– Mueve el culo y ven a preparar los huevos -gritó Jeffrey desde la cocina.
Despegándose de las mantas a regañadientes, Sara farfulló una maldición que habría sido causa de profunda vergüenza para ella si su madre la hubiese oído. La casa estaba helada a pesar de que el sol iluminaba el pantano y por las ventanas de atrás entraban los destellos cobrizos despedidos por las olas. Cogió la bata de Jeffrey y se la puso antes de recorrer el pasillo.
De pie ante la cocina, Jeffrey freía beicon. Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta negra, que realzaba el morado de su ojo a la luz de la mañana.
– He supuesto que estabas despierta -dijo él.
– A la tercera va la vencida -respondió ella, acariciando a Billy cuando se le acercó.
Bob estaba repantigado en el sofá con las patas en alto. Sara vio a Bubba, su viejo gato, acosar a algún animal en el jardín de atrás.
Jeffrey ya había sacado los huevos y se los había dejado junto a un cuenco. Sara los rompió, procurando no manchar la encimera con las claras. Al ver lo mal que lo hacía, Jeffrey decidió ocuparse personalmente y dijo:
– Siéntate.
Sara se dejó caer en un taburete junto a la isla de la cocina y lo observó limpiar lo que ella había ensuciado.
Preguntó lo evidente.
– ¿No podías dormir?
– No -contestó él, tirando el paño al fregadero.
Jeffrey estaba angustiado por el caso, pero Sara también sabía que Lena le inquietaba casi por igual. Desde que la conocía, Jeffrey siempre había tenido un motivo para preocuparse por Lena Adams. Al principio, era porque tenía un comportamiento demasiado impulsivo en la calle, demasiado agresivo en las detenciones. Después, a Jeffrey le había preocupado su actitud competitiva, su deseo de ser la primera de la brigada fueran cuales fueran los atajos que se sintiera obligada a tomar. Él le había dado una buena formación como inspectora, asignándole a Frank como compañero pero siempre bajo su propia tutela, preparándola para algo, para algo que, en opinión de Sara, Lena nunca conseguiría. Era demasiado testaruda para dirigir a nadie, demasiado egoísta para seguir a nadie. Doce años antes, Sara habría vaticinado que Jeffrey siempre tendría alguna razón para preocuparse por Lena. De hecho, lo único que la sorprendía de ella era que se hubiera liado con Ethan Green, nazi y cabeza rapada.
– ¿Intentarás hablar con Lena? -preguntó Sara.
Jeffrey no contestó.
– Es demasiado lista para eso.
– No creo que los malos tratos tengan nada que ver con la inteligencia -dijo Sara.
– Por eso no creo que Cole le hiciera nada a Rebecca -dijo Jeffrey-. Esa chica tiene mucho carácter. Seguro que Cole no habría elegido a una persona que ofreciera demasiada resistencia.
– ¿Brad sigue buscando en Catoogah?
– Sí -contestó él, no muy convencido de que la búsqueda fuera a servir de algo. Pasó a hablar de Cole Connolly como si en su cabeza se hubiese desarrollado otra conversación-. Rebecca le habría contado a su madre lo que sucedía y Esther… Esther habría degollado a Cole. -Con la mano ilesa, rompió los huevos uno por uno sobre el cuenco-. Cole no habría corrido ese riesgo.
– Los depredadores tienen una capacidad innata para elegir a sus víctimas -coincidió Sara, pensando otra vez en Lena.
Por alguna razón, las circunstancias de su atormentada vida se habían impuesto, convirtiéndola en una presa fácil para una persona como Ethan. Sara entendía muy bien cómo había sucedido. Todo tenía una lógica, pero aun así le costaba aceptarlo.
– Anoche no conseguía quitarme la cara de Cole de la imaginación, el pánico en su mirada cuando se dio cuenta de lo que pasaba. Dios mío, qué muerte tan espantosa.
– Así murió también Abby -le recordó Sara-. Sólo que ella estaba sola y a oscuras y no tenía ni idea de qué le sucedía.
– Creo que él sí era consciente -dijo Jeffrey-, o al menos lo entendió en el último momento.
