escalera que habría podido inspirar a Dante una de sus obras.

– ¿Ha confesado que hizo lo mismo a otras chicas? -preguntó Lena.

– Sí -contestó él-. Ha dicho que nunca había muerto nadie.

– ¿Le crees?

– Sí -respondió-. Alguien escribió esa nota a Sara. Alguien que anda por ahí ha sobrevivido a esto.

– Rebecca -aventuró Lena.

– No era su letra -dijo, recordando la nota que Esther le había dado.

– ¿Crees que la escribió alguna de las tías? ¿Tal vez la madre?

– Esther no podía saberlo -contestó Jeffrey-. Nos lo habría dicho. Ella quería a su hija.

– Esther es leal a su familia -le recordó Lena-. Se somete a sus hermanos.

– No siempre -replicó él.

– Y Lev -dijo ella-. No sé qué pensar de él. Me es imposible encasillarlo.

Jeffrey asintió, sin atreverse a hablar por miedo a que se le quebrara la voz.

Lena se cruzó de brazos y guardó silencio. Jeffrey miró el camino otra vez y cerró los ojos para intentar reponerse de su estómago revuelto. Aunque eran más bien náuseas. Se sentía mareado, casi al borde del desmayo. ¿Seguro que no había probado el café? Incluso había bebido unos tragos de aquella limonada acida el otro día. ¿Cabía la posibilidad de que hubiera ingerido un poco de cianuro?

Lena empezó a pasearse de un lado para otro, y cuando entró en el granero, él no la detuvo. Volvió a salir al cabo de unos minutos y echó un vistazo al reloj.

– Espero que Lev no vuelva.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Menos de una hora -contestó ella-. Si aparece Paul antes de que Sara…

– Vamos -dijo él, apartándose del coche.

Lena lo siguió hacia el apartamento, por una vez en silencio. No le preguntó nada hasta que llegaron a la cocina y vio las dos tazas de café en la mesa.

– ¿Crees que lo ha tomado aposta?

– No -contestó Jeffrey, y nunca había negado nada con tal convicción.

Cole Connolly había reaccionado con evidente terror al descubrir lo que le sucedía. Jeffrey sospechaba que Connolly incluso supo quién lo había envenenado. Por el pánico que detectó en su mirada, Jeffrey adivinó que el viejo tenía plena conciencia de lo que ocurría. Más aún, comprendió que lo habían traicionado.

Lena pasó al lado del cadáver con cuidado. Jeffrey no sabía si por estar en la habitación corrían algún riesgo, ni qué precauciones debían tomar, pero era incapaz de concentrarse en una sola cosa por mucho tiempo. No dejaba de pensar en la taza de café. Fueran cuales fueran las circunstancias, siempre aceptaba cuando alguien a quien pretendía sonsacar información lo invitaba a tomar algo. Según el Protocolo de Operaciones 101, había que procurar que la otra persona se sintiera a gusto, inducirlo a pensar que te hacía un favor, que uno era amigo suyo.

– Mira esto. -De pie junto al armario, Lena señalaba la ropa que colgaba ordenadamente de la barra-. Igual que la de Abby. ¿Te acuerdas? Su armario estaba igual. Tenía todas las prendas exactamente a la misma distancia. Habría podido medirse con una regla, te lo juro. -Señaló los zapatos-. Y ahí lo mismo.

– Cole debió de volver para colgar la ropa -explicó Jeffrey, aflojándose la corbata para poder respirar-. La sorprendió cuando hacía la maleta para marcharse.

– Cuesta perder las viejas costumbres -dijo Lena, metió la mano en el armario y sacó una maleta rosa del fondo-. Esto no parece de él -comentó, y a continuación la puso en la cama y la abrió.

Jeffrey intentó acercarse, pero sus pies se negaron a obedecer a su cerebro. De hecho, había retrocedido casi hasta la puerta.

Lena no pareció darse cuenta. Estaba arrancando el forro de la maleta para ver si había algo escondido. Luego abrió la cremallera del bolsillo exterior.

– Premio.

– ¿Qué hay?

Lena dio la vuelta a la maleta y la sacudió. Una cartera marrón cayó en la cama. Cogiéndola por los bordes, la abrió y leyó:

– Charles Wesley Donner.

Jeffrey volvió a tirarse de la corbata. Incluso con la ventana abierta, la habitación empezaba a convertirse en una sauna.

– ¿Algo más?

Lena extrajo algo del forro con las yemas de los dedos.

– Un billete de autobús a Savannah -contestó-. Con fecha de cuatro días antes de la desaparición de Abby.

– ¿Está a nombre de alguien?

– Abigail Bennett.

– Guárdalo.

Lena se guardó el billete en el bolsillo mientras se dirigía a la cómoda. Abrió el cajón superior.

– Igual que la de Abby -dijo-. La ropa interior está doblada exactamente igual que la suya. -Abrió el siguiente cajón, yluego el otro-. Calcetines, camisetas, todo. Está todo idéntico.

Jeffrey se apretó contra la pared, con un nudo en el estómago. Respiraba con dificultad.

– Cole dijo que Abby iba a marcharse con Chip.

Lena se dirigió hacia los armarios de la cocina.

– ¡No toques nada de allí! -exclamó Jeffrey como una mujer aterrorizada.

Ella lo miró y volvió a cruzar la habitación. Se detuvo delante del póster, en jarras. Era la imagen de un par de manos enormes que sostenían una cruz. La cruz irradiaba haces de fuego como relámpagos. Lena pasó la mano por el póster como si lo limpiara.

– ¿Qué hay? -consiguió preguntar Jeffrey, sin querer verlo por sí mismo.

– Espera.