Había dos tazas delante de la cafetera; Jeffrey las llenó y le dio una a Sara. Ésta vio que él vacilaba antes de beber, y se preguntó si llegaría el día en que sería capaz de tomarse un café sin acordarse de Cole Connolly. En líneas generales, ella lo tenía mucho más fácil que Jeffrey. Él estaba en primera línea de fuego. Era el primero en ver los cadáveres; era quien comunicaba la noticia a los padres y seres queridos, quien sentía el peso de su desesperación por descubrir al autor de la muerte de su hijo, su madre o su amante. Con razón, en la policía se daba uno de los índices de suicidio más altos entre todas las profesiones.
– ¿Qué te dice tu intuición? -preguntó ella.
– No lo sé -contestó él mientras batía los huevos-. Lev reconoció que se había sentido atraído por Abby.
– Pero eso es normal -dijo ella, y luego se corrigió-: Bueno, es normal si sucedió como él lo cuenta.
– Paul dice que estaba en Savannah. Voy a comprobarlo, pero aun así no sabremos dónde pasó las noches.
– Eso también podría ser prueba de su inocencia -le recordó Sara.
Jeffrey le había enseñado hacía mucho tiempo que una persona con una buena coartada debía ser vigilada atentamente. Ni siquiera la propia Sara podría presentar un testigo capaz de jurar que había estado toda la noche sola en su casa cuando Abigail Bennett había sido asesinada.
– Seguimos sin tener los resultados de la carta que recibiste -dijo él-. De todos modos, no creo que el laboratorio averigüe nada. -Frunció el entrecejo-. Esa puta prueba cuesta un dineral.
– ¿Por qué la has pedido?
– Porque no me gusta la idea de que alguien se ponga en contacto contigo por un caso -contestó él, y ella percibió resentimiento en su voz-. No eres policía. No tienes nada que ver con esto.
– Quizá me la enviaron a mí porque sabían que te lo diría.
– ¿Y por qué no la mandaron directamente a la comisaría?
– Mi dirección está en el listín telefónico -dijo ella-. Es posible que la persona que la mandó temiera que la carta se perdiese en comisaría. ¿Crees que la escribió una de las hermanas?
– Ni siquiera te conocen.
– Les dijiste que yo era tu mujer.
– Sigue sin gustarme -insistió él, sirviendo los huevos en los dos platos y añadiendo un par de tostadas en cada uno. Volvió al tema inicial-. Lo que no acabo de ver es qué relación tiene el cianuro con todo esto. -Le tendió el plato de beicon y ella cogió dos lonchas-. Cuantas más vueltas le damos, más vemos que Dale es la única fuente posible -Jeffrey añadió-: Pero Dale aseguró que tiene el garaje cerrado con llave en todo momento.
– ¿Le crees?
– Puede que pegue a su mujer -respondió Jeffrey-, pero pienso que dijo la verdad. Esas herramientas son su medio de vida. Seguro que no deja esa puerta abierta, y menos teniendo en cuenta que pasaba por ahí gente de la granja.
Sacó la mermelada y se la dio a Sara.
– ¿Es posible que él tenga algo que ver?
– No sé cómo -contestó Jeffrey-. No tiene ninguna relación con Abby, ninguna razón para envenenarla a ella o a Cole -pensando en voz alta, dijo-: Debería citar a toda la familia, separarlos y ver quién es el primero en venirse abajo.
– Dudo que Paul lo permita.
– A lo mejor me llevo al viejo a comisaría.
– Jeffrey, no lo hagas -dijo ella. Sin saber por qué, sintió la necesidad de proteger a Thomas Ward-. Es un pobre anciano desvalido.
– En esa familia nadie está desvalido. -Jeffrey hizo una pausa-. Ni siquiera Rebecca.
Sara reflexionó al respecto.
– ¿Crees que tiene algo que ver?
– Creo que está escondida. Creo que sabe algo.
Sentado a su lado en la isla de la cocina, se tiró de los pelos de una ceja, dando vueltas a los inquietantes detalles que lo habían mantenido en vela toda la noche.
Sara le frotó la espalda.
– Ya aparecerá algo. Lo que tienes que hacer es empezar otra vez desde cero.